Festival de Toronto: Leonor Will Never Die (2022), de Martika Ramirez

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Leonor (Sheila Francisco) es una vieja gloria del cine de acción filipino que sueña con algún día acabar un guion que dejó a medias. Mientras la jubilada está encerrada en sus fantasías, su hijo no deja de resondrarla por andar de despistada con algunos deberes de la casa. Es así como estos dos personajes siguen su rutina habitual; una completando mentalmente su película y el otro refunfuñando de su madre. Ah, y hay un fantasma juguetón merodeando por la casa. Leonor Will Never Die (2022) pinta de principio como una película que tendrá varias notas de disparate. La directora Martika Ramirez combina un universo real con otro ficticio, pero lo curioso es que la misma realidad está invadida por un elemento ficticio. A propósito, no muy lejos de ese territorio, específicamente en Tailandia, Apichatpong Weerasethakul también ha imaginado historias “reales” en donde los fantasmas son materia cotidiana para los ciudadanos de su nación. El convivir con algún espíritu puede ser tan normal como quien se da una vuelta a comprar leche. Claro que Ramirez con ello no pretende invocar a los fantasmas para hacer su propia lectura sobre una nación aferrada a la memoria tal como apunta el tailandés. Lo que la directora pretende referir es una demanda más personal.

Tenemos entonces a Leonor fantaseando con que esa última película suya pueda existir. Ella no deja de concretar los diálogos de sus personajes, imaginarse los planos que usaría. Es como si en su cabeza estuviera sucediendo la proyección de su película. Es decir, la experiencia de la creación es posible cada que Leonor se despega de su realidad. Si no fuera por la intromisión de su hijo, Leonor tal vez ya hubiera terminado de realizar mentalmente su película. Si tan solo la realidad dejara de ser tan entrometida. Si tan solo viviera en la ficción, el único lugar en donde la ficción misma es posible concretarse. Esa es más o menos la jugada que propone Leonor Will Never Die. Ramirez se compadece de su colega y la pone en estado de coma. Leonor no estará en la ficción, pero al menos el terreno del sueño es lo más cercano a ello, lugar en donde la anciana podrá seguir inventando su película con tranquilidad. Es un argumento feliz para la protagonista, pero no olvidemos que no es la única. Dicho acontecimiento provoca un conflicto aparte, la del hijo afligido por el estado de su madre y, luego, su mea culpa en referencia a que hasta ese momento solo había sido agente obstructor de la última obra o último deseo de su madre.

Se emprende así dos relatos en paralelo. Mientras que Leonor sigue complementado su película desde el terreno de lo onírico, el hijo verá la forma de que alguien pueda terminar el guion que su madre dejó. Suceden cosas extravagantes consecuencia de ello. Aunque a simple vista puede que la película asuma una deriva predecible, no deja de ser atractiva la idea de que por un lado se descubre un argumento metaficcional y por otro se construye un homenaje prematuro. Ambos casos de alguna forma le rinden culto a una afición. Pero no nos olvidemos de un personaje elemental: el fantasma. Esa “presencia” que de hecho ya nos anticipaba lo que se traía entre manos la autora de esta emotiva representación. Leonor Will Never Die alcanza su punto más alto para cuando la película está por terminar. Un testimonio nos hace recordar que todo lo representado en la pantalla siempre es un proceso ficcional con una motivación predefinida, y eso convierte al cine en un escenario que constantemente hace tributo a lo real. Es el instante más metaficcional de la ópera prima de Martika Ramirez, quien hace la representación de un homenaje a modo de homenaje. De la forma cómo se aprecie, aquí siempre la ficción toma las riendas y se le rinde culto a lo real.


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