[Crítica] «La carga más preciada»: el poder de unas manos


Cada vez que se busca hablar de una película sobre el Holocausto judío, empleamos varias líneas introductorias que fungen de mensaje ético, o referenciamos otras cintas que mal, regular o bien -de acuerdo a las subjetividades y, cómo no, a los intereses-, se han estrenado a lo largo de los años. Es decir, se percibe un no querer inmiscuirse dentro de la deshumanización de la que formamos parte directa o indirectamente, olvidando que el Shoa en estas propuestas fílmicas son (buenas) excusas para reflexionar sobre diferentes aspectos de la sociedad. La carga más preciada (Michel Hazanavicius, 2024) pierde su valor cuando solo se la analiza desde qué bando es bueno o malo. 

La primera imagen que apreciamos es el encuadre de un paisaje a oscuras dentro de un cuadro. Esta mirada posmoderna guarda relación también con la ruptura de lo que entendemos por un cuento de hadas. “No, no, ten la seguridad. Esto no es ‘Pulgarcito’”, dice el narrador en off. Estos dos elementos ya nos vaticinan lo que ocurrirá en este invernal bosque polaco. Minutos después ingresamos a la vivienda de un matrimonio maduro, conformado por un huraño leñador y su esposa. Nos enteramos, sin saber los motivos, del fallecimiento de su hijo. A partir de ahí, desde el dolor, se acompañaron largos años. Mientras el esposo sale a trabajar en plena madrugada, la mujer carga leña para llevarla a su hogar, pidiendo -orando- a que el dios del tren pueda arrojar cualquier carga para que ellos puedan mantenerse con vida. Y, efectivamente, así sucede: de pronto, ante el duro frío y la densa neblina, se logra oír el llanto de una bebé cubierta por un manto en plena nieve. La resignada suerte de la mujer parece que ha llegado a su fin. Retorna con la criatura en brazos para auxiliarla. La escena en la que la vemos contenta es de una ternura absoluta. Mientras corre a su casa, nos percatamos de que el calor humano será lo que impulse a los personajes, olvidándonos del intenso y gélido clima. 

En un contexto bélico -la Segunda Guerra Mundial-, la intolerancia, el desprecio, el odio son piedras, lamentablemente, fundamentales. El rechazo hacia los judíos queda evidente en la cinta con el grupo de leñadores. “Ellos no tienen corazón”, dicen varios de ellos. Esta mirada no cambia en el hogar del matrimonio mencionado. El esposo no quiere saber nada de la bebé porque sabe la sangre que corre por ella. Sin embargo, es la esposa quien asume el papel de una madre que sacrificará su vida ante cualquier gesto que busque separarla de su, ahora, hija. No obstante, es el poder de una manos -las del padre sobre el corazón de la niña- que le permiten al anciano evaluar sus creencias y, sobre todo, cambiarlas. Ya no hay más rechazos, ya no hay más distanciamientos. Ahora hay abrazos, juegos, sonrisas, amor. Esta nueva perspectiva se topará con la del colectivo antisemita que, molestos y preocupados por sus “códigos” morales, no tardará en tomar represalias. 

La técnica de la acuarela que caracteriza a la animación de la cinta sirve para enfatizar varios momentos. Si cabe hablar de la temperatura de los colores, los fríos dan lugar a los cálidos para demostrar la calidez de las personas. Es más, el clima también va pasando del invierno a días algo soleados. Y esto se explica con las acciones que vamos observando: el matrimonio de ancianos ahora está enfocado en la crianza de la bebé; un extraño y, al principio, peligroso hombre que ha sufrido los efectos de una guerra anterior, se sabe piadoso ante los ruegos de la madre que solo busca un poco de leche. Este personaje es vital para lo que viene en la segunda parte de la historia. De igual manera, la criatura es la que le ablanda el corazón. Caminan agarrados de la mano, son cómplices al liberar a un conejo capturado. Pero es la música de Alexandre Desplat la que nos recuerda dónde estamos ubicados: no hay espacio ni tiempo para la tranquilidad. Es hora de partir a otro punto, pero ya no con una visión misericordiosa divina, sino con la fortaleza que solo los hombres han aprendido a experimentar en situaciones extremas. Caminar una vez más, otra vez tomadas de la mano. Ya no solo esta imagen se vuelve en una situación normal entre adulto y niño, sino en la conexión que se establece entre ambos. Podemos perdernos tras un desenfoque en plena ruta, pero mientras estemos juntos, esa llama compartida es la que marcará la brújula. 

Paralelamente, ¿es el padre sanguíneo de la bebé culpable de todo lo que (le) ha sucedido? No sabíamos nada sobre su decisión. Ya pasados los minutos conocemos qué trasladan esos vagones y adónde se dirigen. ¿La está salvando? Hay varias preguntas que envolverán a este personaje desde que aparece en la cinta. Con él ingresamos a los campos de concentración. ¿Se le denigra aún más por lo que hizo? Las pinturas que recuerdan a Edvard Munch solo muestran el horror del que ya somos partícipes. Si en los párrafos anteriores, a pesar de toda la trama que envuelve a la hija es un cuestionamiento de cuán capaces somos nosotros de abrir nuestras mentes o comprender a los demás, en este otro plano, el del padre, nos preguntaríamos si un hombre merece un castigo por su actuar o si es que es la vida misma la que determina nuestro proceder. Que este hombre termine siendo un famoso y respetado pediatra guarda relación con su respectivo trauma. 

Es cierto. Esta historia particular pudo no haber ocurrido, tal y como lo menciona el mismo narrador del inicio. No hay finales felices, solo momentos que se entrelazan entre sí. No sabemos dónde estamos parados, y no importa que lo conozcamos. Quizá lo único que interesa es tener un buen corazón y querer hacer las cosas bien. Y, para esto, se puede hablar a partir de una película sobre el Holocausto o de cualquier otra circunstancia histórica.

Por cierto, esta cinta está en la cartelera peruana: en Cinépolis o Cineplanet.


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