[Crítica] «Mickey 17» (2025): la batalla de los dispensables


Contrario a lo que uno pensaría sobre un cineasta filmando en una lengua y tierras extranjeras, Bong Joon-ho parece estar mucho más cómodo rodando en inglés y jugando en las fronteras de Hollywood. Para un director así de escandaloso, rebelde y de marcado ímpetu anticapitalista, hacerse con un presupuesto de blockbuster parece una apuesta atrevida, por decir menos, casi un acto de provocación. Pero el cineasta surcoreano llama mucho la atención cuando se muda a EE.UU. Es claro que, para un director de thrillers policiacos, sátiras o cine de monstruos, la consagración de géneros y las proezas técnicas del espectáculo hollywoodense parecen un razonable punto de partido. Incluso Parasite (2019), posiblemente su magnum opus, le debe mucho a los juegos de Hitchcock en la dirección de escena y el uso de los decorados. De alguna manera, Joon-ho se entromete en las altas esferas del sistema de estudios hollywoodenses y parece convencerlos, sea con un truco u otro, de financiar su siguiente alegoría contra el neoliberalismo y la hegemonía del libre mercado. 

En todo caso, si algo le permite el abanico de recursos de Hollywood es la capacidad de llevar cualquier disparate que se le ocurra a flote. La mayoría de películas de Bong Joon Ho, experimentos mentales en contra de la oligarquía económica y a favor de la redistribución de la riqueza, requieren de la ambición de la puesta en escena y una sucesión de mundos fantásticos, sino distopicos, para que el alegato político funcione. Quizá por eso Snowpiecer (2013), thriller de ciencia ficción con Tilda Swinton y Chris Evans, solo tiene sentido al ser rodada en la enorme pieza de maquinaria que es tren que lleva a ricos y pobres en el film. Okja (2017), apasionado argumento animalista y de ecologismo radical, solo funciona si compramos la muy emotiva relación entre una adolescente y su gigantesca mascota, secuestrada por una malvada corporación y llevada a la pantalla gracias a una selección de excelentes efectos especiales. Una y otra vez, parece que Hollywood está del lado de la ambición del realizador. 

En ese sentido, Mickey 17 parece la película más Hollywood que ha hecho el realizador. Estamos, pues, ante una comedia ciencia ficción con ciertos aires al Hollywood de antaño, a las series campy y a las películas del espacio con las que crecieron muchas generaciones. Irónicamente, es una de las películas menos ambiciosas en términos visuales (no se compara para nada con el espectáculo de las otras dos películas gringas del realizador), pero es, en términos narrativos, quizá su propuesta más disruptiva. Al igual que Parasite, esta es una película de interiores, con cierto tono teatral y claustrofóbico, una película que podría funcionar sobre un escenario. Aún así, en contraste con las otras historias del realizador, Mickey 17 destaca por sus constantes saltos entre pasado y presente, los giros de tiempo y la narración del protagonista, el tono mucho más ligero, como de una screwball comedy, con música jazz de fondo y una serie de decorados que parecen más de sitcom que de ópera del espacio exterior.

Cuando lo conocemos, Mickey (Robert Pattinson) está a punto de morir congelado en un planeta desconocido, o, si tiene menos suerte, estará a punto de ser devorado por unas extrañas criaturas que parecen gusanos gigantes. Mickey, así como el piloto que va en busca de su arma, no parecen preocupados por su evidente muerte. Prontamente, Mickey nos cuenta por qué: él es, en verdad, un replicante, un clon de otro Mickey que a su vez es clon de otro Mickey, hasta llegar al Mickey original. El Mickey original, ahogado hasta el cuello por deudas en la tierra, acepta un viaje sin retorno en una nave espacial en búsqueda de otro planeta dado que este está a punto de extinguirse. Sin mucho que ofrecer a la expedición, Mickey decide presentarse como un “dispensable”, es decir, como un trabajador precario dispuesto a los más altos riesgos, así como un minero en un socavón o un soldado en zona de guerra. Mickey morirá una y otra vez debido a numerosas pruebas y experimentos, pero, a las pocas horas, será replicado en una máquina y un clon con su mismo aspecto y sus memorias vendrá a la vida. Años en la nave y el Mickey que conocemos es el número 17, quizás el más sensible de todos, aún cuando un error del sistema hace que, de imprevisto, Mickey 17 y Mickey 18 terminen conociéndose.

En cierta medida, creo que Mickey 17 puede -y debe ser leída- como una alegoría a la violencia que sufren los trabajadores invisibles a lo largo del globo y que, con su trabajo precario, sostienen con fragilidad el sistema económico. Los dispensables son aquellos que construyen los estadios para la Copa Mundial de la FIFA Catar 2022 y que mueren en el intento, es la mano de obra migrante e informal que sostiene la economía de cuidado en los EE UU o la industria de la agricultura en la India, es la mano de obra infantil y las manos ensangrentadas que extraen el coltán necesario para la industria tecnológica. Esta mirada tiene sentido, si es que pensamos en los «Mickey» como trabajadores sometidos a la violenta transformación de sus cuerpos, ahogados en las trampas de deuda, desprotegidos debido a la laguna legal de muchas regulaciones locales e internacionales. Es el tipo de trabajador que es condenado a una cifra acumulativa, confundido con el poderío de la máquina, invisible ante la debilidad de su pasaporte, la censura de la prensa, el poder de la propaganda y el capital. En ese sentido, con la violencia en las fronteras y el trabajo informal cada vez más precario en el norte global, parece que es el momento adecuado para una película así, por más que duela. 

Aun así, creo que lo mejor que hace el cineasta surcoreano aquí es ofrecer un poderoso argumento antiespecista. Si nos ponemos a pensar, es claro que, a la larga, Mickey refleja el mismo destino de cientos de miles de animales en cautiverio cada día. Mickey es literalmente criado para morir. Es sometido a procesos de transformación corporal por un fin económico. Es perfectamente dispensable y negado de carácter moral: su muerte es conveniente porque es fácilmente reemplazable. La tortura física se justifica en nombre de la ciencia y el bien común. Casi todas las violentas muertes de Mickey provienen de la necesidad de experimentar bienes fundamentales para los habitantes del futuro planeta: intoxicación por radiación, ausencia de oxígeno en la nueva superficie, una vacuna para un nuevo tipo de virus, etc. No sorprende, además, la solidaridad entre especies que emerge entre los Mickey y las extrañas criaturas que habitan en este planeta, quienes le salvan la vida al Mickey 17. Allí donde Okja ofrecía una mirada hiperbólica del drama ecologista, este film consigue convencernos de la tortura sistemática a la que se someten muchos animales no humanos por culpa de un sistema estructuralmente opresivo, siempre dispuesto a la violencia. 

También es cierto que, debida a la disparatada puesta en escena y el trabajo de Mark Ruffalo y Toni Collette, esta también es una película sobre el control oligárquico sobre los recursos naturales, la relación entre los súper ricos y el espectáculo, la prédica de un tecnooptimismo que sugiere que no vale la pena seguir rescatando este mundo y que conviene ir pensando en el siguiente. Es particularmente estremecedor el fanatismo de los seguidores de Kenneth Marshall, el  excongresista que lidera la expedición y que es interpretado con suficiente carisma por Ruffalo. ¿Qué nos dice que la promesa de un multimillonario ultrarreligioso de llevarnos a conquistar un nuevo planeta nos parezca tan ridículo en la pantalla? Allí donde la sátira de Don’t Look Up (2021) parecía se parecía demasiado a la caricatura, el tono ligero y autorreferencial de Bong Joon-ho tiene mucho más balance, y la historia de millonarios como supervillanos se siente mucho más fresca. 

Es cierto que Mickey 17 dista de ser perfecta: por ratos parece un pastiche de las otras películas de Bong Joon-ho en EE.UU., que el guion a veces se sale de control y que el tono puede parecer demasiado ligero por su propio bien, pero nada de eso niega la importancia inmediata de tener un film así, que utiliza la comedia, y la comedia de tontos y farsa, como un mecanismo de protesta política, como un indicador sintomático del tipo de violencia que el sistema produce sin temor en tantos cuerpos como el de Mickey. Al menos por ahora podemos reírnos de eso.

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