El lugar y el momento es Lima, Perú a mediados de los años noventa. Ante la necesidad de ingresos adicionales, muchos limeños de clase media muy venida a menos transformaron sus vehículos particulares en taxis improvisados. La cineasta responsable del documental acompañará a varios de estos conductores (como un profesor, un funcionario judicial, un actor o un policía) mientras comparten sus historias personales, sus desafíos cotidianos y sus reflexiones sobre la vida en una ciudad marcada por la inestabilidad.
Hace algunos años, ya habiendo visto el documental por primera vez en una calidad lamentablemente muy pobre, estaba haciendo una compilación de películas extranjeras que tenían al Perú como un escenario relevante dentro de su narrativa. Claro que, al tener eso en cuenta, títulos como Fitzcarraldo de Werner Herzog o The Last Movie de Dennis Hopper están entre los primeros que a uno se le ocurre, dado que son casos de cineastas de afuera que vinieron a nuestro país a filmar, contando con financiamiento de sus respectivos países para hacerlo.

Fue durante esa búsqueda de títulos que la cinta de Heddy Honigmann llegó a mi cabeza. Y es que, claro, estamos hablando de una película dirigida por una mujer que, si bien nació en el Perú, vivió buena parte de su vida en Holanda (ahora Países Bajos), siendo ajena a la situación que se vivía en nuestro país en aquel entonces. Volvió al Perú, con fondos neerlandeses, para filmar un documental que sería transmitido en la televisión de ese país, algo que ella misma expresa con total sinceridad en un punto de la cinta.
Sin embargo, a pesar de tener esta información, igual solemos asociar esta película como parte del corpus del «cine peruano», cosa que, técnicamente y en rigor, no es correcta (por lo que obviamente la terminé incluyendo dentro de dicho compilado de «filmes extranjeros»). A diferencia de lo hecho por Herzog o Hopper, a este documental no lo vemos como la producción foránea que es. Entonces, ¿por qué igual nos gusta creer y sentir que es una película peruana? Bueno, creo que la respuesta es simple y se resume en una sola palabra: identidad.
Cuando uno, como peruano, ve Metal y melancolía (o Metaal en melancholie, como se llama originalmente), siente una relación de cercanía instantánea. Y es que, al ver filmes como los ya mencionados, es obvio que la visión de quienes los hicieron es ajena al Perú, y eso está perfecto. Dicha visión ajena no impide que ambas sean asombrosas, porque, a fin de cuentas, su objetivo es usar al país para contar algo personal que puede o no tocarnos de cerca. La diferencia de lo hecho por Honigmann radica ahí, ya que ella usa la cámara para que, mediante los testimonios de los taxistas, el Perú o Lima hablen por sí mismos. La cineasta deja de lado cualquier tipo de ambición personal para que, en su lugar, sean las propias personas las que le den forma al relato, perdiendo así cualquier rastro de perspectiva foránea.

Esto es importante, porque de haberla mantenido, la película corría peligro de caer en ese lugar común del clásico relato tercermundista donde uno se siente obligado a sentir pena por las peripecias que el país (Perú o cualquier otro) atraviesa. Por supuesto que hay momentos de dureza, tratándose de un país que vivía una profunda crisis social y económica. Muchos de los entrevistados eran personas que anhelaban una vida distinta a la que les había tocado vivir, teniendo profesiones que podrían desempeñar, pero que las condiciones del momento les impedían ejercer plenamente.
No obstante, aun con sus desdichas, Honigmann les permite a estos limeños de clase media baja mantener la frente en alto. No los muestra solo como pobres víctimas, sino también como seres humanos que, además de llorar, también ríen, aman o simplemente reflexionan sobre la situación con la serenidad suficiente como para enfrentar sin mayores complicaciones cualquier mal que venga. A fin de cuentas, de ahí parte el título de la cinta: el metal simboliza a un peruano curtido por la tragedia, y la melancolía representa esa sensibilidad que, paralelamente a los golpes recibidos por la vida, le permite salir adelante sin dejarse consumir por las adversidades.
Es así que vuelvo a lo que dije antes respecto a cómo la identidad es lo que nos hace ver a esta película como nuestra. Podrán seguir pasando los años, pero los lugares, los sonidos, las personas y, sobre todo, lo que estas dicen, se conservan. La cineasta, mediante una naturalidad única, logra meternos en esos improvisados taxis, aprovechando los recursos que cada espacio le provee para que el viaje sea llevadero y permitiéndonos, al mismo tiempo, sentir la cercanía suficiente para empatizar con cada testimonio.

Es triste saber que muy poco ha cambiado en poco más de tres décadas, teniendo actualmente muchas historias que no distarían mucho de las vistas acá. Pero si algo logra Metal y melancolía es no echarle sal a la herida ni hacer que, hasta el día de hoy, nos sigamos lamentando. Al contrario, es ese humanismo tan potente que tiene, sumado al cariño con el que trata a cada uno de los taxistas a quienes retrata (mostrándolos junto a sus vehículos, como si fuera una extensión de ellos mismos), lo que vuelve a este documental una obra con un potencial introspectivo inagotable.
Al verlo siendo del Perú, se abre la posibilidad de ver de manera frontal toda esa serie de problemas que tuvimos, tenemos y seguiremos teniendo, sin nunca perder la capacidad de ingenio y resiliencia que nos caracteriza. Podrá ser un optimismo ingenuo, quizá, pero no hay cosa que justamente nos identifique más que el poder de seguir incluso si la suerte no está de nuestro lado en lo absoluto. Heddy Honigmann entendió eso a la perfección, y ya es motivo más que suficiente para hacer de su trabajo una pieza fundamental del cine peruano, la cual por fin pudo verse, gracias a un excelente trabajo de restauración, en la calidad que merece.
Deja una respuesta