Una mirada en la vasta nieve de los Alpes
El debut directorial de la francesa Louise Hémon se titula The Girl in the Snow, estrenada en la Quincena de Cineastas de la 78ª edición del Festival de Cannes.
Si bien la directora ya ha trabajado en diversos documentales, finalmente se adentra en el mundo de la ficción, rodeada por el imponente blanco de los Alpes franceses. Con Galatéa Bellugi en el rol protagónico, Hémon nos presenta a Aimée, una profesora que llega a un pueblo remoto para enseñar a los menos favorecidos en el año 1899. Se trata de un grupo de niñas y niños pertenecientes a una comunidad muy conservadora y cerrada, cuya resistencia al cambio termina entorpeciendo el proceso de alfabetización.
Los choques culturales entre Aimée y los pobladores no tardan en llegar, y el duro invierno alpino refuerza la tensión. El entorno se convierte en un personaje más, sembrando las bases de los elementos de género que se irán desplegando a lo largo del relato. Las creencias que llenan los vacíos donde debería haber llegado la educación son impuestas por las generaciones mayores, contra las que Aimée debe enfrentarse en el silencio blanco de las montañas. La película parece apuntar al poder de la ignorancia: cuando no se contrasta con la información, esta se expande y enraíza en las mentes susceptibles, perpetuando una cosmovisión cerrada para las generaciones venideras.

A medida que avanza la historia, Hémon nos sitúa en un terreno de suspenso. Los pasos en falso que dan los contemporáneos de Aimée, y el interés que ella suscita, evocan la figura de una femme fatale tras la misteriosa desaparición de varios chicos del pueblo, quienes se cree han sido tragados por el invierno. La búsqueda colectiva de respuestas ante un entorno tan hostil como las tormentas de nieve refleja el deseo humano de arrojar luz, una luz que jamás parece suficiente para penetrar esa oscuridad gélida.
Marine Atlan, directora de fotografía, nos transporta a una época pasada, entre nostalgia y esoterismo. Su trabajo crea imágenes de ópticas que remiten a lo antiguo, a una ilustración difusa que Aimée, como mujer culta, intenta imponer sin éxito. Es un acierto del equipo cómo ese intento se ve constantemente aplastado por su entorno. Incluso el peso de la época —ambientada en 1899, en plena transición al siglo XX— resulta abrumador. Es fácil mirar a la protagonista con ojos contemporáneos y comprender su frustración ante el rechazo que recibe la educación occidental por parte de la comunidad.
Como peruana, no puedo evitar pensar en cómo los procesos de “culturizar a una población”, incluso enseñándoles otro idioma, siempre implican el riesgo de nublar o silenciar la cultura que ya existe y que tiene algo propio que transmitir a las siguientes generaciones. Un diálogo resume esta tensión: durante el segundo acto, Aimée conversa con sus alumnos sobre el nuevo milenio, y uno de ellos le dice que ella no estará viva para ver el año 2000.
Esa es, finalmente, la sensación que evoca esta película: que las luchas individuales y los esfuerzos por colonizar culturalmente o transformar una comunidad a través de la educación se vuelven minúsculos frente al contexto de una naturaleza inmensa e ininterrumpible. Frente a los espacios que habitamos —y lo que ellos deciden hacer con nosotros—, nuestras intenciones se desvanecen. En este caso, el hipnotizante y durísimo entorno que nos muestra Hémon nos remite a nuestra propia humanidad, y a cómo esta es vista desde fuera, a través del paso del tiempo.

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