Cuatro estudiantes recién egresados pasan un día en Tokio tras sus exámenes de ingreso, involucrándose en juegos eróticos y cantos subversivos con un profesor ebrio. Esa canción transforma su deseo en una fantasía de poder que desemboca en violencia, dejando al descubierto la represión sexual y política en la sociedad japonesa de los años 60.
Hay películas que suelen iniciar con un enfoque claro respecto a las ideas que desean elaborar, cuando, en lo que a estructura narrativa se refiere, siguen un orden y este se acaba perdiendo. Me refiero a los casos en que todo parece apuntar hacia una dirección y, de manera inesperada, la obra termina por descarrilarse o querer tomar muchas vías sin llegar a una en concreto. En este largometraje de Nagisa Ōshima sucede lo contrario, ya que podría decirse que, durante el desarrollo, va encontrando un verdadero propósito sobre lo que quiere contar y cómo desea hacerlo.
Ya desde el título se notan esas ganas de provocar, usando el erotismo como una herramienta de rebeldía, un juego jocoso que los cuatro jóvenes protagonistas usan para dar rienda suelta a lo que simplemente es una fantasía. Sin embargo, lo que eventualmente vemos es la maduración de esa fantasía, que toma forma a niveles que, a ojos de hoy, pueden resultar incluso indignantes. Es ahí donde regreso a lo dicho en el párrafo anterior, diciendo que esta es una película que encuentra sobre la marcha lo que quiere contar.

En sus primeros 20 minutos, lo único que hace es presentarnos a los protagonistas para ver cómo deambulan por la calle, hablando de temas diversos relacionados con su vida y con lo que quieren decir o hacer. Esto recuerda, aunque con cierta lejanía, a Los inútiles (I Vitelloni, 1953) de Federico Fellini por esas interacciones de hombres a la deriva. Por supuesto, la comparación queda ahí, ya que, mientras el italiano lo hacía de una forma más sentimental e inclinada al neorrealismo, Ōshima opta por jugar más con cuestiones formales que se sienten surreales. Además, el tono que da, incluso desde ese momento, puede generar incomodidad por el modo en que trata, con ligereza e incluso de forma lúdica, situaciones de violencia.
Una vez que ocurre el gran detonante, uno va comprendiendo mejor lo que el cineasta quiere decirnos, teniendo como figura importante la del profesor, quien les enseña esa pegajosa y muy cuestionable canción. Dicha canción, si se tiene presente el contexto histórico japonés, era usada como una forma de rebelión frente a conductas que iban en contra de cierta idea de patriotismo, como si se tratara de una resistencia o reivindicación de los valores tradicionales.
Apenas sucede la tragedia vinculada al profesor, notamos que las lecciones tal vez no fueron comprendidas, ya que esa idea de rebeldía se transforma en una visión tóxica que, sumada a los propios deseos de los personajes, termina convertida en una fantasía de poder. Ahí es donde Ōshima consigue que la situación escale de forma insospechada, trayendo consigo simbolismos que van más allá de la simple fantasía juvenil.

Al mismo tiempo, juega con nociones históricas de Japón, exponiendo las falencias de un país que tal vez, desde su base, se planteó de forma incorrecta. Esas fallas habrían generado, en su opinión, un sentido de pertenencia fútil hacia una nación que no ofrece más que opresión y una idea de resiliencia que, lejos de generar orgullo, solo endurece la sensibilidad.
Es ahí también donde los personajes femeninos cobran una importancia prominente. Lo que al inicio parece estar al servicio de una mirada masculina posesiva se transforma, progresivamente, en una toma de agencia y emancipación. Queda atrás esa supuesta dominación que ellos tenían en la cima de la pirámide (forma que, por cierto, tiene el edificio donde llevan sus clases), y el desenlace muestra a esos hombres queriendo aferrarse desesperadamente al poco poder que les queda, en un triste espectáculo donde intentan materializar esa perversión anhelada.

Por todo eso, encuentro en la película una fuerza que, para su antigüedad, sorprende que ya no se vea hoy. Sin necesidad de ser explícito, Nagisa Ōshima interviene los cimientos que supuestamente sostienen a su país, que, como el resto del mundo, estaba atravesando cambios en su sociedad. Y en lugar de abrazar esos cambios propios, lo que hace es o tomar luchas ajenas o tergiversar viejas costumbres, dándoles una vuelta moderna que solo las empeora. Así, esa “canción de sexo” pasa de ser un juego de rebeldía inocente a un acto inenarrable que desvirtúa la cuestión.
Lo que hace es una autocrítica a ciertos comportamientos autoindulgentes de su nación, usando a estos cuatro jóvenes para mostrar que esa supuesta rebeldía o libertad no es más que una forma de perpetuar viejos valores aún vigentes. Cantar una canción de sexo (Nihon shunka-kô) no solo desarma las fantasías juveniles de poder, también desnuda los mecanismos con los que una sociedad reprime, controla y reproduce sus vicios disfrazados de tradición. Tal vez por eso incomoda, porque lo que señala (esa masculinidad infantilizada, esa patria que exige sumisión) sigue presente, aunque con otras máscaras. Ōshima lo sabía, y por eso su cine sigue quemando.
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