Un expiloto de Fórmula 1 vuelve inesperadamente a las pistas para integrarse a un equipo en decadencia y colaborar con un joven corredor que lucha por encontrar su lugar. En medio de tensiones, desafíos técnicos y presiones externas, ambos deberán aprender a trabajar juntos en un mundo donde la pasión por correr se ha visto eclipsada por intereses comerciales.
Está claro que vivimos en una época que subestima lo mal llamado “viejo”. Si bien hoy tenemos toda una clase de nuevas herramientas a nuestro alcance, muchos creen que basta con formar parte de esa “sangre nueva” para dominarlas, creyendo que responderán de forma inmediata. A esto se suma una lógica cada vez más evidente, donde la ruta al éxito mediático ya no depende del reconocimiento por destacar en una disciplina, sino de métricas frías. Basta con revisar las redes sociales de músicos, deportistas o actores para notar la necesidad constante de validación, donde mientras más público la otorgue, mejor.
No obstante, esto no es necesariamente culpa de quienes posan frente a las cámaras. Muchos pueden estar ya absorbidos por esta lógica de validación constante, pero hay otros que lo hacen por órdenes superiores. Es ahí donde se encuentra el verdadero mal, el cual toma la forma de una maquinaria que ha trivializado talentos muy apreciados, haciéndoles creer que un like importa más que la verdadera gloria que se alcanza al trascender en lo que uno ama.

Ya en la magistral Top Gun: Maverick, el director Joseph Kosinski había demostrado (junto a Tom Cruise) que, aunque la tecnología avance, aún existe talento humano dispuesto a no quedar obsoleto. Ese talento puede servir para guiar a nuevas generaciones, mostrarles la importancia del trabajo en equipo y cómo este, cuando funciona, puede lograr grandes cosas sin importar el nivel tecnológico. En dicha cinta, la cruzada era personal, con el propio Cruise usando la historia para recordarnos que todavía se puede confiar en el cine de gran escala sin depender exclusivamente de las nuevas tecnologías.
Ahora, tras sorprendernos con la secuela del clásico ochentero, Kosinski apuesta por algo más terrenal, en todo sentido. Cambia los cielos por las pistas de carrera, llevándonos a un espectáculo que, aunque más cercano, también refleja lo banal en lo que este se ha convertido. Sonny Hayes (Brad Pitt) es alguien que supo saborear la fama en el pasado. Así lo atestiguan reportajes y portadas de revistas. Sin embargo, no se le recuerda por su talento al volante, sino como “ese que pudo ser y nunca fue”.
Hoy vive relativamente tranquilo, corriendo en competiciones de menor escala, aunque sigue atormentado por el pasado. Un accidente truncó su carrera y, desde entonces, esa imagen regresa en sus sueños. La calma del mar, en los primeros planos del filme, simboliza la paz que anhela pero no logra alcanzar. Todo cambia cuando recibe una propuesta de Ruben (Javier Bardem), un viejo amigo que actúa como nexo entre su mundo y otro mucho más frío y ajeno. Como un vaquero contemporáneo, Sonny saldrá a cabalgar una última vez por un territorio que alguna vez fue suyo, pero que el tiempo ha transformado por completo.

Ya dentro del equipo de Apex (no precisamente el más estimado de la Fórmula 1), Sonny deberá demostrar que aún tiene algo que ofrecerle al mundo del automovilismo. Tal vez, incluso, logre saldar cuentas con su pasado. Pero el camino no será fácil. Desde el inicio, se enfrenta a Joshua Pearce (Damson Idris), un joven corredor talentoso pero inexperto. Lo que comienza como una tensión inevitable se convertirá en el corazón de la película, y su relación de mentoría es uno de los aspectos más logrados del filme.
Joshua, incapaz de canalizar su potencial, aprenderá a la fuerza que para triunfar en las carreras (y en cualquier ámbito) no basta con el talento ni con los reflectores, entendiendo que hay que ir más allá de la lógica mercantilista. Aquí es donde aparece la palabra que guía todo el filme: “propósito”. La mayoría de los personajes, incluido Sonny, parecen haberlo perdido, tanto en lo personal como en lo profesional. No basta con competir, ganar o diseñar el mejor coche, una preocupación que Kate (Kerry Condon), otro personaje clave en el viaje de Sonny atraviesa. Hay que saber por qué se hace, tener una meta clara y entender qué se quiere dejar atrás.
Es cierto que la película no es la más original en su narrativa, siguiendo la estructura clásica del viaje del héroe. Pero sería un error detenerse únicamente en lo predecible. Kosinski construye personajes con una tridimensionalidad que rara vez se ve en el blockbuster contemporáneo. Acepta sus imperfecciones y las convierte en puntos de partida para que el espectador disfrute el momento en que estos logran reencontrarse consigo mismos y hallar su rumbo.

Esa evolución personal cobra aún más fuerza cuando se contrasta con el verdadero antagonista del relato: un sistema corporativo que desvirtúa la noción de éxito. Como en otras grandes películas de automovilismo —como Contra lo imposible (Ford v Ferrari, 2019) de James Mangold o la injustamente vapuleada Meteoro (Speed Racer, 2008) de las hermanas Wachowski— F1: la película traza con claridad esa línea divisoria entre la pasión por correr y la lógica impuesta por los intereses comerciales, que enceguece a quienes viven bajo los reflectores.
Por supuesto, no se puede dejar de lado el apartado técnico, que está a la altura de lo mejor del cine de acción contemporáneo. Para alguien que sabe poco o nada sobre la Fórmula 1, se agradece que Kosinski, con el formidable trabajo del director de fotografía Claudio Miranda, logre capturar carreras con una epicidad que remite a los mejores momentos de Maverick. Esta intensidad cobra especial fuerza en el clímax, donde se concreta ese “milagro” al que Sonny aludía en una conversación con Ruben. En medio de la emoción, el director nos sumerge en la perspectiva del protagonista, quien, luego de enseñar a Joshua los verdaderos valores del automovilismo, logra impulsarse una última vez para alcanzar lo imposible, incluso si las circunstancias no estaban a su favor.
Más allá de los autos o la adrenalina, F1: la película es, ante todo, una película sobre segundas oportunidades. Sonny Hayes, entre la calma anhelada y los fantasmas del pasado, entiende que aún tiene algo que ofrecer con su talento. Sabe, además, que el mundo actual, tan distinto al que conoció, no lo recibirá con los brazos abiertos. Por eso, deberá abrirse paso con base en su experiencia, para que tanto un nuevo talento como todo un equipo comprendan que la fama debe quedar siempre por detrás de la habilidad real, esa que permite trascender.
Es cierto que hay cuestiones que se le pueden objetar, como su montaje, sobre todo fuera de las escenas de carrera, que puede resultar caótico, y el segundo acto quizás habría funcionado igual de bien con una duración menor. Pero fuera de eso, estamos ante un filme formidable. A la resiliencia del protagonista se suma un enfoque claro en la relación entre el hombre y la máquina, donde sin respeto, comprensión y dominio mutuo, no puede haber victoria. Una película emocionante en todo sentido.
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