Marcos (Job Mansilla) es el típico peruano fanfarrón, buscavidas, chamullero y hasta buscapleitos cuando lo cree necesario. Él es uno de los tantos migrantes que sobreviven malamente en el Madrid del año 2008, cuando la burbuja de las hipotecas inmobiliarias reventó y sumió a gran parte del mundo occidental en una gran recesión.
El peruano pasa eventualmente algunas noches en casa de su amiga (no sabemos si llamarla pareja), Beatriz y suele conversar con sus amigos Sergio (Álex Monner) y Celine, apodada “la rusa” (la actriz polaca Eliza Rycembel). El primero es el guardián de una gran construcción que es abruptamente detenida y la segunda es mesera en un restaurant dirigido por un compatriota suyo. Posteriormente los tres amigos van a terminar en la construcción abandonada que es a la vez símbolo del abandono y crisis en la que viven estos personajes marginados, como también lo más próximo que puedan tener a un hogar.

Los primeros minutos de la cinta son un poco difíciles, pues mientras van apareciendo los personajes no sabemos bien de qué va el asunto. Si a esto le sumamos la aparente actitud chocante de Marcos, pues el enganche con el público es algo complicado. Pero a medida que vamos conociendo mejor a los personajes, conociendo su día a día y escuchando sus historias, uno termina por identificarse con ellos y empieza a preguntarse qué les pasará, y si su situación mejorará algún día.
El tratamiento visual de los directores Javier Barbero, español, y Martín Guerra, peruano, es en apariencia simple, pues casi todo nos es contado a través de planos fijos. Pero no son planos cualquiera: existe mucho cuidado en el equilibro de las composiciones, en guardar la simetrías y en manejar contrastes sobre todo cuando se recurre al plano contraplano (el momento en que anuncian a los trabajadores la suspensión de la obra es un buen ejemplo de ello).
Hay en esta narrativa visual mucho de Fernando León de Aranoa y su imprescindible Los lunes al sol (2002) y de hecho hay un par de encuadres de los tres personajes principales tumbados mirando al cielo, que son un homenaje directo a esta cinta ganadora de varios Goya. Pero también son dignos de destacar los diálogos: frescos, naturales, amenos. En ellos, más importante que lo que se cuenta es la información subyacente que nos revelan de los tres personajes principales, que tienen muchas cosas en común (la juventud, el desempleo, el desgano), así como muchas diferencias, empezando por sus lugares de origen.

Otro punto importante es la música de Cristóbal Fernández (también editor del film), que aparece poco, pero lo hace justo en los momentos precisos y no es grandilocuente ni estrepitosa, pues se limita simplemente a unos acordes de guitarra que se relacionan muy bien con el carácter de los personajes, sus situaciones y los temas inicial y final de la película. Por cierto, el tema final, un tema cantado que no revelaremos, es una grata sorpresa para los amantes del rock peruano y definitivamente va con los sentimientos que se guardan sus personajes.
Si bien el cierre es un poco gaseoso y quizá algo extenso, los directores intentan cerrar la historia de cada uno de sus personajes con algo de optimismo. Aunque no se trata de un final feliz, tampoco es una tragedia y la cámara los deja a cada uno haciendo lo que mejor saben hacer: sobrevivir, aunque cada uno a su manera.
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