¿Hemos olvidado el sentido de urgencia? La pregunta funciona tanto en el plano de la crítica y creación cinematográficas, como en el del rol político que tenemos todos como sociedad. Uyariy (2025) de Javier Corcuera es un documental creado desde esa urgencia, desde la necesidad de un tiempo en el que el silencio en Perú es impuesto con leyes y balas. El título significa “escuchar” en quechua. Los testimonios de los deudos y personas vinculadas a las matanzas ocurridas en Puno a inicios del 2023 son reunidos en este largometraje en un intento de sintetizar algo a lo que parecemos habernos acostumbrado a escuchar como sonido ambiental en la capital: los clamores incansables de los peruanos de otras provincias, despojados de sus derechos, exigiendo justicia.
Ante cada nuevo estreno cinematográfico, las expectativas de lo que una película debe conseguir incluyen la experimentación, la innovación, cuidados formales, y el cumplimiento de ciertos parámetros que no siempre coinciden con la naturaleza del proyecto. No todas las películas parten de esta misma voluntad ni tienen por qué hacerlo. El autor de la obra es secundario en Uyariy. Lo que tiene por mostrar el film es lo relevante, y sentimos su deseo de hacerlo sin más demoras ni dar más vueltas. El documental inicia con imágenes en crudo, con videos grabados a modo de registro inmediato de la violencia mortal cometida por las fuerzas policiales del gobierno de la ciudadana Dina Boluarte. La crudeza de los hechos se traslada y se vuelve, a su vez, crudeza estilística. Los primeros datos que entrega el documental no nos resultarán tan distantes del dolor registrado durante el conflicto armado interno. En nuestro país, se sigue creando arte en torno a dicha etapa, cuyo duelo ha sido negado bajo el discurso de que todo peruano debería agradecer que ese conflicto terminó pese a las masacres ahí ocurridas. Este es un elemento nuclear del filme: no aceptar el discurso oficial, sino responder a él y hacer resonar lo sucedido a través de la cinematografía.

El nivel de detalles que los entrevistados recuerdan sobre cada ataque, cada proyectil lanzado y cada muerte presenciada es mostrado sin ninguna banda sonora ni efectos de cámara particulares. No los necesitan. No se busca crear un relato que exacerbe sensibilidades momentáneas en el público. Los ojos conteniendo las lágrimas y las voces quebradas son suficientes y necesitan ser tratadas en su naturalidad e integridad. Vemos un recojo y exposición de los testimonios que preserva la dignidad de las víctimas y deudos. Las audiencias son confrontadas a escuchar con claridad lo que ha pasado, sin cintillos ni rótulos de noticieros que revisten todo de sensacionalismo (muchos, con segundas motivaciones alineadas al discurso político racista). Decenas de casquillos y cartuchos de gases lacrimógenos, perdigones y balas disparados durante la represión criminal son mostrados en el encuadre con la aclaración de que son solo una pequeña parte de todo lo que quedó en los suelos de Juliaca. Así también el cine es una recolección de voces que, ante la magnitud de la realidad, es limitada e ínfima.
“Reconocen Machu Picchu, todo eso lo aplauden, pero a los hijos que venimos directamente de esa sangre, no nos reconocen como peruanos, no nos escuchan”: las palabras de los entrevistados nos encaran y nos inquieren en nuestras bases más que muchos estudios sociológicos. Los asesinatos ocurrieron a miles de kilómetros de la capital, pero tienen que ir hasta Lima esperando sensibilizar a los habitantes. Quienes vivimos en Lima nos hemos convertido en una suerte de segundas autoridades (y esto no es un halago) con poder de decidir lo que debe estar en agenda, en la conversación pública, y lo que puede seguir siendo una nota más en los medios noticiosos. Es como si siguiéramos en el paso entre los siglos XIX y XX, cuando se importaban esculturas de catálogos europeos y se instalaban monumentos por toda la ciudad esperando proyectar una imagen cosmopolita ante la mirada extranjera, mientras el gamonalismo y el genocidio del caucho (abordado en otra película peruana del Festival de Cine de Lima, La memoria de las mariposas) oprimian y sacrificaban a las vidas provincianas en nombre del progreso capitalista. El documental evidencia que no es algo de lo que podamos responsabilizar a alguna generación en particular, porque hay hombres y mujeres adultos, ancianos y muy jóvenes movilizándose con pancartas, atendiendo a heridos en protestas o desactivando bombas. El nivel informativo del documental, que parece inherente a su género, se vuelve quizás lo único necesario ante lo cuestionable de tratar de indagar en los juegos adicionales que el lenguaje cinematográfico permite.

Sin la indignación y el sentido de urgencia que aún habita en muchas personas, no existiría esta película. Aunque el genocidio palestino parece demostrar cada día que esperamos que la muerte no sea noticia, sino historia, para que nos indigne y conmueva, el cine sigue teniendo parte de la función primigenia vinculada a la realidad inmediata, con la que nació hace más de un siglo atrás. Uyariy tiene el valor de realizarse y existir antes de que la censura sobre el cine peruano siga avanzando para impedirnos escuchar. Alice Diop contaba en una masterclass en el festival Visions du Réel que, aunque no siente que el cine tenga la capacidad de hacer desistir a los gobernantes en sus decisiones discriminatorias, si permite tanto al cineasta como a las audiencias ser una válvula de escape ante la angustia y no caer en la locura. Diop contaba, además, que hace cine buscando conservar existencias y sentires que podrían desaparecer si no fueran filmadas. Uyariy es un cine de denuncia y también una enunciación contra el entierro al que quieren sumir a las vidas apagadas, para cumplir con lo que las voces ceremoniales que escuchamos en el filme recitan y cantan: los muertos están seguros de que la justicia llegará.
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