En un Brasil distópico donde los ancianos son aislados por el Estado, Tereza, una mujer de 77 años pierde su trabajo y su autonomía. Decidida a recuperar el control sobre su vida, se embarca en un viaje a través del Amazonas que la enfrenta al absurdo de un sistema que margina a quienes ya vivieron demasiado.
Normalmente, los relatos distópicos suelen estar protagonizados por gente joven o, en todo caso, por personas que no son tan mayores, como Brazil (1985), de Terry Gilliam, o V de Vendetta (V for Vendetta, 2005), de James McTeigue. Esto quizá se deba a que, al tratarse de individuos con un futuro por delante, todavía se les permite soñar con un mañana mejor, enfrentándose a todo aquello que parezca impedir ese progreso. Sendero azul, la nueva película de Gabriel Mascaro busca ir en contra de esa lógica narrativa, teniendo como heroína a una mujer de avanzada edad.
Desde luego, esta decisión está ligada al tipo de distopía que se representa aquí, una que, a decir verdad, no parece estar para nada alejada de lo que podría suceder en nuestra realidad. En esta versión de Brasil, ya desde el primer segundo, el gobierno de turno, que durante toda la película opera como un poder omnipresente, establece sus reglas, invitándonos a mirar siempre hacia el futuro, sin tener en cuenta a quienes, por su tiempo de vida, ya no podrían gozar de él: los ancianos.
Mascaro presenta una sociedad donde no hay espacio para aquello que se considera viejo, visto como una condición extraña, no deseada, que debe evitarse. A quienes alcanzan dicha etapa de la vida se les restringen libertades y se les fuerza a aceptar un rol pasivo. Este es el caso de Tereza, quien, tras perder su trabajo debido a su edad, debe depender de otras personas, sin capacidad alguna de decidir qué puede hacer o hacia dónde puede ir. Su hija, en vez de verla como madre, la considera una propiedad más, útil solo para sacar provecho de esta falsa idea de progreso que el gobierno promueve.
Por esta razón, Tereza buscará distintas formas de alcanzar su objetivo de viajar en avión y escapar. Una vez tomada esa decisión, la película adopta el tono de una aventura, con la protagonista probando diversas alternativas. Sin embargo, lejos de obtener aquello que cree tan ansiado, termina, quizá sin planearlo, entendiendo que la libertad está justamente en eso: en vivir. Más allá de su vida como trabajadora en una fábrica, de su amiga y su familia, Tereza no conocía mucho más.
Así, comprende que el encierro no solo se manifiesta en las jaulas o los viajes forzados que impone el gobierno, sino también en su propio estilo de vida, el cual siempre la limitó a un pequeño grupo de tareas y personas con las que interactuar. Sus aventuras, exitosas o no, le revelan que existe algo más allá de esa vida contenida. Incluso la decisión técnica del aspect ratio cuadrado sugiere visualmente ese encierro, pero, a medida que el mundo se llena de colores y vitalidad, Tereza redescubre una energía que creía perdida a causa de los mantras repetitivos del régimen.
Ahí radica lo mejor de Sendero azul. Si bien es una película que no se libra de ciertos excesos, como su coqueteo con el subrayado de ideas sobre la sociedad o una dimensión alucinatoria poco desarrollada y de cierre ambiguo, no deja de ser un relato marcado por un tono esperanzador. No resulta cruel, pero tampoco complaciente con su protagonista, interpretada con solidez por Denise Weinberg, quien compone a Tereza de forma lo suficientemente interesante como para generar empatía constante. En suma, Gabriel Mascaro entrega una película que puede divertir y conmover por igual. Se entrega por completo a su premisa delirante para construir un mundo donde, incluso en los momentos más desesperanzadores, se invita a seguir adelante, sin importar la edad.
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