Zafar de «Zafari»
Zafari (2024) muestra una distopía cercana en el tiempo (e incluso con referencias del pasado relativamente reciente) y en el espacio (podría ocurrir o haber ocurrido en varios países latinoamericanos). Todo sucede en un edificio lujoso con piscina, en el contexto de una crisis económica en un país innominado, lo que genera una situación de escasez de alimentos y servicios básicos; ante lo cual, parte de los habitantes han emigrado al extranjero o están por hacerlo, incluyendo la familia protagonista.
En paralelo, aparecen unos vecinos más bien precarios en una zona adyacente que presionan para poder usar la piscina, en una situación de tensión social que se reproduce generacionalmente al interior de una de las familias, en torno a la que gira buena parte de la trama. A lo que se suma la instalación de un zoológico en las cercanías al edificio, donde resalta la presencia de un hipopótamo cuyo nombre da el título a la película y al que otra familia debe alimentar.
Así presentados los contenidos iniciales, la cinta prometía un desarrollo interesante, ya que el argumento se presta para un thriller futurista con exploración de lo primitivo e implicaciones políticas. Lamentablemente, ello no ocurre ya que este se focaliza en lo cotidiano, aletargando la intensificación dramática hasta anularla. En efecto, los personajes enfrentan obstáculos para sobrevivir, pero los resuelven con relativa facilidad. Mientras que las tensiones se plantean, pero también se solucionan tras negociaciones razonables impuestas por el sentido común más elemental.
De esta forma, la acción se vuelve repetitiva, abúlica y no hay nada peor para el público y el crítico que la sensación de estar presenciando demasiado relleno innecesario. Incluso la parte supuestamente más cruda resulta lógicamente esperable y no produce mayor sorpresa ni impacto, dado que buena parte del filme se dedica a mostrar gradualmente el agotamiento de los alimentos, la falta de agua, electricidad, etc., una y otra vez. Todo ello pese a los laudables esfuerzos de los actores para dar sentido y mantener las motivaciones de sus personajes.

De otro lado, no se explica cómo ni por qué la gente acepta esta situación, ni tampoco por qué Edgar (Francisco Denis), el padre de la familia protagonista, que podría llevarse su familia fuera del país con relativa facilidad, no lo hace. La justificación de estos vacíos o temores reside en el misterio que envuelve al entorno distópico; o sea, que no se sabe bien a dónde quiere llegar la película. No sorprende, no asusta, no inquieta, no da risa, solo aburre y uno aguanta para ver cómo acaba todo. Lo único bueno es el final, porque con este concluye el tedio y –todo hay que decirlo– por (inesperadamente) estar bien hilvanado en términos dramáticos.
Según las coguionistas, la venezolana Mariana Rondón y la peruana Marité Ugás, el objetivo del filme es mostrar la deshumanización a la que se llega cuando se viven situaciones extremas, como las que han ocurrido en determinadas coyunturas en países latinoamericanos, a las que se alude en el filme. Sin embargo, al enfocarse en la cotidianeidad de los personajes y ralentizar la acción, la película pierde la ansiedad e impulsividad de lo instintivo, le falta el furor de lo salvaje y corre el riesgo de trasladar el hastío de los personajes al público espectador.

Hacer películas donde sus contenidos aspiren a ser metáforas, alegorías, explorar mediante subtextos, etc., no es fácil. No hay reglas ni recetas seguras para lograrlo. En algunas ocasiones funciona y en otras no. Este es un caso donde no funciona. Debido a que, desde el punto de vista narrativo, hay vacíos que desarticulan irremediablemente la acción y redundancias que la desinflan. Y, desde el lado alegórico, se cae en la obviedad y de lo presuntamente subliminal; al punto que no veo la necesidad de interpretar ni a los personajes ni al hipopótamo, más allá de lo evidente. No es una obra lograda, así que quizás sea mejor zafar de Zafari.
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