Tener una aptitud para la sumisión nunca ha sonado tan descaradamente dichoso como en la ópera prima de Harry Lighton. Costaba creer que la historia de una relación homosexual basada en prácticas BDSM podía plantearse como una comedia romántica que no dependiese de la autoparodia para ser divertida, y que fuese lo mínimamente inteligente como para cuestionar la esencia del amor. En otras palabras, que fuese mejor que Amores materialistas (2025). Pese a tener el reto adicional de representar una subcultura doblemente marginada, Pillion (2025) demuestra la confianza y destreza de un motociclista que lleva al espectador hacia horizontes inéditos en el campo de las relaciones humanas, valiéndose casi exclusivamente de dos actuaciones insuperables.
Pillion, que en inglés denota el asiento trasero de una moto, parte literalmente con la perspectiva trasera de Colin (Harry Melling) en el carro de sus padres mientras un desafiante Ray (Alexander Skarsgård) les adelanta en su estruendosa moto. Esta sencilla secuencia adelanta la dinámica que se desarrolla a lo largo del filme, con un imponente Ray marcando el camino y las reglas que el dócil Colin debe seguir para forjar lo más cercano a una relación amorosa. Tras un primer encuentro furtivo en un callejón, Colin se convierte en un amante torpe pero diligente que se deja llevar por todo lo que le ordena Ray con tal de estar a su lado. Es solo cuando se consolida en su condición de sumiso, collar de perro incluido, que Colin decide poner a prueba el afecto de Ray al proponerle comer en casa de sus padres.

Lo que distingue a esta rom-com de otras no es solo el hecho de que se enfoca en una relación homosexual y en una subcultura de dominación (y por lo cual Skarsgård la ha bautizado como “dom-com”). También está el hecho de que el estereotípico “perdedor” que busca conquistar al amante idealizado no tiene que cambiar sus carencias de físico y de confianza pues aquí estas lo hacen deseable. Colin en ese sentido es lo más parecido a un Bridget Jones gay con quien es fácil identificarse, no solo por demostrar extrañeza e incomodidad en sus primeras interacciones con Ray, sino también por anhelar de un vínculo afectivo más explícito y recíproco. Es por ello que la autoparodia sobra en esta adaptación de la novela de Adam Mars-Jones que más bien explora hasta qué punto las prácticas BDSM son expresiones de afecto válidas o solo un desmesurado juego de roles sexuales.
Pese a la sencillez de su trama y su enfoque central en dos personajes, uno más reservado que el otro, Pillion nunca se siente como un cortometraje estirado. Aún cuando la relación entre los protagonistas comienza pronto, esta se desarrolla a lo largo de ciertas fases que suponen retos constantes para la pareja. Al margen de la seriedad con la que se aborda la representación del componente BDSM, la relación entre Ryan y Colin también puede ser interpretada como una metáfora agresiva del estado frustrante de las relaciones casuales hoy en día. Céline Song este año también intentó atajar el mismo tema en relación a la superficialidad y arbitrariedad de los aplicativos de citas en su fallido segundo largometraje. Harry Lighton la supera al exponer sin tapujos un modelo de amor chocante que extrañamente emula componentes de las relaciones actuales “normales” como la represión emocional, la falta de reciprocidad, los celos intencionales o el ghosting.

Lo que termina por consolidar la experiencia de Pillion son las interpretaciones arriesgadas de dos actores que resultaron idóneos desde sus respectivas apariencias físicas. Harry Melling encaja en el papel del virginal Colin por sus peculiares rasgos faciales y un tono de voz que connotan inocencia y vulnerabilidad, pero a nivel emocional también inspira humor y compasión de forma casi natural, y logra plasmar una sorprendente evolución de personaje que rebasa las expectativas de una película de género. Puede que Alexander Skarsgård lo tenga más fácil con una interpretación de Ray más estereotípica que solo requiere un cuerpo escultural, un rostro impasible y un carácter rudo, pero también se permite aportar una cuota de humor y de fragilidad que se deja ver hacia el final. La buena química entre ambos actores es palpable, y especialmente a la hora de compartir escenas exigentes no solo por su connotación sexual sino también a nivel físico.
Demás está decir que Pillion no es una rom-com para todos los públicos, pero sí que está hecha para que cualquier espectador con un mínimo de curiosidad pueda exponerse a un tipo de relación diferente gracias al revestimiento amable del género. Por mucho que se cuestionen sus escenas más explícitas, este filme no tiene la intención de ofender o de explotar el morbo de ciertas prácticas sexuales tanto como de representar fielmente a la minoría social que las practica y que encuentra placer y afecto en ellas. Con excepción de su final apresurado y predecible, el filme de Harry Lighton es un experimento ampliamente satisfactorio que demuestra que aún es posible innovar e invertir las convenciones del género cinematográfico más conservador y de descubrir historias de la sociedad occidental que nadie se ha atrevido a representar. El “dom-com” merece ser tendencia y legado cinematográfico global.



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