La relación que tengo con el cine de Luca Guadagnino siempre ha sido complicada. Creo que es un director con ideas que, en muchos casos, funcionan bien en el papel, pero cuya ejecución suele volverse cansina y termina perdiendo fuerza por ambiciones que no conducen a ningún lugar claro. Desafiantes (Challengers, 2024) fue una excepción. Allí, por primera vez en mucho tiempo, sentí que lograba articular una propuesta sólida, con energía, ideas claras y una ejecución que acompañaba lo que se planteaba.
Lamentablemente, esa buena impresión duró poco. Queer (2024) significó, para mí, un retroceso inmediato: un regreso a un cine derivativo y ensimismado, más preocupado por su apariencia que por la honestidad de sus personajes, envuelto en una espiritualidad impostada y en una pulcritud que apenas permite que sus figuras se ensucien lo suficiente como para lucir bien frente a cámara. Esa sensación de artificio ha sido una constante en su filmografía y es, en gran medida, lo que siempre me ha mantenido a distancia.

Por eso resulta llamativo que Cacería de brujas (After the Hunt, 2025) aparezca como uno de los trabajos más divisivos de su carrera. A diferencia de filmes anteriores, no ha contado con el consenso crítico ni con el entusiasmo automático del público, algo que Guadagnino parecía tener asegurado con cada estreno. Aquí no ocurre lo mismo, y basta con leer la sinopsis y observar los temas que aborda para entender por qué. Este nuevo trabajo aparece en un contexto posterior al auge de la llamada cultura de la cancelación, un fenómeno que hoy puede sentirse incluso obsoleto, no porque haya sido superado, sino porque ha demostrado no tener el impacto transformador que muchos le atribuían. Esto, por supuesto, no implica que el problema haya desaparecido, ya que sigue profundamente ligado a una sociedad estructuralmente patriarcal, capaz de olvidar con rapidez casos graves incluso cuando existen indicios contundentes. La pregunta que se plantea no es menor: ¿hasta qué punto ese cuestionamiento se traduce en una denuncia efectiva con consecuencias reales para los perpetradores?
Ese terreno de dudas, testimonios cruzados y zonas grises es el que el director decide explorar. Desde los créditos iniciales queda claro que hay una postura estética y conceptual marcada. El uso explícito de la tipografía y la estructura visual remite de manera directa al cine de Woody Allen, una referencia imposible de ignorar y que no se reduce a un guiño inocente. El cineasta italiano ha declarado públicamente su admiración por el director, importándole poco lo marginalizado que quedó el veterano cineasta en Hollywood debido a las acusaciones en su contra. Más allá del juicio personal que pueda hacerse al respecto, lo inevitable es preguntarse si Cacería de brujas logra estar a la altura de los filmes de Allen que claramente invoca, como Crímenes y pecados (Crimes and Misdemeanors, 1988), Maridos y mujeres (Husbands and Wives, 1992) o incluso La provocación (Match Point, 2005), películas donde el diálogo, la ambigüedad moral y el peso de las decisiones individuales sostenían relatos complejos sin perder humanidad.

El filme sigue a Alma (Julia Roberts), profesora en la Universidad de Yale, cuya estabilidad se ve sacudida cuando Maggie (Ayo Edebiri), su alumna estrella, le confiesa que ha sido presuntamente agredida sexualmente por Hank (Andrew Garfield), otro profesor del departamento, conocido por actitudes cuestionables hacia el alumnado. A partir de ese punto, Guadagnino abandona por completo los excesos formales de trabajos anteriores y apuesta por una puesta en escena contenida, sostenida casi exclusivamente en el diálogo. Aquí no hay partidos de tenis coreografiados, selvas oníricas ni romances con amplias diferencias de edad bajo el sol italiano. Lo que se despliega es un duelo verbal constante donde, más que la búsqueda de la verdad, parece imponerse una competencia por ver quién logra sostener mejor su versión de los hechos. La mentira, más que la verdad, se convierte en una herramienta de poder.
Lejos de aclarar la situación, lo que se va revelando sobre los involucrados vuelve todo más turbio. Las certezas se diluyen y la duda se instala como estado permanente. En ese punto, la influencia de Allen vuelve a hacerse evidente, no solo en la estructura narrativa, sino en la forma de encuadrar las conversaciones para que los personajes se expongan progresivamente. Guadagnino no alcanza la precisión quirúrgica del neoyorquino, pero se aproxima con solvencia, sumando además un elemento que siempre ha sido una fortaleza en su cine: la atención al cuerpo. Más allá del rostro, la cinta observa manos, gestos, posturas y distancias físicas que adquieren un peso particular a medida que la línea entre verdad y mentira se difumina. El cuerpo reacciona al contacto, a la incomodidad y al silencio.

Esa puesta en escena revela vínculos profundamente erosionados. La relación entre Alma y su esposo Frederick (Michael Stuhlbarg) se sostiene más por dependencia que por cercanía real, algo que se hace evidente incluso en planos abiertos donde la distancia entre ambos resulta insalvable. Algo similar ocurre entre Alma y Maggie, quien alguna vez la vio como un modelo a seguir y que, tras la denuncia, pasa a ocupar el lugar opuesto, como si ambas fueran reflejos enfrentados en un espejo. Incluso Hank, en sus momentos más histriónicos y defensivos, aparece como una figura quebrada, emocionalmente erosionada y atrapada en su propio discurso. Es en ese quiebre donde el filme encuentra parte de su densidad.
No es una experiencia sencilla ni completamente accesible. La ambigüedad que propone resulta pertinente en un momento donde la efectividad de la cancelación merece ser revisada, pero también se convierte en un arma de doble filo. El relato se expande hasta formar un laberinto que, por momentos, parece no saber hacia dónde dirigirse. Parte de esto se debe al peso absoluto que se le otorga al diálogo. A diferencia de Allen, cuyos personajes, incluso en medio de discusiones morales o crímenes, conservaban una cercanía reconocible, aquí los parlamentos pueden sentirse excesivamente armados. La influencia de la guionista Nora Garrett acerca el tono, en algunos tramos, a una elocuencia más cercana a Aaron Sorkin, lo que ha llevado incluso a comparaciones con La red social (The Social Network, 2010), que en este caso no siempre juegan a favor. Cuando el filme insiste demasiado en marcar diferencias generacionales o en subrayar posiciones ideológicas, roza lo didáctico y pierde sutileza.

Aun así, es un filme estimulante por la manera en que interroga el rol de la víctima en un escenario posterior al fervor cancelatorio. Más que hablar de la cancelación en sí, el director parece interesado en observar qué quedó después, si realmente hubo cambios estructurales o si todo se diluyó en un gesto simbólico. Sus personajes, complejos y a veces excesivos, funcionan como fantasmas de un sistema que prometió justicia y entregó ambigüedad. Cuando logra equilibrar esa ambición con su puesta en escena, alcanza momentos de verdadero impacto.
A pesar de los leves problemas que pueda tener, Cacería de brujas se sostiene como uno de los trabajos más interesantes de Luca Guadagnino. Para no ser un filme plenamente satisfactorio, demuestra que, cuando logra contener sus impulsos y enfocar sus ideas, puede ofrecer obras que incomodan, provocan y abren debates necesarios. Aunque todavía no sea un cineasta que termine de convencerme por completo, aquí deja claro que su ambición, bien encauzada, puede dar lugar a algo realmente valioso.



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