Dir. Raúl Ruiz | 90 min. | Chile – Francia
Intérpretes:
Marcial Edwards (Don Federico, 60 años)
Mario Montilles (Don Federico, 90 años)
Bélgica Castro (Paulita)
Ignacio Agüero (Daniel Rubio)
Rosita Ramirez (Petita)
Francisco Reyes (Doctor Chandía)
Estreno en Perú: 17 de agosto del 2006
El chileno Raúl Ruiz ha hecho de su cine un experimento cerebral, una partida o reto a los espectadores a los cuales enfrenta con ideas y sensaciones desconcertantes alrededor del mundo mismo de la creación, la imaginación o la más común quimera que se puede inventar el hombre para subsistir o hacer tal vez más interesante su entorno. Su arte casi de laboratorio no tendría valor más allá de lo conceptual si no fuera por la sugestión e hipnotismo de sus resoluciones visuales, sus narraciones a diversos niveles y, en fin, ese todo que conforma su universo barroco en extremo. De ello da cuenta, de manera ejemplar, esta cinta que fue un breve regreso a su tierra natal. Una singular cinta que se integra sin problemas dentro de su obra, mayoritariamente francesa.
Estamos en un pequeño bar en el cual encontramos a Don Federico acompañado por un amigo a quien comienza a introducir a su mundo de “imaginista” como el mismo lo llama. Comenzamos entonces a presenciar un juego de apariencias en los que la realidad y la ficción interactuan y se alimentan vorazmente una de otra. Es así que viajamos a través de Don Federico por una indeterminada época donde nos abre las puertas de su hacienda para pasar unos días de campo. Estancia que por lo menos resulta desconcertante pues presenciamos los sucesos más insólitos como representaciones de esas viejas historias sobre la vida fuera de la ciudad que tanto ha oído alguno de niño. Es un juego casi infantil en el cual vemos representados todos los temores, usos y costumbres de la época de ritmos tranquilos y sosegados antes de la irrupción de la bulliciosa tecnología del siglo XX.
Ruiz, a pesar de la lejanía, se asume como el chileno que es (aunque para muchos de sus compatriotas y coetáneos sea un ilustre desconocido). Pequeños instantes insertados o proclamados a lo largo del film (como la cueca que bailan los errantes) le otorgan el sabor intransferible que identifica al país del sur. Pero no las presenta como complacientes instantes sino que los rodea de toda esa atmósfera etérea que caracteriza la cinta, casi como espejismos en el horizonte o presencias incluso fantasmales como los que habitan la hacienda de Don Federico. Siguen siendo expresión de un tiempo ya pasado, que oteamos a través de los recuerdos de su creador (y realizador).
Mucho de este ritual estilizado le debe al Buñuel francés, pero lo que anima a Ruiz es algo distinto. No se muestra aquí como un feroz atacante de la discreta y encantadora burguesía (como lo ha hecho casi siempre), al menos no con la intensidad de don Luis y émulos. Su labor se concentra en pequeñas sonrisitas que soltamos ante el fracaso de su autosuficiencia (el doctor Chandía derrotado por fuerzas mayores a la ciencia misma). Acaso si los milagros pueden depender incluso de la voluntad. El afán de Don Federico por darle forma a una novela se verá reflejado en esta ficción que se va construyendo ante nuestros ojos, corrigiéndo párrafos y volviendo a escribirlos. Estamos ante la esencia del arte de Ruiz, una partida mental en el que sus personajes (como los artistas e intelectuales que rodean al protagonista) nos dejan ver todos sus prejuicios ante el mundo y sus temores más profundos.
Un universo poco complaciente, ahí tenemos el gran temor del envejecido Don Federico que es el más común de todos: el de la muerte. El teatro que hemos contemplado tiene en todo momento la serena melancolía de un lugar que alguna vez presenció la vida y sus estímulos pero que se encuentra ahora habitada por espectros lejanos a estos impulsos. En cierta forma el mismo Don Federico es un fantasma. La película no lo deja en claro pero eso es lo de menos, es un ser en retirada de todas formas y esta ha sido su ceremonia de despedida, su reencuentro por última vez con los sueños y recuerdos que se remontan hasta la niñez (el pequeño reencuentro con Daniel a su vez asumido como una apariencia difusa a la distancia en el tono sepia de una foto). Y no olvidemos en ese sentido a la fiel Paulita, el personaje fundamental en los móviles de Don Federico. Ella es la esencia misma de este mundo ya lejano. La secuencia de la despedida (en apariencia, una vez más) es el momento más entrañable y logrado en el cual el realizador se permite dejar salir el lado sentimental siempre esquivado en el laboratorio intelectual y que a su vez le permite desarrollar la sorna surreal.
Estamos finalmente ante un ejemplar filme dentro de la obra de este explorador talentoso quien se interna en su país como en esta hacienda para sentir su extraña calma, en lo que antes fue bullente y vital, solo delatado por una incansable gotera haciendo eco (expresión misma de los temores más primarios), o la casi oteada presencia del guacho Puyo, a través de una ventana, para mirarnos con ojos más sorprendidos que los nuestros hacia él. Es entonces que caemos en cuenta que el experimento rompió las barreras de lo mental para instalarse también en el absoluto lirismo, paisaje bello y sereno como esas gotas de rocío cayendo sobre las hojas que nos invitaban al inicio a ser participes de una espectáculo de resonancias poéticas.
Jorge Esponda
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