[Crítica] La chilena «El Club», nominada a los Globos de Oro, se estrenó en EE.UU.


¿Cómo hacer una película que trate el tema de la pederastia en la Iglesia Católica sin caer en el lugar común, el sermón o el melodrama fácil? El director chileno Pablo Larraín responde con una obra crítica, mordaz, directa y de cierta complejidad. No se limitó solo a ese tema sino que reunió en una casa de penitencia a cuatro curas:

1) Un homosexual y pedófilo (el padre Vidal, Alfredo Castro)
2) Un extraficante de niños (el padre Ortega, Alejandro Goic)
3) Un encubridor de militares durante la dictadura de Pinochet (el padre Silva, Jaime Vadell)
4) El más viejo, aparentemente solo pedófilo y que casi ya no puede hablar (el padre Ramírez, Alejandro Sieveking).

Todos acompañados por una hermana laica que oficia de ama de llaves y guardiana (la hermana Mónica, Antonia Zegers). A través del microcosmos de esta casa, ubicada en una pequeña localidad costera de Chile, el director describe el ocultamiento de los perpetradores de la pedofilia y de otras formas de corrupción al interior de la Iglesia Católica, así como los dilemas insuperables que conducirían a su encubrimiento e impunidad.

Una película crítica, mordaz, directa y de cierta complejidad sobre la corrupción en el clero católico.
Una película crítica, mordaz, directa y de cierta complejidad sobre la corrupción en el clero católico.

Un club de abusadores

Para entender el alcance de esta película hay que recordar “Filomena”, de Stephen Frears, y en particular aquella breve escena al final de la cinta en que la protagonista encara a la monja que había dado (vendido) en adopción a su hijo, 50 años antes. En ese episodio, la ya muy anciana religiosa se muestra desafiante, para nada arrepentida y más bien culpa a la protagonista por haber tenido al niño fuera del matrimonio. Esta escena, que ocupa muy escasos minutos en el filme de Frears, es el asunto ampliamente desarrollado en el de Larraín. Es decir, allí donde concluye la cinta británica empieza la del director chileno: mientras que “Filomena” enfoca los abusos de miembros del clero desde el punto de vista de la víctima, Larraín atraviesa la barrera del silencio y ocultamiento para mostrar a estos personajes desde dentro.

Al inicio de la película los religiosos no parecen tales, sino un grupo de jubilados aficionados a las carreras de galgos. La situación cambia con la llegada de otro cura abusador (el padre Lezcano, José Soza), el cual viene seguido por una de sus víctimas: Sandokán (Roberto Farías), personaje clave en la cinta. Secretamente atormentado y temeroso de ser puesto en evidencia, el recién llegado se suicida, lo cual provoca el envío de un inspector eclesiástico (el padre García, Marcelo Alonso) para indagar y decidir qué hacer con el lugar y sus huéspedes. A partir de aquí la narración se divide en dos líneas paralelas: a) el interrogatorio grupal e individual a los clérigos y la guardiana por parte del inspector, y b) la instalación de Sandokán en el pueblo y las acciones tendentes a resolver su incómoda presencia; siendo esta última la línea narrativa principal.

Las entrevistas funcionan como soporte y amplificación de la línea principal, así como proveen datos que hacen avanzar y cambiar el rumbo de la acción. En estas, los curas se muestran desafiantes desde el comienzo, defendiendo sus delitos y sin la menor intención de arrepentimiento ni propósito de enmienda. Además, estas sirven para conocer el discurso con el que uno de ellos justifica la pedofilia, al punto de revestirla de un manto teológico. Es decir, no se trata de seres interiormente conflictuados y conscientes de la necesidad de enfrentar sus vicios sino de almas entregadas al mal y estructuralmente convencidos de actuar correctamente (como las monjas de “Filomena”). Y es por ello también que la Iglesia los tiene bien escondidos.

Los códigos del silencio activo

Pero cuando entran en acción estos personajes es que apreciamos su complejidad. En efecto, nunca vemos cuándo ni dónde se toman las decisiones ni se urden las acciones en torno al incómodo Sandokán, pero lo cierto es que las cosas suceden. Y dado el permanente silencio cómplice (cuando no la mentira) que reinan en esa casa, da la impresión de que existen códigos implícitos, ocultos, de antigua data, que se comparten entre los curas y la guardiana; los que demostrarían una siniestra eficacia. Silencio que se anuncia desde la breve aparición del infortunado cura recién llegado –el desconcertado padre Lezcano– quien casi no pronuncia palabra y al que Larraín presenta con algo de sorna.

Los silencios, la expresividad de los rostros, la expresión corporal delatan códigos de conducta compartidos y<br class=
el ocultamiento de un pasado inconfesable.» width=»948″ height=»474″ class=»size-full wp-image-67135″ /> Los silencios, la expresividad de los rostros, la expresión corporal delatan códigos de conducta compartidos y el ocultamiento de un pasado inconfesable.

Estamos ante una recreación del carácter sibilino de la clerecía pero aplicado a las más malévolas intenciones. Por tanto, si alguien creía que en las entrevistas ya se había dicho todo y que incluso se cargaban las tintas, en realidad esto era solo una introducción. Los silencios, las hipócritas expresiones de asombro, de molestia e ira, sugieren que todavía hay más, mucho más acumulado en el pasado; sobre todo si consideramos que no se detallan las razones específicas del destierro penitente de estos sacerdotes ni las causas que provocaron sus comportamientos pecaminosos.

La violencia sobre el cuerpo

Lo mismo ocurre por el lado de la víctima: Sandokán. Como en los casos anteriores, tampoco sabemos nada de él, salvo que sufre un ligero retardo mental y que fue abusado. Luego lo vemos insertarse laboralmente en la vida del pueblo y, en una escena particularmente sórdida, conocemos su frustración sexual. No se nos dice qué tanto influyó el abuso en la mantención o el desarrollo de estos comportamientos (o si no lo hizo en absoluto). Nuevamente, se va creando una sensación de cierto misterio con relación al pasado del personaje, lo cual se manifiesta mediante lo corporal: algo encorvado (o enroscado), con aspecto de catchascanista en decadencia (pese a su juventud), es al único al que vemos desnudo, humillado y luego magullado. A través de su cuerpo expresa el abuso, las huellas del pasado.

En consecuencia, lo no dicho, lo sugerido por el cuerpo de la víctima y los rostros de los curas revelan mucho más de lo afirmado explícitamente en la película. Lo que no se exhibe del pasado de los personajes y lo que no se dice con respecto a ciertas acciones del presente no impide que este pasado aflore en los silencios y –en el caso de Sandokán– en los vacíos de su discurso, con un nivel de enunciación elemental, fuertemente instintivo y que, llegado el momento, recupera el discurso pedófilo seudo teológico del abusador. En ese sentido, y como lo señalamos más arriba, tiene un mínimo de capacidad de negociación, pese a su discapacidad mental.

Redefiniendo a la víctima

De esta manera –y no obstante lo grotesco y chocante de la situación– el filme pasa del concepto de víctima entendido como la persona a la cual le hicieron ciertas cosas, al de persona que hizo determinadas acciones y toma determinadas decisiones. José Carlos Agüero, reflexionando sobre cómo tratar a las víctimas en el contexto de la guerra interna –y mencionando un estudio de Elizabeth Jelin– afirma “que mantener la centralidad cultural de la víctima genera que no importe lo que la persona hizo, sino lo que se le hizo. Ello nos quita al actor y nos entrega un personaje indefenso, despolitizado, donde lo que ponemos de relieve es que haya sido violentado en sus derechos y que haya sufrido. Por lo tanto, revalorar al actor es contribuir a recuperar a todo estos sujetos en su humanidad compleja” (Agüero, José Carlos, Los rendidos. Sobre el don de perdonar, Lima: IEP, 2015; p. 98).

El Club
La cinta muestra la transformación de un personaje, Sandokán, que sirve de gozne entre la culpabilidad y la impunidad de los abusadores al interior de la Iglesia.

Este autor lo interpreta como “…recuperar y exponer toda su miseria vital, toda su vidita ruin, simple o miserable… O si se quiere tener motivos éticos, para que la sociedad se mire mejor a sí misma y saque lecciones cívicas” (p. 99). Agüero cuestiona un poco este enfoque y se pregunta: “¿Lo que le hicieron, lo que su cuerpo acogió, no nos dice más sobre el tipo de vida… que le tocó en suerte…? ¿Lo que le hicieron no es una parte, quizás la más viva de lo que hizo su cuerpo, resistiendo, acabándose, dejándose moldear, una arqueología de los mecanismos de la violencia siendo en él, como una huella?” (ibídem). Siento que estas reflexiones (o parecidas) debió tenerlas Larraín al construir su personaje-víctima, Sandokán, quien aunque no vivió un contexto de guerra sí padeció graves violentaciones a sus derechos humanos.

El reconocimiento como satisfacción del deseo

En efecto, a lo largo de la película se opera una transformación del personaje a través de su interacción con personas de la población y con el peculiar grupo de clérigos, incluyendo el inspector eclesiástico. Aparentemente, toma consciencia de su orientación sexual y –a su manera algo sórdida– demuestra tener capacidad de negociación. De un lado, la leve discapacidad mental de Sandokán inspira piedad e indignación por el aprovechamiento de los curas para abusar de él, pero, al mismo tiempo, sus carencias emocionales, expresadas mediante el deseo sexual, constituyen un peligro para la Iglesia: son el testimonio viviente de los abusos de algunos de sus pastores. Pero, además, el discurso teo-pedófilo de Sandokán, proclamado a los cuatro vientos, le sirve –simultáneamente– tanto como denuncia como de reclamo por la satisfacción de ese deseo.Estamos, pues, ante una víctima que se rebela contra su condición y exige un reconocimiento como integrante de una institución que en algún momento lo acogió, lo violentó y lo moldeó, quedando él mismo «como una huella» de los mecanismos de la violencia que resistió en su propio cuerpo, como lo enuncia Agüero.

Así llegamos a una situación “satisfactoria” para todos, en lo que viene a ser un desenlace irónico y algo siniestro. Hay un giro de 180° en el relato, que lo torna semi circular: se produce una negociación en el que todos tienen que ceder algo y –al mismo tiempo– víctima y victimarios reciben una sanción. Que todo esto resulte completamente pecaminoso, desde el punto de vista de la Iglesia, no parece interesar en absoluto al cura inspector García, quién está más preocupado por la imagen de la institución que por una reparación justa –simbólica y material– para la víctima; de la que, de esta manera, se siguen aprovechando institucionalmente.

El Club
Una fotografía grisácea, brumosa y muy apropiada para apoyar las ambigüedades,
silencios y vacíos del pasado.

Corrosivo humor negro

Para hacer soportable todo este intríngulis el director apela al humor negro, que puede llegar a ser corrosivo y altamente provocador. Así, por ejemplo, vemos a Sandokán en el suelo, en unos planos que podrían incluirse en la iconografía del Cristo sufriente y caído en su camino al calvario, durante la Pasión (lo que se soporta en la música de Pärt que acompaña esta impresionante secuencia). En otras ocasiones, la ironía puede ser algo sutil, como cuando el único cura que casi ni puede hablar –el padre Ramírez– se va de boca con García y le da una pista clave sobre la relación de Sandokán con la casa de penitencia. De otro lado, las entrevistas son filmadas muchas veces en planos laterales y frontales para aprovechar el desparpajo de los personajes así como para enfatizar la ironía y mordacidad de algunas preguntas y situaciones a partir de sus expresiones faciales que lindan con lo farsesco.

Este humor, a veces crudo, no siempre grato sino más bien chocante, es un poco tosco, por momentos inquietante, con toques de ironía amarga que dejan traslucir una indignación y furia latentes en el director. Un humor que tiende a traicionarse a sí mismo, que provoca desagrado –antes que risas– y apenas algunas sonrisas.

Pero estos intercambios también sirven para mostrar las (alusiones) indirectas de los entrevistados hacia el entrevistador, y también las directas, haciéndole notar los privilegios de los que goza García en la Iglesia, reconociendo sin tapujos que han rebuscado sus maletas y estableciendo así ciertos puentes hacia la complicidad, referidos –nuevamente– a una situación que la cinta no desarrolla pero que sí insinúa: el recambio generacional al interior del clero, el intento del recién llegado por lavar la cara de la Iglesia (o sea, de prescindir de gente como ellos) o proteger su imagen pública, pero que también sugieren implícitamente lo que la nueva generación del clero comparte con los veteranos curas corruptos y seudo penitentes.

A ello se suma una fotografía grisácea, brumosa, como el paisaje marino de un balneario más bien alejado, fuera de estación y un poco solitario. Muy apropiado para apoyar las ambigüedades, silencios y vacíos del pasado, que constituyen el soporte que insufla vida a estos personajes, dándoles una proyección ominosa más allá de la cinta. Si en su «Doktor Faustus» Thomas Mann presenta al demonio rodeado de un frío glacial e intenso, Larraín muestra a esta colección de santos demonios rodeados de una brisa disolvente, como si quisieran borrar un pasado sombrío y terrible, y este se resistiera a desaparecer del todo. Mientras que las locaciones interiores (la casa de penitencia) es aprovechada para enfatizar el encierro y la sordidez que rodea la vida y hábitos de los personajes.

La ironía también se manifiesta en la música, conformada por dos grupos de piezas. De un lado, canciones religiosas tradicionales que se cantan en misas y otros servicios religiosos en Chile. De otro, obras clásicos interconectadas entre sí: fragmentos suites para violonchelo de Bach y Britten (esta última inspirada en la primera) y conocidas piezas de Arvo Pärt (“Fatres” y “Cantus in memoriam Benjamin Britten”, una de ellas interpretada por un cuarteto de cuerdas llamado… ¡Benjamin Britten!). O sea, la ironía no solo funciona (amargamente) en el contraste entre los cantos religiosos y las circunstancias que las acompañan, sino también en el juego de alusiones entre las mismas piezas clásicas escogidas por el realizador para crear una atmósfera tensa e inquietante, muy lejana a las intenciones confesionales de algunas de las obras mencionadas.

Más allá de la caricatura

Hay que resaltar también el admirable trabajo actoral, sobre todo de Roberto Farías (Sandokán), Antonia Zegers (hermana Mónica) y Alfredo Castro (padre Vidal), quienes logran equilibrar las distintas acciones y reacciones que se les exige expresar de acuerdo a las circunstancias y los ligeros pero continuos giros de una trama cargada de sorpresas. Así como la interpretación sibilina, discreta y de descarada asertividad de Zegers.

Ellos están acompañados por un reparto que destaca por el acertado manejo del silencio y la mirada durante la cháchara autojustificatoria de unos personajes a veces muy locuaces. En esa línea, resulta convincente el papel de Castro como un irreprimible cura gay que busca ligar y manipular a unos tablistas; así como las distinciones de clase y profesionales que identifican a los personajes interpretados por Vadell, Goic y Alonso, además del silencioso pero expresivo Sieveking.

Larraín consigue de sus actores la interpretación de personajes cuyos momentos de impasividad no resultan impasibles sino que trasuntan ese pasado inconfesable que explica su situación presente; y que sean capaces de evitar la caricatura en las situaciones en que sería fácil caer en ella. De esta forma, logra una crítica devastadora a la Iglesia Católica. No de la comunidad celeste e intemporal de almas, por supuesto, sino de la institución humana, muy humana. No estamos, pues, ante una cinta que se detenga en sutilezas sicológicas ni desgarros emocionales, internos o externos, sino frente a una obra seca, contundente, de humor grueso y sonrisa congelada. Si “Filomena” mostraba a la perpetradora de estos abusos desde el equivalente del ojo de una cerradura, “El Club” abre la puerta y los muestra con detalle, dejándolos sorprendidos pero pillados en sus oscuras maquinaciones, puestas al descubierto.

Personajes creíbles

Algunos piensan que un defecto de la película es haber presentado a sus personajes de manera muy sesgada, solo con defectos y sin virtudes ni contradicciones internas. Confío haber demostrado que esta película, a pesar del recurso a la farsa y el humor negro (y de tratarse un una obra de ficción), propone y recupera personajes creíbles producto de distintos actos de corrupción que han sacudido a la Iglesia Católica durante varias décadas.

Lo que humaniza a estos “demonios” es el silencio sobre su pasado y cómo las formas de ejercer el encubrimiento se mantiene en el presente. El horror sobre ese pasado se ejemplifica con el suicidio del padre Lezcano, aterrado ante al presencia (o quizás cansado de la persecución de su víctima:) Sandokán. En este personaje se reúnen las consecuencias de las acciones individuales (ocultas y nunca mostradas, pero sí referenciadas) con los elementos sistémicos que éste –al mismo tiempo– padece y aprovecha. El silencio sobre el pasado nos explica el comportamiento del presente.

La autenticidad se expresa aquí a través del cuerpo (Sandokán) y del deseo; esto último expresado mediante la pedofilia (en el pasado del personaje) y la homosexualidad (en el presente, tanto de Sandokán como también del padre Vidal). Y lo sistémico en estas acciones (y sus ambiguas referencias al pasado) de los distintos personajes, consiste en que actualizan un cerco de encubrimiento e impunidad construido en el tiempo, al que debe someterse finalmente el cura inspector García (no sin antes dejarles un encargo incómodo-penitencial).

El círculo vicioso del encubrimiento y la impunidad

Como vemos, no estamos ante acciones esquemáticas ni personajes estereotipados, sino frente a una película compleja y con varias capas de sentido, tratadas con procedimientos bastante peculiares (farsa, humor negro), manejados con eficacia narrativa, pero funcionales al objetivo del realizador. Aun así, se dirá que se trata de una acumulación de lo malo, pero recordemos que el cura-inspector llega con la intención de despedir a los penitentes y cerrar el lugar. Es decir, estamos ante las peores ovejas, las más descarriadas, los incorregibles, y mostrarlos como tales es una opción perfectamente legítima del realizador. Seguramente habrán otros curas delincuentes conflictuados consigo mismos, pero este no es el caso: ¡están satisfechos con lo que son! En esa línea, Larraín retrata a personajes cuyos crímenes han sido tan graves que ya no hay vuelta atrás, ni arrepentimiento que valga. Solo les queda mantener, actualizar y reproducir el sistema de encubrimiento e impunidad que les garantiza la sobrevivencia.

Ahora bien, hay momentos en que los curas (conforme avanzan las entrevistas y la presión) tienen reacciones que evidencian el reconocimiento de su situación, sienten el peso (y la amargura) de su marginalidad a nivel institucional, o, como en el caso del padre Vidal, evidencian la profunda frustración de tener que ejercer (en realidad, reprimir) su sexualidad de manera encubierta, culposa e ilegal. Es decir, que incluso en el ámbito de la maldad se manifiesta lo humano así sea en un contexto de perversión de valores fundamentales. La película deja abiertos estos complejos resquicios por los que se filtran algunas consecuencias de las concepciones católicas respecto a la sexualidad, la homosexualidad y también sobre el apoyo de sectores de la Iglesia a regímenes políticos dictatoriales y genocidas.

Existen varias asociaciones de víctimas, investigaciones periodísticas, libros y películas con testimonios de abusos y corrupción por grupos e integrantes del clero católico. Esto ocurre –entre otras razones– porque la Iglesia es una institución cerrada, opaca, posee un Estado propio (el Vaticano) y no tiene una fiscalización externa. En estas condiciones, es inevitable que puedan funcionar mecanismos de encubrimiento e impunidad de delitos cometidos por algunos de sus miembros. El problema ocurre cuando esto se convierte en un sistema que envuelve a toda la institución en la lógica de los abusadores, tal como lo describe esta cinta. Y esto es lo fascinante de la propuesta de Larraín: que la Iglesia –pese a sus deseos y voluntad– no puede extirpar este mal porque el precio sería demasiado destructivo, en términos de fe y confianza; con lo cual se ve obligada –ante cada escándalo– a reactualizar el ciclo de encubrimiento e impunidad.

El ClubEl Club
Chile, 2015, 98 min.

Dirección: Pablo Larraín.

Interpretación: Roberto Farias (Sandokán), Antonia Zegers (Hermana Mónica), Alfredo Castro (Padre Vidal), Alejandro Goic (Padre Ortega), Alejandro Sieveking (Padre Ramírez), Jaime Vadell (Padre Silva), Marcelo Alonso (Padre García), José Soza (Padre Lezcano), Paola Lattus, Diego Muñoz, Erto Pantoja. Guion: Guillermo Calderón, Pablo Larraín, Daniel Villalobos. Fotografía: Sergio Armstrong. Música: Carlos Cabezas. Edición: Sebastián Sepúlveda.


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