[Crítica] «El niño que no quería matar», de Wesley Verástegui


Luego de la hilarante Sin vagina, me marginan (2017), el director Wesley Verástegui realiza un segundo largometraje que pretende estar al otro lado de la orilla. Más allá de ser una historia que asiste al tópico de la venganza, es un argumento que tiene un gran interés por generar un alegato que manifiesta una preocupación social y ética.

El niño que no quería matar (2020) es una película de postura aleccionadora. Su historia tiene el esquema y la personalidad de una fábula dado que las lecciones dramáticas o trágicas son un síntoma de los antecedentes amorales. Es decir, los que se portan mal en este relato reciben su merecido. Ahora, esto no significa que exista alguien que se ha portado bien y reciba alguna retribución. Eso estaría bien para una adaptación de Disney, pero este no es el caso. Verástegui nos introduce a un contexto depravado. No hay espacio público que no supure algún efecto nocivo e indecente. El ámbito educativo, político, judicial y los medios de comunicación están contaminados de agentes y mensajes deshonestos. Es un universo en donde la Caperucita roja estaría destinada a ser engullida por el lobo, a menos que ella se convierta en el lobo.

El niño que no quería matar retrata la degeneración moral de una víctima social como respuesta a la impunidad tolerada y hasta estimulada por el propio sistema. El protagonista es un escolar que será una suerte de paredón al que irán a estrellarse distintos flagelos sociales. La inasistencia de un daño inicial no hace más que ceder el paso a nuevos perjuicios que tienen una mayor magnitud. Es como un efecto de bola de nieve. Y el hecho es que por muy severa que sea la agresión, ello no garantiza una protección.

Verástegui pone en claro que las injusticias existen en todos los niveles de denuncia, ya sea en un colegio como en un órgano judicial. El niño que no quería matar no tiene contemplación de un panorama ilusorio. Es un tramo que no hace más que evidenciar un aire pesimista, y resulta lógico dentro de este contexto en donde todo parte desde una línea de estereotipos: el cholito, el hijito de papá, el político corrupto, los homofóbicos. Es una película que desborda de fantasmas sociales y también de defectos involuntarios. Wesley Verástegui decide inclinarse por el retrato serio, muy a pesar, su deseo de modelar lo perverso es tan saturado que regresa a ese perfil de lo excéntrico que sí era consecuente en Sin vagina, me marginan.


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