[Crítica] «Canción sin nombre», un tiempo circular

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De las películas peruanas del siglo XXI que recrean los inhóspitos años 80, Canción sin nombre, tal vez porque la época va ampliando ya la distancia en el tiempo y eso invita a alejarse de lo reconocible, es la que realiza una puesta en escena de mayor abstracción, dibujando elaboradas imágenes que evitan mostrar elementos ya vistos en otros filmes. Al punto que su atmósfera fantasmal tiene mayor diálogo con la atemporal El limpiador que con Viaje a Tombuctú y las partes realistas de Las malas intenciones.

El formato 4:3, casi cuadrado, es uno de los volúmenes primigenios del cine y que, cuando la TV lo hizo suyo y empezó a quitarle público en los años 50, lo dejó para adaptarse a la portentosa perspectiva del Cinemascope. Hoy, en tiempos en los que los televisores aprovechan en cualquier hogar cada centímetro de su rectangularidad, el 4:3 es una longitud asociada a la sobriedad, al producto noticioso, a la dosificación informativa del encuadre y, específicamente en el cine peruano, a la austeridad del cortometraje de antaño. Eso es lo que Canción sin nombre, con la notable dirección de fotografía de Inti Briones en evocativo blanco y negro, maneja con ingenio y esmero en una profunda ópera prima.

Basada en hechos reales de 1981 y ambientada en 1988, un tiempo más vivido por la directora Melina León y de mayor agudización de la anomia que padecía el Perú, Canción sin nombre muestra el país de la pesadumbre y el atraso que supuestamente habíamos superado, tanto que ver la cinta en medio de la pandemia refuerza sin querer el movimiento circular que ya trazaba el proyecto originalmente. Son escenas generalmente cortas, susurrantes, lacónicas, incompletas, en las que aparecen barrios descampados, viviendas solitarias y habitaciones troceadas. Es la periferia de la capital que treinta años después bulle y la ha expandido, aunque también sigue existiendo literalmente porque sus locaciones la delatan. Sobre todo son nocturnas, envueltas en tinieblas, siempre con la presencia de algunas luces, nítidas o borrosas, altivas o lejanas, en el alumbrado público o en débiles velas, que acaso representan la tenue esperanza de los personajes de que su tortuoso camino va a mejorar.

Es decir, Canción sin nombre es una amalgama de clasicismo y modernidad. A primera vista puede parecer una mirada transparente, que recoge viñetas y sensaciones casi sin filtro, pero en realidad se trata de una composición diestra y muy precisa en el ritmo. Las situaciones están calculadas con cierta inmovilidad, cuando el médico y la enfermera se ubican a los extremos del plano conjunto de espaldas y de perfil, examinando a Georgina, que está fija al centro y al fondo, y la cámara gira lentamente a la izquierda; o con coreografía, cuando las ayudantes del delito forcejean, empujan y expulsan a la vulnerable parturienta entre sombras que difuminan sus rostros; con la tímida voz del sufrimiento en el momento del abuso y los gritos y ruidos ensordecedores de la conciencia desesperada; con los anchos tiros de cámara de la sala de redacción que soporta un techo pesado y fuerte iluminación como «Dr. Strangelove»; y la introspección relativamente tranquila de la protagonista con la cámara encima en primer plano, que recuerda curiosamente a la de alguien totalmente distinto, Michael Corleone en la segunda parte de su saga.

La locación de la falsa clínica tiene un aspecto discreto por fuera, intercambiable con el resto de locales del condominio vacío, y tenebroso por dentro, con una puerta negrísima y dos paredes de denso vidrio luminoso que no trasluce imagen alguna por los dos lados. Es una caverna contemporánea de la típica ilegalidad peruana, en la que se inventa una clínica de alquiler fugaz y desaparece en el silencio luego de atrapar a su víctima en su telaraña. Todavía no hay combis, pero su ruta ya está ahí. En general la película subraya las estructuras que encierran y limitan el tránsito: puertas, paredes, barandas, escaleras infinitas que parecen llevar al cielo —o al infierno en el caso de Georgina—, ventanillas, pasadizos y hasta trabas humanas: el soldado que con un solo movimiento mudo no deja al periodista seguir conversando con la autoridad que se aleja y sigue gritando en off, la mujer que recibe a Georgina en el periódico como si la estuviera atajando, la policía que atenaza y se lleva a denunciante y periodista en la noche por el hoy renovado toque de queda, el relativo poco interés que Pedro Campos encuentra en sus jefes por la noticia del robo de la bebe que le obliga a tomarla él mismo sin abandonar sus investigaciones previas, la resignación del senador buena gente que dice que por último otro país será un mejor lugar para crecer y vivir. Es el Perú desmoralizado y lúgubre que poco después iba a despercudirse de algún modo y por otro a envilecerse más. Así, Canción sin nombre, como uno de sus principales logros, consigue somatizar el clima de una época en pequeñas actitudes y acciones de malestar sin requerir mucho contexto.

También hay secuencias de felicidad y que son el contraste justo de la desgracia: mayoritariamente son anteriores y están premunidas de colectividad y cultura, es decir de música, baile, canto en quechua, disfrute despreocupado cuando aún no aparece el monstruo centralista. Pero, asimismo, lucen de nuevo cuando el drama se ha apoderado de la vida de Georgina y de su entorno y son el escenario para el tiro de gracia. Ahí se da cuenta de que no es casual ni una rareza lo que ha ocurrido con su bebe, aunque sean diferentes expresiones de violencia. Es un choque cultural, la colisión entre la identidad conservada y el lumpen mimetizado. La barbarie ha alcanzado hasta sus modestos espacios de refugio sensorial y Georgina entiende sin necesidad de decirlo que es una dimensión desconocida que la sobrepasa. Acaso es lo que capta igualmente en sus propias condiciones Pedro Campos. Aparentemente su historia ajena al periodismo es una intrusión narrativa que resiente el conjunto; viéndolo bien existe una coherente indefensión compartida porque ambos seres no son funcionales a los intereses oscuros de su tiempo, lo que se advierte desde que pasaron en paralelo una noche en carceleta. Es un detalle que recuerda que el periodista está tan o más expuesto y vulnerable por ubicarse en la primera línea frente a lo torcido y sombrío. Ese plano general de despedida escueto y rápido en el que las figuras humanas se empequeñecen es un resumen de cómo se podían plantear esos afectos en medio del salvajismo y el subdesarrollo.

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