[Crítica] «Canción sin nombre», la frontera entre el cielo y la arena


Previo a su ópera prima, la directora Melina León realizó El paraíso de Lili (2009), un cortometraje que parece un precedente a la premisa que abordará con mayor profundidad Rosario García-Montero en Las malas intenciones (2011), a propósito de una niña ejerciendo una mirada precoz y reflexiva ante el panorama convulso del Perú a fines de los ochenta contemplado desde la capital limeña. El filme de León deja en evidencia además el interés de esta directora por interpretar el escenario del conflicto armado como una etapa de fantasías ultrajadas. El terrorismo desatado durante la década de los 80 no solo ocasionó un saldo de masacres masivas y miles de desaparecidos hasta el día de hoy no habidos, sino también provocó traumas a toda una generación que incluso era reconocida como simple espectadora de esta cruzada armada que imponía una ideología con sangre. No fue recién hasta a principio de los 90 que Lima generalizó esa conciencia de que el país experimentaba una guerra contra el terror. Los atentados de Sendero Luminoso habían alcanzado los perímetros de las zonas más privilegiadas de la nación. Fueron tiempos en que el toque de queda y los apagones eran rutina diaria en todo el territorio de la capital. La inseguridad estaba propagada.

Se entiende entonces por qué esta época fue una temporada en que la inocencia sabía a utopía. El paraíso de Lili, así como tantos otros “paraísos”, estaba mancillado por la subversión. Se vivían momentos en que cualquier sueño bifurcaba hacia el terreno de la pesadilla, esa cruda realidad con la que cohabitaron muchos civiles inocentes, ajenos al conflicto, aunque implicados ante la necedad de una causa política orientada por la violencia. Ahora, Canción sin nombre (2019) no es una película que pretende centrarse en las peripecias que generó el enfrentamiento armado. Se podría decir incluso que este es apenas un escenario de fondo: los primeros indicios del terrorismo dentro de la capital, el cual ha comenzado a infiltrarse estratégicamente en las zonas más desatendidas de la metrópoli. El tema en primer plano de León es el de los secuestros a recién nacidos destinados al extranjero para ser vendidos. Era toda una red de bandidos que silenciosamente había atentado contra la armonía de una multitud de familias que nunca más volvieron a ver a sus primogénitos. ¿A qué nos recuerda eso? A las consecuencias del conflicto armado. Es decir; el trasfondo de esta historia, se podría decir, es una guía para comprender y concientizar el dolor de los deudos generado por ese negocio ilegal que de igual manera atentó contra los derechos humanos. Sendas operaciones dejaron saldos de desaparecidos, familias divididas e incluso impulsaron actos violentos que coaccionaron contra los que intentaron denunciarlo.

Rodaje de «Canción sin nombre».

Canción sin nombre relata una historia basada en hechos reales. Georgina (Pamela Mendoza) es una de las tantas madres que sufre por el secuestro de su bebé a manos de una clínica ficticia. Esto es solo el principio de un escenario que descubre una serie de perjurios que recaen sobre la protagonista. Estamos en Lima en el año de 1988. León no solo nos apunta que la capital para entonces estaba a un paso de ser infestada por las fuerzas de Sendero Luminoso, sino que también está siendo azotada por otro mal igual de sigiloso y despiadado. Pero lo más alarmante es que para ese entonces ambos ultrajes se están abriendo paso dentro de un mismo escenario de la capital. Georgina es una las primeras habitantes de las nuevas barriadas asentadas en las zonas periféricas limeñas a finales de esa década, espacios inaugurados sin ningún título de propiedad en respuesta a la pobreza extrema que representaron sus mismos ocupantes. En tanto, son estas zonas, ya de por sí postradas por la miseria, foco de los azotes nacionales. Estamos hablando pues de un entorno en donde la sociedad más desamparada de la capital es la que está más expuesta a los malestares de la coyuntura, sin contar con el resto de obstáculos u ofensas que el sector público le propinaba a este sector social.

Es así como vemos a Georgina siendo obstruida o desafiada por el protocolo judicial o el policial. No es gratuito que ella o su pareja sean personas indocumentadas. Estamos tratando con casos de familias que se han criado en un entorno dominado por una orfandad estatal severa. En consecuencia, ellos se convirtieron en los “sin nombre”, las víctimas de una realidad que engendró colectivos dedicados a injuriar identidades. Tanto el terrorismo como los secuestradores de recién nacidos, son un síntoma de esas deficiencias o desintereses del gobierno. Es el continuismo o tradición de una nación forjada o acostumbrada a contemplar cómo una fracción pobre está expuesta a la violación de los derechos humanos. Luego de décadas de menosprecio hacia estas áreas, el Perú observó la cristalización de esos resentimientos o perversiones, vieron nacer a sus monstruos que, como siempre, decidieron empezar por atacar a los más débiles. Canción sin nombre es una honra a estos agraviados. Georgina figura como una representante de esa comunidad que era el paredón de los sufrimientos que tensaron la época. Ella no solo tendrá que sobrevivir con el rapto de su hija, sino también con el terrorismo que la alcanzó, nuevamente, sin consentirlo. Podríamos decir que Lima es equivalente al principio de un injusto infierno para esta mujer migrante. El hecho es que hay precedentes de que el comienzo de ese infierno aconteció mucho antes.

Canción sin nombre inicia con un ritual andino celebrado en los confines de los arenales limeños. La iniciación de un danzak o danzante de tijera, baile originario de la zona de la sierra central peruana, es el indicio de que esta comunidad migrante, a la que pertenece Georgina, posiblemente, sea procedente de Ayacucho –o sus alrededores–, siendo esta la ciudad en dónde Abimael Guzmán dio forma y activismo a Sendero Luminoso desde los mediados de los 70. Esto convirtió a Ayacucho en una de las ciudades más golpeadas por el terrorismo. La violencia que se desató en dicha localidad alcanzó tales rangos que gran porcentaje de su población escapó rumbo a Lima para refugiarse en las zonas aledañas a la urbanidad o el desierto no reclamado por la comunidad civil. Por tanto, podríamos inferir o sospechar que el calvario de Georgina estaba a mitad de camino al ser ella una de las tantas que huyó de la violencia, luego de atestiguar, tal vez, la muerte de sus padres, hermanos, vecinos, o incluso vio cómo estos se sumaron a las causas de Sendero Luminoso por un deseo de sobrevivir o proteger a los suyos. León no lo aclara y con razón. El centro del drama de su historia es la peregrinación de una mujer ante el rapto de su niña. Este relato además podría haberse abierto a una senda melodramática, a propósito del lado íntimo de ese otro importante protagonista, Pedro (Tommy Párraga), un joven periodista que comienza a investigar el caso de Georgina. El hecho es que esta circunstancia es solo un accesorio dentro de un escenario que parece tirar abajo cualquier gesto que nos recuerde a un ámbito cotidiano, romántico o fantasioso. Una vez más, vemos los paraísos ultrajados.

La película de León crea en paralelo una historia de amor, sin embargo, esta se manifiesta como una incidencia que no logra concretarse, y ello es en razón a circunstancias más urgentes. Pedro, en medio de esa sociedad encerrada en sus propios intereses, ignorantes de lo que está aconteciendo, opta –en principio, a regañadientes– en ser un chispazo de esperanza para la protagonista. Es una reacción excepcional dentro de un entorno en donde los mismos administradores de la nación alimentan ese ánimo egoísta y nublan la vista de la sociedad (una falsa promesa en un periódico: “Tren eléctrico: una realidad”) con sueños imposibles en tiempos surreales. Lo cierto es que este acto benefactor genera secuelas, esas respuestas propias de un entorno represor. Como en el neorrealismo, este filme tendrá un germen de esperanza, pero estamos hablando de un contexto trágico en donde ese mismo optimismo está en agonía y termina por ser censurado. Es por eso que Canción sin nombre puede ser interpretada además como una oda a esos héroes que tuvieron que colgar sus capas a fuerza de la intimidación. Era la lucha de David contra Goliat, solo que en un terreno en donde no existía la seguridad de la fe o Dios. Pedro asume un rol paternalista sin imaginar que no le aguarda respaldo alguno. Qué podía esperarse de una nación que estaba a puertas de uno de los gobiernos más corruptos y escandalosos de la historia mundial; la dictadura de Alberto Fujimori, líder que incluso tuvo el descaro de arrebatar los laureles de los héroes que se encargaron de ponerle fin a Sendero Luminoso.

Es a razón de la censura u obstrucción que se entiende también por qué Canción sin nombre termina de una forma que no define conclusión alguna. Puede que sea malinterpretada como una película que no supo cerrar el drama, ya sea el del romance, el de la madre buscando a su hijo o el terrorismo infiltrándose en la vida de la protagonista. Ya comentaba que el amor era tópico imposible dentro de este contexto. No hay lugar para romanticismos o dramas que lucen secundarios ante un conflicto que se extiende a lo largo de una nación. Es por eso mismo que el desenlace de esa relación amorosa de Pedro luce tan desabrido. Es un romance sincero, pero que se denota furtivo. Es un final lógico dentro de las circunstancias. Por otro lado, Georgina hace un canto bucólico a la línea de la tradición andina que le enseñó a depurar sus penas a partir de los cánticos. Es el testimonio doloroso convertido en canción, pero que además revela un pesar irreparable. León realiza una película inspirada en un hecho inconcluso, aquel que dejó heridas abiertas, pérdidas que no encontraron solución, madres que siguen viviendo con esa confrontación, ese duelo irremediable. La directora no es quien decide el final, sino es la misma historia la que lo hace. Por consecuencia, Canción sin nombre se alinea a la fila de las películas incentivadas por captar testimonios que hacen culto a la memoria, siendo el tema de los casos de secuestros a recién nacidos en el Perú uno no concluso y casi nulo en la filmografía nacional.

Al margen de lo temático, Canción sin nombre es una película estéticamente atractiva. No solo es la gran labor de Inti Briones desde la dirección de fotografía, sino también la definición del encuadre en cada una de las escenas. León escatima la movilidad de la cámara para dar aliento pictórico desde lo estático. Esto se configura además mediante la limitación de la movilidad de los personajes que, en ciertos casos, es ajustada a partir de los planos generales con angulaciones en contrapicados que parecen ralentizar el despliegue de los mismos, por ejemplo, al circular entre los arenales o en las escaleras de un edificio público. De igual forma, hay una búsqueda de espacios que estimulan el conflicto o el drama que envuelve a los personajes. Georgina vive en el lugar más recluido de este retiro comunitario. La frontera del cielo y la arena apenas se diferencia por una línea, y en medio de la inmensidad, la soledad de su recinto luce despegada del mundo. No es metáfora. La protagonista está aislada y es insignificante en medio de esa inmensidad aplastante. La película de Melina León sintoniza con otros filmes peruanos recientes, tales como Las colmenas (2020), de Luis Basurto, o Samichay (2020), de Mauricio Franco Tosso, en donde el paisaje natural, reforzado por el trabajo técnico, subraya el patetismo humano. Por último, Canción sin nombre se puede ver en Netflix desde varios países, lo que hace mirar desde otro perfil la validez de estas plataformas digitales, las cuales han logrado abrir una nueva ruta de distribución que para una película peruana sería difícil concretar en un ámbito presencial.


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