[Premios Oscar] Crítica: «Licorice Pizza», de Paul Thomas Anderson


Licorice Pizza” es la más reciente película del afamado director Paul Thomas Anderson, autor de filmes tan diversos como “Boogie Nights”, “The Master”, o “El hilo fantasma”. Lo que nos trae esta vez, sin embargo, es algo un poco más ligero que a los que nos tiene acostumbrados: una historia tipo coming of age basada en sus propias experiencias (junto con anécdotas de amigos suyos), que se lleva a cabo a principios de la década de 1970 en el Valle de San Fernando. Visualmente impresionante e impecablemente actuada, la película sin embargo cuenta con ciertos elementos, tanto fallidos como problemáticos, que impidieron que conectara conmigo de manera particularmente potente.

Alana Haim (del grupo de rock “Haim”) interpreta a Alana (tiene sentido), una chica de 25 años que parece estar estancada en la vida: no piensa en su futuro, y se pasa los días trabajando como asistente de fotografía para un colegio. Todo esto cambia cuando conoce a Gary (Cooper Hoffman), un chico de 15 años con mente de emprendedor, agrandado y dispuesto a hacer de todo por conseguir dinero. Es así que se entabla una relación entre ambos, a pesar de la diferencia de edad que existe entre ellos. Y a lo largo de la película (que se lleva a cabo en el verano de 1973) se ve como varían entre lo “romántico” y lo más bien platónico, pasando por diferentes momentos de sus respectivas vidas.

Vale la pena comenzar mencionado el “elefante en la habitación”: sí, “Licorice Pizza” trata sobre la relación entre un adolescente (menor de edad) y una mujer diez años mayor que él. Ahora bien, la buena noticia es que dicha relación es tratada con suficiente delicadeza durante la mayor parte de la película, dando a entender que ambos personajes se están encontrando en momentos muy similares para ellos, ya que ella es alguien mayor con características inmaduras, y él es alguien menor con características de adulto. No obstante, por más de que pasen por momentos de celos, da la impresión de que simplemente se consideran como amigos, lo cual resulta en secuencias verdaderamente enternecedoras, hasta emotivas.

Sin embargo —y sin ánimos de incluir spoilers—, todo esto es arruinado por el final de la película. Solo diré que las últimas escenas de “Licorice Pizza” arruinan el carácter platónico de la relación, haciendo que la historia culmine de manera artificialmente romántica —lo que supuestamente debería ser un desenlace dulce, es arruinado por el simple hecho de que él es un niño y ella es una adulta. Evidentemente esto no quiere decir que Anderson está justificando o avalando la relación entre ambos personajes; pero lo que fastidia es que parece que la película quiere denotar cierto componente romántico y emotivo durante las últimas escenas. Todo, desde la elección de planos hasta la edición y, por supuesto, la banda sonora, apunta a que “Licorice Pizza” quiere que uno se enternezca con el final. Pero si uno lo piensa por más de treinta segundos, se podrá dar cuenta que simplemente eso… está mal.

Evidentemente, habrá quien defienda a Anderson y las decisiones que tomó en “Licorice Pizza”. Y es cierto que, en términos generales —e ignorando un poco el final—, se trata de una muy buena película. Las actuaciones, por ejemplo, son todas de primer nivel, siendo, lógicamente, Haim y Hoffman los que resaltan más. La primera demuestra tener un gran carisma, manejando muy bien sus expresiones faciales para denotar mucho con muy poco, y construyendo a Alana como alguien estancado, inmaduro, que se siente desfavorablemente comparado con sus hermanas. Y Hoffman interpreta a Gary como alguien algo desesperante… lo cual tiene sentido, porque es un adolescente. Se siente, entonces, como el retrato creíble de un adolescente normal, interesado en chicas y en ser independiente —lo que lo diferencia de otros personajes similares es su personalidad extrovertida, el chico siempre dispuesto a crear nuevos negocios y tener éxito.

Adicionalmente, la recreación de la época es impecable, indudablemente inspirada en la juventud de Anderson en el Valle de San Fernando en los años 70. Todo, desde el vestuario, hasta los escenarios, y la utilización de carros setenteros durante las escenas en exteriores, contribuye a transportar al espectador a un lugar y espacio muy específicos. Lo mismo se puede decir, de hecho, de los personajes secundarios, interpretados por actores de la talla de Bradley Cooper, Tom Waits o Sean Penn —todos están basados en figuras reales de Hollywood de los setentas, lo cual abona en otorgarle mucha verosimilitud a la cinta. Ayuda, por supuesto, que dichas interpretaciones sean todas memorables, por más de que varias sean pequeñas y hasta anecdóticas para la narrativa en general.

De hecho, fuera del final —y de un personaje que utiliza un acento súper racista para hablar con sus esposas japonesas; un detalle que en vez de sentirse como “apropiado” para la época, simplemente es innecesario y gratuito—, lo que más me fastidió de “Licorice Pizza” es su naturaleza aleatoria. Más que como una historia, se siente como una serie de anécdotas, como eventos inconexos que, incluso, muchas veces no tienen juntos a los dos protagonistas. Esto evitó que pueda conectar con los personajes, haciendo que, para el final, me sienta algo cansado de la película, en vez de fascinado por lo que veía en pantalla.

Sé que sueno increíblemente negativo (especialmente en comparación a la mayoría de críticos, que han amado esta película), pero esa no es mi intención. De hecho, no creo que “Licorice Pizza” sea una mala película; Anderson es demasiado talentoso como cineasta, como para dirigir (y escribir) un filme verdaderamente nefasto. Lo que pasó es que, simplemente, no pude conectar con la historia y sus personajes de la manera que a Anderson le hubiera gustado, especialmente considerando los problemas que tuve con el final y con la estructura de la narrativa. Súmenle a eso algunos detalles innecesariamente racistas (que ni el mismo Anderson ha podido defender en sus entrevistas… ¡“red flag”!), y “Licorice Pizza” se torna rápidamente en una cinta expertamente hecha y sublimemente actuada, pero fallida. Eso sí, igual es mejor que comerse una verdadera pizza de regaliz.

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