«Un año, una noche» (2022): El dolor después del terror

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La noche del 13 de noviembre de 2015 tuvo lugar un concierto del grupo estadounidense Eagles of Death Metal en la histórica sala Bataclan de París al que asistieron alrededor de 1500 personas, una de ellas el ingeniero español Ramón González. También estaban los futuros autores de la matanza de 89 personas, uno de varios ataques terroristas del Daesh cometidos esa misma noche, que se convertirían en los más letales de Francia desde la Segunda Guerra Mundial. González contaría su experiencia como superviviente en Paz, amor y death metal (2018), libro en el que está basada la reciente coproducción hispano-francesa Un año, una noche (2022), dirigida por el laureado director catalán Isaki Lacuesta. Como refleja el título de la película, estrenada en la pasada Berlinale, la historia de González no se centra en recrear todo lo que sucedió aquella nefasta noche sino en reflexionar sobre sus inevitables consecuencias traumáticas en el autor y en sus relaciones personales a lo largo de un año. Un duro pero valiente testimonio que Lacuesta aborda de una forma que puede resultar desconcertante para el espectador promedio pero que enfatiza la angustia y frustración irreversibles de su protagonista y de cualquiera que haya enfrentado una desgracia humana similar.  

La película está compuesta por dos líneas narrativas entrelazadas: la de la noche del atentado, y la de la vida de Ramón durante el resto del año. Al inicio parece que estamos siguiendo una misma cronología con interrupciones de flashbacks, y nunca es del todo claro si los últimos son recuerdos de los personajes o a una representación neutral de lo sucedido. No sabemos si la primera escena de diálogo entre Ramón y su novia francesa Céline ocurre en la mañana del atentado o en la del día siguiente. Aunque gradualmente se vislumbran las dos tramas, la confusión y ambigüedad iniciales hacen que el espectador sea más consciente del estado de shock de los personajes. Lacuesta también aprovecha los escaparates y otros  elementos reflectantes de la ciudad cuando los personajes transitan por ella para generar un efecto similar al de un laberinto de espejos que enfatiza la confusión e incertidumbre en la que se encuentran. Esto también se refleja a través de los varios ruidos y sonidos ambientales de ambas tramas que se cruzan con frecuencia. Tal es así que una sirena de ambulancia del atentado o la música del concierto se escuchan en escenas de otros días. Son componentes arriesgados para una película de gran interés colectivo pero que se justifican por la dureza emocional del tema. 

Lacuesta no pudo conseguir una mejor dupla de talentos contemporáneos para dar vida a la pareja central. Mientras que Ramón es interpretado por el argentino Nahuel Pérez Biscayart, mejor conocido por su rol protagónico en 120 latidos por minuto (2017), Céline es interpretada por Noémie Merlant, la pintora protagónica de Retrato de una mujer en llamas (2019) y la asistente personal de Cate Blanchett en Tár (2022). Ambos actores no solo logran plasmar un amplio rango de emociones para sus respectivos personajes, desde la euforia sonora y física que demuestran durante el concierto hasta los lamentos desgarradores tras sufrir el atentado. También son capaces de construir una relación de pareja convincente que se inicia con una pasión sublime y que desciende al hastío mutuo más crudo como consecuencia del fuerte trauma que comparten. El talento de Nahuel es sobre todo palpable durante los ataques de pánico que sufre Ramón y que rivalizan con su experiencia en el atentado. Si bien el guion invierte más tiempo en Ramón al estar basado en su libro, el personaje de Céline también tiene su propio espacio relevante, especialmente por lidiar con adolescentes musulmanes como asistenta social. Sin desmerecer el rol secundario de Quim Gutierrez, algunas de las mejores escenas de la película involucran únicamente a la pareja principal.      

Las otras escenas potentes naturalmente corresponden al desgraciado atentado de Bataclan. Lacuesta afortunadamente rechaza retratar o adoptar la perspectiva de los atacantes y mucho menos reconstruir minuciosamente el ataque. Fuera del sonido de los fusiles en la oscuridad, lo más espeluznante e impactante de esta representación es la estampida humana en la que Céline y otras personas son arrastradas mientras muchos otros terminan aplastados y probablemente ejecutados. A diferencia de cintas de Hollywood sobre atentados que terminan por convertir a sus verdugos en protagonistas con el afán de identificar en ellos “la raíz del mal”, Un año, una noche prioriza en todo momento a las víctimas. Las escenas que los retratan mientras se esconden angustiosamente de sus atacantes son de tal realismo que, si no fuese por el francés, podrían corresponder a cualquier tiroteo reciente en Estados Unidos o a los ataques neonazis del 2011 en Noruega. En ese sentido la ideología e identidad de los terroristas se vuelven secundarias cuando su objetivo común es la vejación, el dolor y el trauma irreversibles de seres inocentes. Esto no significa que la película rehuye de abordar el complejo conflicto de Francia con su comunidad musulmana, o de cuestionar la actuación del pasado gobierno relativamente progresista de François Hollande.              

Aparte de algunas escenas reiterativas y extensas sobre el deterioro de la relación de Ramón y Céline, lo más débil y prescindible del film es el segmento correspondiente a unas vacaciones en Madrid con la familia de Ramón. Es aquí donde ocurre el inexplicable debut cinematográfico del rapero C. Tangana como un hermano de Ramón, un rol que se siente tristemente forzado tanto por la flojera interpretativa del madrileño como por su indiscutible diferencia física e incluso vocal con el actor protagónico. Más simpática y pertinente resulta Natalia de Molina como su pareja errática. La necesidad de incluir este contexto español se entiende por la nacionalidad del superviviente, pero al final parece responder más a un requisito de coproducción español para una película mayoritariamente rodada en París y en francés, protagonizada por un actor argentino y una actriz francesa. Aunque la historia de Ramón González se presta a una colaboración orgánica entre productoras francesas y españolas, la película ofrece aquí un ejemplo de ciertas inconsistencias y frustraciones creativas que pueden darse en las coproducciones.         

Teniendo en cuenta su aspecto francés predominante y su enfoque en una desgracia humana de repercusión universal, Un año, una noche es comparable a Lo imposible (2012), producción española cultural y lingüísticamente camuflada que gira en torno al tsunami de Sumatra de 2004. La cinta de Juan Antonio Bayona también comparte el hecho de estar basada en el testimonio de una familia superviviente española que en la ficción es representada como anglosajona. Aunque el protagonista del film de Lacuesta mantiene la nacionalidad de Ramón González, la actuación de Nahuel Pérez Biscayart le aporta una apariencia ambigua que puede comprometer su percepción como español. Sin embargo, la elección de un actor argentino bilingüe no solo destaca la condición de inmigrante hispano de Ramón sino que también lo convierte en un representante más cercano a las víctimas mayoritariamente francesas del atentado, y de una generación de parisinos que tuvo que convivir con el miedo de la amenaza yijadista. Asimismo, de cara a un público internacional, su emparejamiento con Noémie Merlant resulta tan efectivo como la dupla protagonista del film de Bayona. Si bien ambas obras muestran con contundencia lo frágil que puede ser la vida ante la inclemencia de la naturaleza o del propio hombre, Lo imposible resulta más optimista y quizás simplista al asumir que las heridas físicas y psicológicas se curan con el tiempo y que sobrevivir es bendición suficiente. Un año, una noche rompe con esta suposición ingenua al explorar cómo el trauma puede alterar conductas y quebrar relaciones incluso meses después de sufrir una catástrofe. 

Sin estar a la altura de los mejores trabajos de Isaki Lacuesta como los documentales dramatizados La leyenda del tiempo (2006) y Entre dos aguas (2018), esta película constituye una dramatización excepcionalmente madura y honesta de un atentado terrorista que ante todo ensalza la memoria de sus muertos y la fortaleza de sus supervivientes. Aunque se vuelve tediosa y predecible en su tramo final, la cinta no se conforma con un típico tratamiento lineal e hiperbólico y se esfuerza por compartirnos la perspectiva perturbada de sus protagonistas. El testimonio de Ramón González es un texto que celebra la vida pero que reconoce el daño irreversible de un atentado. Es digno de ser difundido en un mundo donde todavía podemos tener la desgracia de cruzarnos con terroristas suicidas pero también con policías racistas y hasta presidentas totalitarias que arrebatan vidas y siembran dolor sin fundamento ni remordimiento.

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