[Crítica] “No dejes de mirarme” (Never Look Away, 2018): Objetividad teutónica

Never Look Away

Me impresionó profundamente esta película. No solo por el tratamiento a los contenidos terribles de su argumento sino, sobre todo, por la forma cómo la narración deriva y se sostiene en la mostración de una determinada concepción estética en las artes plásticas contemporáneas. Lo consigue al ser también un filme de época, marcado por los contextos históricos en el que se desarrolla; lo que cubre el arte calificado como “degenerado” por los nazis, el realismo socialista en los inicios de la República Democrática Alemana (RDA) y la vanguardia creativa de los años 60 en la entonces República Federal Alemana (RFA).

Pero, quizás su gran “jale” es que se trata de un drama romántico de aprendizaje y autodescubrimiento personal del joven Kurt Barnert (Tom Schilling) desde su infancia, adolescencia y matrimonio hasta la treintena, momento de su despegue profesional. Esto permite al director, Florian Henckel von Donnersmarck, incorporar además el conflicto intergeneracional, no solo con fines dramáticos sino también como vehículo de enjuiciamiento (muy peculiar, por cierto) de la generación que participó en la II Guerra Mundial por la joven generación de postguerra.

Estamos ante una obra con un relato eficaz que se desenvuelve en distintos niveles narrativos y formales. En otras palabras, una obra en la que las circunstancias argumentales están íntimamente imbricadas tanto con los componentes histórico-concretos, como con la formación de una determinada concepción estética en el campo de las artes plásticas. En tal sentido, esta es una película “grande”, en la que ocurren muchas cosas en planos simultáneos pero claramente definidos; en verdad, una película espléndida en muchos sentidos, los que discutiremos a continuación. 

Desde el punto de vista argumental, se contrastan, de un lado, el cuidado médico, la maternidad, el derecho a la vida y la libertad artística; de otro lado, el uso criminal de la medicina, la esterilización forzada, la discriminación por discapacidad y el genocidio, así como el control político de la creación artística. Estos contenidos alimentan los conflictos dramáticos, los cuales –notablemente– evitan cualquier maniqueísmo o esquematismo, ya que proveen los insumos (que atrapan al espectador mediante una sólida y relativamente innovadora estructura narrativa) para colocar el relato en el plano de la creación artística. 

Estructura tripartita

La cinta está dividida en tres partes: una inicial (más corta) y dos más largas (que constituyen casi dos películas en una). El primer bloque, introductorio, transcurre alrededor de 1940, en la infancia del protagonista, paseando por una exposición de “arte degenerado” junto a su bella y joven tía Elisabeth May (Saskia Rosendahl); la cual sería posteriormente diagnosticada como esquizofrénica y perecerá víctima de la política eugenésica nazi, en una clínica donde previamente fue “atendida” por el experto –aunque siniestro– ginecólogo de las SS Carl Seeband (Sebastian Koch). Aquí se presenta al protagonista, un Kurt niño (Cai Cohrs) con instintos artísticos, como temprano testigo de este episodio ocurrido durante un régimen totalitario (el nazi).

Confieso que no me enganché en esta parte inicial, la que me pareció una pizca pretenciosa, algo intelectual y, sobre todo, me alarmó la posibilidad de estar ante una dilatada, lenta y densa cinta germánica (la película dura tres horas y pico). Estuve tentado de buscar otro filme. Felizmente, la acción avanzó en un nuevo sentido y se desenvolvió con agilidad, generándose inesperados giros argumentales que se apartan de lo previsible y de los lugares comunes, manteniendo el interés y haciendo que casi no se sienta el paso del tiempo. 

Así, en la segunda parte se desarrolla la adolescencia y juventud de Kurt durante la inmediata posguerra. Aquí aparecen su padre Johann (Jörg Schüttauf), su familia, sus inicios como pintor de carteles e ingreso a la Escuela de Arte de Dresde. Allí conocerá a su novia y posterior esposa Ellie (Paula Beer), reapareciendo inesperadamente Carl Seeband como su suegro; aunque Kurt nunca llegará a saber –y este es un dato clave– la relación entre el médico y el trágico destino de su tía Elisabeth. Sobre esta base se montará el drama familiar que causará pesares a la joven pareja, mientras que el protagonista continuará como observador participante (aunque no convencido) de un nuevo régimen totalitario (el comunista); en el cual se ha reciclado exitosamente su ahora suegro.

No obstante, el cambio en las circunstancias políticas y la (oculta) adhesión de Seeband a sus raíces nazis, conducirían –paradójicamente– a que el astuto galeno pueda emigrar al sector occidental. Este es el giro más más sorprendente y contra intuitivo (en términos dramáticos y políticos) en la película; el que abrirá un espacio de profunda reflexión en Kurt, tanto para asimilar la relación con su suegro en el ámbito familiar como para la definición sobre su rumbo profesional.     

Se llega así a la tercera parte, la que transcurre meses antes de la construcción del Muro de Berlín, luego de que Kurt (junto a Ellie) fugaran a la RFA, pese a sus promisorias perspectivas profesionales en el campo del realismo socialista, imperante en la entonces RDA. En esta etapa, situada en la Academia de Arte de Düsseldorf, aparecerán nuevos personajes en el entorno profesional del protagonista, los que acompañarán y estimularán el esforzado auto descubrimiento de su exitoso camino artístico; el que –simultáneamente– resolverá las tensiones acumuladas en el marco del drama familiar generado por las maldades (en el pasado y el presente, en la película) del avieso médico.

Como hemos señalado, Von Donnersmarck evita el maniqueísmo y esto se aprecia en la forma en que ha construido a sus dos personajes principales –Kurt Barmert y Carl Seeband– así como el conflicto que los enfrentará a lo largo del filme, el que constituirá su hilo conductor tanto en el plano dramático como –finalmente– en el plano estético; y que se resolverá de forma muy original.

Un villano complejo, diestro y taimado

En tal sentido, Seeband, su “villano”, tiene rasgos complejos y significativos, que impactan principalmente en la estructura dramática y a nivel conceptual. En primer lugar, es realmente un experto en su campo, al punto de que solo por el tipo de lamentos de una madre gestante puede identificar –incluso a la distancia– los problemas que se pueden presentar durante un parto específico. Los médicos, como profesión y ya de por sí, tienen bastante poder; y el propio Carl lo enfatizará ante sus carceleros rusos al exigir ser tratado con el título de “profesor”. 

En tal sentido, la película exhibe aquí a un representante de la elite técnico-científica (en este caso, médica) de la Alemania nazi, talentos que tanto estadounidenses como soviéticos capturarían y usarían para sus fines durante la posterior Guerra Fría. Gracias a sus conocimientos, experiencia –pero también capacidad manipuladora–, Seeband logrará ocultar su pasado criminal durante el nazismo, reciclarse en la RDA y luego en la RFA. Este no fue un caso aislado sino el de muchos profesionales de alto nivel (también del sector cultural) que lograron reinventarse y salir indemnes tras los procesos de desnazificación tras la guerra. 

En cierta forma, la cinta también cuestiona la imagen de eficiencia profesional atribuidas a los alemanes y aplicadas al genocidio nazi bajo sistemas impersonales de organización industrial (la famosa “banalidad del mal”, definida y estudiada por Hanna Arendt). La política de exterminio eugenésico era aplicada rutinariamente por Seeband y sus colegas, evitando –ocasionalmente– el “conflicto de interés” cuando este se presentaba; y se extendía más allá del ámbito profesional, llegando inclusive a la esfera familiar.

No sorprende, entonces, que su poder como jefe de hogar fuera incuestionable. Pese a ello, es astuto y acepta el matrimonio de su hija única, al que se opone íntimamente por razones eugenésicas; pero, al mismo tiempo, busca afectar seriamente tal relación. Esa combinación entre autoridad (profesional) y autoritarismo (inmoral y criminal) define también su relación con Kurt: lo tolera pero también lo menosprecia; lo humilla pero, al mismo tiempo, lo ayuda económicamente (consiguiéndole empleo como limpiador o dándole encargos de recadero). Como señalamos antes, es un “villano” complejo, diestro y taimado.

Incluso, adopta un tono paternal con el protagonista, al aconsejarle –basándose en su experiencia– que no solo debe estar entre los mejores en su profesión, sino que debe convertirse en el primero. Aquí se añade a la excelencia profesional, el espíritu ultra competitivo que, en el contexto de la película, sugiere que estas aptitudes tan caras al neoliberalismo actual también se pueden dar en Estados totalitarios con resultados igual de “eficaces”, aunque monstruosos. 

Igualmente, asocia el uso instrumental del conocimiento –mediante su aplicación eficaz y competitiva– con el autoritarismo, ya sea en el contexto de una dictadura totalitaria como en el de un Estado democrático; puesto al servicio de la supervivencia y el ocultamiento del pasado genocida durante su inserción en el sistema de salud de la RFA. 

Más aun, sugiere que en la base del “milagro económico” alemán de la posguerra estaba la misma dedicación y eficiencia técnico-científica (aquí representada por un brillante médico especialista) del complejo militar-industrial que sostuvo a Hitler durante la guerra y el Holocausto. Y que parte de ese autoritarismo nazi –cubierto por un grueso velo de olvido– estaba presente en la administración de la joven RFA. De allí, el maquiavelismo con el que ha sido construido el personaje de Carl Seeband.

Maquiavelismo que prospera únicamente por la actitud neutra y aparentemente complaciente del joven Barnert, incluso cuando este ya conocía los antecedentes eugenésicos de su suegro, por los comentarios de la propia Ellie en el segundo gran bloque de la cinta; a lo que debe añadirse el destino distinto del padre de Kurt, quien reconoció su militancia nazi, no por convicción sino por necesidad, para mantener su empleo como director de una escuela de la que fue despedido; a diferencia del destino del maligno ginecólogo, un nazi convencido. 

Autodescubrimiento por partida doble

Este tratamiento del conflicto medular del filme es otro de los grandes hallazgos de Von Donnersmarck. A la perversa astucia de Seeband, Kurt opone una especie de resistencia pasiva; a la sinuosa ambivalencia del suegro, su yerno contrapone una cierta aceptación, ambigua y aparentemente indiferente, ante circunstancias adversas impuestas en parte por acción de su adversario. Lo que no deja de ser intrigante para el espectador. 

Sobre todo porque eso no significa que el protagonista carezca de iniciativa ni voluntad. Kurt demuestra seguridad y atrevimiento para enamorar a Ellie, así como –más adelante– capacidad de decisión para asumir riesgos al rechazar un puesto promisorio en la RDA por motivos eminentemente artísticos. Su objetivo era tener libertad para encontrar su propio camino. En la RFA la tuvo difícil porque encontró que el arte figurativo (al que se orientaban sus talentos) y la misma pintura estaba en la picota. Tanto el mercado como la comunidad artística se orientaban hacia la experimentación formal, la abstracción y la performance.

Kurt seguiría inicialmente esa ruta para beneplácito y reconocimiento de sus jóvenes condiscípulos, pero manteniendo en su fuero interno la misma insatisfacción que sentía ante el realismo socialista; lo que se evidenciaría en el consejo de su mentor Antonius van Verten (Oliver Masucci). Esto lo conducirá a destruir sus obras y, tras numerosos intentos, logrará encontrar una “técnica” que lo llevaría al éxito. 

Esto demuestra que Kurt sí tenía una férrea voluntad, pero para el autodescubrimiento; es decir, sí era consciente de su enfrentamiento con su suegro pero –con suprema intuición y pacientemente– encontró que solo superando su conflicto interno (de carácter artístico) podría vencer en el conflicto externo (en la esfera familiar). Persistió con resiliencia en su búsqueda estética.

Fue un autodescubrimiento por partida doble. De un lado, su pasividad ante Seeband se relaciona con su carácter de observador y de testigo, buscando –sin embargo– emular a su enemigo en el plano profesional; o sea, alcanzar la excelencia creativa, pero sin contentarse solo con estar entre los mejores sino también ser el mejor. De otro lado, logra construir un concepto estético original que le permitirá crecer y triunfar; y ese es otro de los grandes logros de esta película, pues tal concepto incorpora –sin querer queriendo– el desocultamiento del drama familiar y el pasado de Seeband como si fuera mera vida cotidiana (pero asumida como tal por el espectador convencional, lo que –nuevamente– resulta poco común).

Objetividad figurativa y explosiva

A contrapelo de la experimentación apoyada en la abstracción y la performance, Kurt desarrolla una técnica basada en la fotografía, buscando el mayor realismo y aspirando a la verdad estética; pero trabajándola de forma ligeramente difuminada, con escenas propias de su álbum familiar. Fotos a veces combinadas o traslapadas, cotidianas, de pasaporte, así como periodísticas, de la guerra y de la era nazi, entre otras, usando esa técnica. Al ver esas pinturas donde aparece junto a su hija, su futuro nieto y la tía Elisabeth, Seeband queda aterrorizado y huye casi despavorido; ante la sorpresa e incomprensión de Günther Preusser (Hanno Koffler), condiscípulo del protagonista.          

De esta forma, todo el pasado de horror criminal, encubrimiento y mentira de su suegro cae por los suelos. Al mismo tiempo, estas piezas suponen la recuperación explícita del pasado nazi y de la guerra; pero “encerrados” con cierta ambigüedad en el presente y en lo cotidiano, lo que supone un sutil cuestionamiento a la generación anterior (nazi y aquellos que miraron al costado en esa época). Además, implicó una recuperación de lo figurativo en un contexto en el que el arte tendía a desconectarse o alejarse del contexto político o histórico. 

Pese a todo ello, lo interesante es que Kurt se niega a informar, explicar o analizar el contenido de sus cuadros. En su búsqueda de la mayor fidelidad a lo real y de la develación de la autenticidad o la verdad, el joven pintor se resiste a la interpretación, al punto que considera que son “obras sin autor”. De hecho, ese es el título original en alemán –poco “vendedor”, por cierto– de la película: “Werk ohne Autor”. Aunque, simultáneamente, es evidente que en sus obras hay alusiones al contexto político e histórico con el que cada espectador podrá identificarse, así como a referencias directas de su propia biografía. Lo intuitivo tiene también su parte en este asunto pues Kurt llega a este resultado asociando un poco involuntariamente su conflicto familiar y convirtiéndolo en una palanca para resolver su indefinición artística.             

Adicionalmente, debe recordarse que en aquellos años el tema del exterminio de personas con discapacidad mental y otros horrores de la época nazi eran temas tabúes (o sea, estaban silenciados por y) para muchos alemanes; por lo que este juego sutil y ambiguo de Kurt con la fotografía y lo figurativo podía tener un efecto explosivo en tales circunstancias. 

En esa línea, rescato también la afirmación de Preusser en esa época, según la cual “todo es subjetivo” en las artes plásticas; es decir, que todo sería abstracto y personal. Mientras que el planteamiento figurativo del protagonista implica, en cambio, el reconocimiento de un nivel de objetividad ausente hasta entonces; objetividad que delimita y condensa lo real en busca de la verdad, definida a partir de lo que permanecía oculto incluso en la mente y el recuerdo de los alemanes.

Simetría estructural

Aquí hay que retornar a ese bloque inicial (ese que no me convencía del todo) donde aparecía la bella tía Elisabeth, la que (salvo fugaces menciones) desaparecería en el resto de la cinta, aunque estaría como una presencia invisible hasta el mismo final. Kurt nunca supo el papel de Seeband en la tragedia de su tía, sin embargo, conociendo sus otras maldades era fácil deducir para el protagonista que podía haber tenido alguna relación a partir de sus concepciones eugenésicas. 

Gracias a su enfoque objetivo, su yerno pudo demoler (léase, develar) con un solo golpe de vista el horror presente en la vida entera de su suegro. La delimitación objetivo-figurativa podía ser mucho más poderosa que lo subjetivo (las interpretaciones), más aún en un contexto donde “todo es subjetivo”; e incluso llegar a alcanzar lo todavía no conocido, al constituirse en una especie de puerta de entrada a horrores aún mayores a partir del personaje Seeband. 

En ese boque inicial, Kurt-niño aprende de su tía (y descubre) el valor artístico del “arte degenerado”, así como a ocultar lo prohibido por el poder totalitario; como lo haría posteriormente él mismo en la RDA con el realismo socialista. Y asociaría ese valor artístico y creatividad a los comportamientos disruptivos de Elisabeth, producidos por su desequilibrio mental. Así, ya adolescente, correrá hasta donde su padre (obligado a realizar trabajos manuales tras la guerra), para asegurarle que ha descubierto “cómo se conecta todo… el código del mundo” y que, gracias a eso, “descubriré lo que está bien, lo que es real”; actitud que pareciera sugerir una enfermedad mental, cuando era el primer gran paso en su camino del (auto) descubrimiento.

En el desenlace de la película, un Kurt treintañero repetirá alguno de esos gestos disruptivos de su tía; luego de una conferencia de prensa tras su exitosa exposición pictórica, que lo convertiría en uno de los artistas plásticos más importantes del momento. De esta forma, la obra se cierra simétricamente, recuperando la fuente inicial de su aprendizaje profesional y también oponiendo este origen con lo que ya entonces representaba Seeband como antítesis a la libertad artística y a la posibilidad de tener una familia.   

Relevancia actual

El planteamiento artístico que la película postula tiene también relevancia para el momento actual. Hoy también parece haber un cierto consenso en que vivimos un contexto en el que “todo es subjetivo”, aunque en un sentido distinto al de los años 60 del siglo pasado. En el presente, no se trata de un predominio de lo abstracto, sino que lo subjetivo es la creencia de que la realidad (e incluso la verdad) es lo que me gusta y –sobre todo– lo que deseo; lo cual no es cierto. 

Opiniones, percepciones, gustos y deseos son parte de la realidad, sin duda, pero esta existe más allá de cualquier construcción social o individual. Hay hechos y factores cuantificables, así como la propia verdad científica que –así sea transitoria o temporalmente– constituyen un espacio objetivo delimitable y verificable de lo verdadero. Lo objetivo, como lo subjetivo, no son absolutos; aunque en el presente efectivamente “todo es subjetivo” y lo objetivo se ha reducido considerablemente y, en ocasiones, hasta se ha llegado a perder el principio de realidad. 

De allí la importancia para el presente del enfoque figurativo como evidencia de lo real en el arte, aunque no como un absoluto sino como un marco de delimitación y espacio para que lo subjetivo esté contenido; sin rebasar ni evadirse completamente al campo del deseo. El milagro de la fotografía –mantener el presente, capturar el momento– es quizás lo más difícil de lograr en otros campos de la vida social en la actualidad, una época de grandes polarizaciones en torno a motivos equivocados (no reales), una época de incomunicación y donde “todo es subjetivo”.

Lo fascinante de “No dejes de mirarme” es que propone una ruta para –en palabras del protagonista– “descubrir lo que está bien, lo que es real”. La actitud neutra de Kurt, primero ante Seeband y, luego, al negarse a “profundizar” o incluso informar sobre el contenido de sus obras, se puede interpretar como una reivindicación de la objetividad como condición para acceder a lo real e incluso a la verdad. Lo cual no es tan fácil como se pudiera creer. Captar o delimitar objetivamente lo real es sumamente difícil, incluso cuando lo tenemos directamente frente a nuestras narices; como ocurre muchas veces en el debate en la esfera pública del presente, en el que –reitero– se asume que “todo es subjetivo”.    

La recuperación de la objetividad (y no solo en el arte) evidencia las contradicciones, ambivalencia y ambigüedad como parte de lo real. Lo que también deja espacio a la duda, a cierta dosis de incertidumbre que es justamente un estímulo a la curiosidad y la creatividad (el auto descubrimiento). Esta ambivalencia y sensación de ambigüedad en el marco de la concepción estética del joven Barnert (relación entre objetividad y subjetividad), corre paralela a la ambivalencia (Seeband) y ambigüedad (Kurt) en la mutua –aunque diferenciada– forma de sobrellevar su relación familiar; e incluso se repite al quedar sin definirse claramente la sospecha sobre si hubo alguna conexión entre lo ocurrido a su tía Elisabeth y el trabajo de su suegro durante el nazismo. Todas estas relativas indefiniciones a distintos niveles complejizan sutilmente la estructura narrativa y le incorporan un acercamiento a la verdad, a lo humano.   

Finalmente, cabe señalar que esta película –sin constituir propiamente un biopic– se inspira en el mismo tramo de vida de Gerhard Richter, uno de los grandes artistas plásticos vivos. El guion está basado en largas entrevistas que el director Von Donnersmarck realizó al pintor, aunque con los nombres cambiados. De allí que las grandes líneas argumentales aquí reseñadas y discutidas sigan más o menos fielmente la biografía de Richter. Los personajes también están basados en personas reales, especialmente artistas importantes como Joseph Beuys y Günther Uecker (mentor y condiscípulo, respectivamente, en Düsseldorf).

Este quizás sea uno de los pocos casos en que la fuente literaria (en esta ocasión, testimonial y autobiográfica) sobre la que se realiza una película no la eche a perder, sino que más bien mejore y, hasta cierto punto, innove la estructura dramática; en el sentido que evita los lugares comunes o los giros narrativos efectistas. Además, permite que los personajes principales sean complejos y generen, con sus actitudes, omisiones y acciones, un relato verosímil; con rasgos originales y giros dramáticamente muy bien justificados.

Igualmente importantes son la fotografía, la ambientación y una apropiada banda sonora a cargo de Max Richter, la que incluye adicionalmente piezas de Bach, entre otras. Todo esto convierte a “No dejes de mirarme” en una gran película.                  

No dejes de mirarme

Alemania, 2018, 188 min.

Dirección: Florian Henckel von Donnersmarck

Interpretación: Tom Schilling (Kurt Barnert), Sebastian Koch (profesor Carl Seeband), Paula Beer (Ellie Seeband), Saskia Rosendahl (Elisabeth May), Hanno Koffler (Günther Preusser), Oliver Masucci (profesor Antonius van Verten), Ina Weisse (Martha Seeband), Jörg Schüttauf (Johann Barnert), Cai Cohrs (Kurt Barnert niño), Yevgeny Sidikhin (mayor Murawjov de la NKVD). Guion: Florian Henckel von Donnersmarck. Fotografía: Caleb Deschanel. Música: Max Richter.

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