Festival de Lima: «Tengo sueños eléctricos» (2022) fue elegida como la mejor ópera prima

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No solo es un retrato descompuesto de la relación entre un padre y su hija. La ópera prima de la costarricense Valentina Maurel engloba todo un ambiente defectuoso en el cual se propone a desarrollar un coming-of-age a partir de las vivencias y percepciones de Eva (Daniela Marín Navarro). El mundo de esta adolescente se define de una manera precaria, soez y precozmente incidentada. Lo alarmante es que en cierta manera tanto ella y los suyos parecen acomodarse dentro de ese caos. Desde la primera secuencia de Tengo sueños eléctricos (2022), vemos signos de explosión emocional. La familia de Eva no es buena conteniendo su rabia, frustración o miedos. Si tienen que gritar, golpear o mear, simplemente lo hacen, y, en respuesta, no hay una corrección a esto. Son insignificantes las señas de adiestramiento emocional, físico o biológico. Vemos en tanto la renovación de un ciclo negligente que parte de las figuras paternas, quienes ceden al sentimiento de fracaso o a la depresión. Martín (Reinaldo Amien), padre de Eva, se convierte en el modelo por excelencia de esa imprudencia. Su hija mayor es muy apegada a él, lo que bien podría exponerla a una educación carente de un sentido común y autodestructiva. He ahí el conflicto de la película de Maurel. Ya se han visto filmes sobre mujeres adolescentes descubriendo por sí solas el mundo y aprendiendo a partir de las equivocaciones, caso The Diary of a Teenage Girl (2015) y Lady Bird (2017), muy a pesar, estas no dejan de romantizar ciertas situaciones.

Tengo sueños eléctricos está trasmitido por una mirada más realista. Esto, obviamente, no tiene que ver con que las anteriormente mencionadas sean comedias y esta un drama, sino porque está alimentada por un estado de perversión. Esta película no llega a la provocación o pesimismo del cine de Larry Clark, aunque sirve como un referente tratándose de un caso que reta y angustia al espectador. Se plantea en tanto una sensación extraña ver a personas haciéndose daño mutuamente o a sí mismas. Eva y compañía se convierten en seres exóticos, una suerte de criaturas que obedecen más al instinto. Pero lo importante es que Maurel no los descuida al punto de crear una película que explota la mala educación. No hay chabacanería o pornomiseria. De ahí por qué no llega al nivel de Clark. Y esto se debe a que fabrica además una representación “especial” sobre el amor familiar, especialmente el de padre e hija. Es a propósito de ese exotismo involuntario que se genera también un amor no convencional. Tengo sueños eléctricos goza de momentos entrañables. En medio del caos, padre e hija se acompañan y gestan momentos de alegría y paz. Esto bien podría resultar inconcebible tomando en cuenta los antecedentes, pero es así. A pesar de la confusión personal y el declive emocional, se puede divisar instantes de júbilo y ternura. Un barco se puede estar hundiendo, pero los violinistas pueden seguir tocando. Pasa en Titanic (1997) y también en la película de Valentina Maurel. Atención a lo que la directora realice a posteridad.

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