Festival de Cannes: “Volveréis” (2024), de Jonás Trueba: el limbo de ilusiones

volvereis trueba 2024

¿Una pareja que decide celebrar su ruptura? Suena como una idea original, poco ortodoxa, un evento digno del celuloide. No obstante, lo que propone Jonás Trueba dista del visionado pasivo, se embarra de metanarrativa, invita a cuestionar desde su interacción con el público. Es, diría yo, un intercambio equivalente al multilingüismo del audiovisual. De la vida misma.

Consciente de ser ficción, “Volveréis” (2024) se acerca más a las ilusiones del cine deconstructivista / existencialista de Ingmar Bergman [“Persona” está presente aquí, en una baraja de tarot] que a la narrativa clásica. Así como hicieran Woody Allen y, en cierta medida, Pedro Almodóvar (ese guiño en el título) en sus años más reconocibles, Trueba convierte su tragicomedia romántica en un estudio sobre el carácter manipulador del discurso cinematográfico. Sin más que decir, se empeña en revelar los mecanismos con los que trata de convencernos 

¿Autosabotaje? ¿Autoindulgencia? Como sumando a la contradicción, ni los protagonistas tienen claro lo que desean. Interpretada por una modesta Itsaso Arana (rostro frecuente en el cine de Trueba), Alejandra/Ale se nos presenta como la “directora” de esta separación en sentido literal y figurado. Por su parte, Vito Sanz (otro recurrente en las cintas del español) encarna a Alex, actor de profesión y cómplice de su fiesta de disolución, aunque sus deseos parecen chocar con este “proyecto ruptura”. 

Por ello, entre absurdos que delatan lo evidente (el cine como simulacro, que la pareja “volverá” aunque se esmere en negarlo), Ale y Alex compartirán el encuadre más de lo que sus diálogos pretenden decir. Si es que las líneas verticales y la profundidad de campo marcan la ilusión de ruptura, la presencia de planos compartidos (varios masters, algunos se van cerrando, otros incluyen contacto físico) y las situaciones en que se fuerzan los personajes (pretenden vivir distanciados pero buscan los departamentos en compañía) deslegitiman el carácter definitorio de su separación. Juegan con el espectador teniendo en cuenta su presencia.

Al ser una decisión tan repentina (ambos la tantean en esa primera escena, en la oscuridad de su habitación, a inicios de septiembre para finales del mismo mes), no es de esperar las cualidades de rough cut (dígase “corte en crudo” o “primer borrador”) que emana el filme (codirige Trueba junto a la ficcional Alejandra). Fallas de continuidad sonora, cortes en la misma toma (la Nouvelle Vague con esa mención de François Truffaut), planos innecesariamente largos, un montaje que juega con transiciones variopintas y la redundancia del diálogo; todo reforzado por la presencia de Ale como editora (literalmente hablando) de sus propias vivencias. La mentira y la verdad son parciales ante lo que desea y no desea mostrar (a nosotros, público real; a sus cercanos, público ficcional).

Siguiendo con su planteamiento dicotómico, la cinta se divide en dos partes unidas/separadas por esa inacabada carta de título (se mantiene el guion bajo y la fuente genérica, estilo que repiten los créditos). Conformada por encuentros casuales y diálogos extensos, la primera mitad se sumerge en el lado expositivo, en su cualidad de pieza intertextual, letrada y sumamente teórica. Destacan interacciones con conocidos y familiares, las explicaciones inacabables del porqué separarse debería ser celebrado, menciones de íconos del cine en compañía de filósofos que cuestionan el “plano estético”. Siendo el fundador del “proyecto ruptura”, el padre de Alejandra sirve de fuente bibliográfica, cita a Cavell [“El cine, ¿puede hacernos mejores?” (2008)]  y Kierkegaard [“La repetición” (1843)] en su visión renovada de la realidad, se retracta, se descubre como ente activo (“Las fiestas de separación se han celebrado en Mauritania desde hace años”, dice para desanimar), a diferencia de aquello que Alejandra introduce en el espectador (“Es la idea de mi padre”, repite como argumento y excusa cada que presenta el plan).

Por consiguiente, la segunda mitad invita a observar (“VER”), a entender la relación desde lo visual, otro tipo de lenguaje. Incluso si el concepto de repetición toma sentido en palabras (Ale indica a Alexander que repita el concepto de “amor repetición” en la penúltima escena), la cinta cambia de ritmo, el montaje se agiliza, aparecen técnicas distintas y los “errores” disminuyen, hay una renovación (Alexander es silenciado repentinamente por Ale, se corta a la escena final). Tanto el filme como sus personajes se desnudan ante nosotros, el destino deja de serlo y se convierte en un camino incierto, de respuestas opacas, de cambios bruscos, de ciclos que se cierran y ciclos que se abren. El poder de su narrativa reside en la incertidumbre, en revisitar imágenes con una perspectiva distinta (Alexander dando la vuelta a un cuadro de Ale; Ale rebobinando los clips de su vida en sala de edición), en vivir ese flujo continuo de círculos, ondas y líneas horizontales (tras presentar su rough cut, el equipo de Alejandra cuestiona la identidad de su cinta: “¿A dónde pretendes llegar con esto? ¿Es un film linear o circular?”).

Ahora, si es que desean encontrarse razones para la ruptura, es peculiar la sutileza con que aparecen. De menciones esporádicas, la información sobre la pareja resulta suficiente para comprender su indecisión, su necesidad de encontrar soluciones en medidas como la arteterapia o una fiesta en nombre de su ruptura. Ya sea por su noviazgo sobreextendido (viven juntos desde hace 15 años, pero Ale solo ha estado en la boda de sus padres) o la posible infertilidad de Alex (menciona que le hubiese gustado criar a un niño que no fuese suyo siempre que tenga los genes de Alejandra), la estancación del amorío se renueva como la cinta, llega a una celebración donde las intenciones (¿unión o separación?) se tornan difusas. 

Finalmente, ¿funciona el largometraje o la ofuscación de su propuesta es contraproducente? No se puede aparentar de por vida claro está, por lo que el redescubrimiento de esta “relación” resulta tan original como repetitivo, tramposo como elocuente, lento como ágil, genuino en sus ganas de engañar a la audiencia. Es irónica la forma como el final parece el comienzo, cómo se celebra lo que se supone debe sufrirse, cómo se muestra lo que no debería verse. Y así, entre tantas contradicciones, el grito de “¡Vivan los novios!” parece confirmar lo evidente. Volverán.


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