En los últimos días de la Guerra de los Clones, la República Galáctica se desmorona lentamente bajo amenazas visibles e invisibles. Mientras el Consejo Jedi intenta mantener el orden y la esperanza en medio del caos, fuerzas oscuras trabajan desde las sombras para socavar todo lo construido. Entre batallas, intrigas políticas y dilemas personales, los protagonistas se ven obligados a tomar decisiones que no solo marcarán sus destinos, sino también el rumbo de toda la galaxia.
Ya de arranque debo decir que no puedo hacer mención a Star Wars sin dejar la nostalgia de lado, lo cual reconozco que sí puede afectar mi juicio al momento de opinar sobre las películas, especialmente con las que crecí. Este, desde luego, es un caso muy particular, ya que fue la primera película de la saga que vi en pantalla grande. Tenía 6 años y, tras estar inmerso en la saga y ver las demás películas una y otra vez, fue un gusto enorme para mí cuando mis padres me llevaron el día del estreno al Cine Aviación a ver la que, al menos en ese momento, era la culminación de una saga tan querida.

Las imágenes, como era de esperarse, quedaron grabadas a fuego en mi memoria y si tuviera que definir en una palabra lo que sentí luego de verla, tal vez sería tristeza. No tanto porque creyera que ya nunca más volvería a ver algo nuevo de Star Wars, sino por el tono melancólico que percibí en la propia cinta. Desde entonces, comprendí que el origen de un villano tan icónico como Darth Vader estaba profundamente marcado por una tragedia que, debido a las circunstancias que se presentaron, era inevitable que suceda.
Veinte años después, esa sensación de tristeza ha evolucionado, sabiendo que ya no se trata solo de ver a los héroes luchar entre sí mientras el mal asciende. Ahora entiendo que George Lucas cerró su trilogía de esa manera porque comprendió que el mundo había cambiado profundamente desde que filmó la primera película. Incluso me atrevería a pensar que él mismo veía, con pesar, que el mundo, al igual que Anakin, se dirigía irremediablemente hacia el mal, sin posibilidad de retorno. Pero esta reflexión, más profunda, la detallaré más adelante.

Cuando volví a ver El ataque de los clones (Star Wars: Episode II – Attack of the Clones, 2002), noté que su gran problema era la contradicción en la que su director caía: al apoyarse demasiado en las nuevas tecnologías, perdía el rumbo de lo que estaba contando. La historia de fondo seguía siendo interesante, pero su ejecución dejaba mucho que desear. Ahora en La venganza de los Sith (Star Wars: Episode III – Revenge of the Sith) hay una mejora considerable en ese aspecto. El cineasta logra dominar mejor las herramientas digitales y ponerlas al servicio del séptimo arte, con un montaje y una puesta en escena que constantemente nos advierten que algo está ocurriendo.
Si bien la amistad de Anakin y Obi-Wan ya no es una tan marcada por el regaño y la molestia como en la entrega anterior, enfatizando más su camaradería y respeto mutuo, Lucas nos hace ver que la separación entre estos dos amigos sucederá pronto. Mientras uno todavía busca moverse entre la luz, cumpliendo con sus deberes para con el Consejo Jedi, el otro, sintiéndose menospreciado por ellos mismos, siente una mayor atracción por la oscuridad representada en Palpatine. La figura del Supremo Canciller (posteriormente conocido como El Emperador) es fundamental, porque sirve para que el protagonista termine de caer en la trampa del mal, enseñándole un nuevo rumbo que los Jedi, con sus dogmas, nunca tomarían.

Y acá viene lo curioso, porque en sus palabras siempre está esa idea de «tener el panorama completo», viendo al Lado Oscuro como ese complemento perfecto para poder cumplir sus más grandes anhelos. Sin embargo, lo que al inicio se ofrece como una enseñanza nueva que puede sumarse a lo que ya se le ha inculcado, es solo un gran Caballo de Troya para que el mal se apodere por completo de su ser, contaminando lo que aprendió como Jedi hasta quedar consumido por completo por el mal.
Es acá donde me doy cuenta aquello que la polémica Los últimos Jedi (Star Wars: The Last Jedi, 2017) planteaba sobre dejar de lado la dicotomía entre luz y oscuridad no era una novedad. Lucas ya lo había anticipado en La venganza de los Sith, donde su mensaje al cerrar la saga era claro: ver el mundo en absolutos, tanto en la luz como en la oscuridad, son la raíz de todos los males, impidiéndonos ver con claridad lo que sucede. Anakin no cumplió con la profecía de traer balance a la Fuerza, dejando de ser El Elegido para convertirse ahora en la principal víctima de dos bandos que nunca dejarán de lado su propia forma de ver el mundo. Y en el caso de los Sith, dicha forma es una donde la paz solo será lograda mediante la opresión. Es con esa lectura que uno también no solo ve el triunfo del mal, sino la caída de la democracia y la decepción que esta causó debido a la corrupción que hay en las sombras.

Este punto nos lleva nuevamente al mundo real y a la reflexión inicial sobre la posible decepción que Lucas sentía sobre la sociedad al momento de dirigir La venganza de los Sith. Desde 2005, ya se notaba que el cineasta veía que el mundo no estaba tomando el rumbo adecuado, y si bien desde su primera Star Wars apuntaba a las falencias de la sociedad de su tiempo, lo que realmente impacta es cómo, al no haber cambios sustanciales, lo único que queda es presenciar el colapso. Esto se ve reflejado en el clímax de la película, el cual es musicalizado por una composición titulada «Battle of the Heroes», teniendo ahí una pista de lo que Lucas quiere decirnos. En esta escena, dos antiguos amigos se enfrentan mientras el verdadero mal, aquél que busca dominarlo todo sin dar lugar a la bondad, sigue avanzando, dejando claro que, al final, nadie saldrá victorioso, desplazando a los héroes por completo.
En conclusión, ver de nuevo La venganza de los Sith no solo me permite reencontrarme con ese niño que en 2005 salió maravillado del cine. De igual modo, ya como adulto, me encuentro con una película que ha sabido envejecer en varios sentidos. Evidentemente, tampoco se libra de fallas, como ciertos momentos que carecen de la emoción que la historia requiere o que a Palpatine todo le salga tan bien en su plan sin mayores obstáculos. Pero fuera de eso, es una película que se sostiene por el modo en que maneja correctamente tanto la epicidad visual como sus ideas acerca de la traición y el triunfo de ideas autoritarias que, al igual que el Imperio, surgirían con fuerza en nuestra realidad. Si eso no es una venganza del mal que creíamos haber dejado atrás, no sé qué podría serlo.
Deja una respuesta