Festival de Karlovy Vary: “La anatomía de los caballos” (2025), de Daniel Vidal Toche


Que la historia es cíclica no es ninguna novedad, especialmente para un país como Perú que no deja de tropezar con las mismas piedras de corrupción, tiranía e impunidad desde tiempos coloniales. El cineasta Daniel Vidal Toche (Lima, 1986) ratifica esta concepción con un filme ambicioso y complejo que entabla un paralelo entre la realidad virreinal y la contemporánea mediante un componente fantástico de viaje en el tiempo. Una obra de gran nivel de producción cuyos fotogramas podrían rivalizar con cuadros del MALI. Pese a este imponente aspecto visual y a una pertinente reflexión sobre la injusticia sufrida por las poblaciones indígenas por generaciones, La anatomía de los caballos paradójicamente tropieza con la misma piedra de la ambigüedad y confusión narrativas que muchos autores persiguen deliberadamente para alcanzar una trascendencia artística ilusoria.

La historia parte en 1781 donde, tras un cruento enfrentamiento, el revolucionario ficticio Ángel Pumacahua (Juan Quispe) se despide de su hermano Mateo, el cacique inca que lideró una insurrección contra el virreinato desde Cusco. Mientras regresa a su hogar, Ángel es testigo de la caída de un meteorito que genera una incursión temporal que lo transporta a un siglo XXI donde la revolución parece haber quedado en el olvido. El extraño destino del protagonista empieza a cobrar sentido al conocer a Eustaquia (Edith Ramos), una joven cuya hermana se encuentra desaparecida tras protestar contra una mina contaminante. Entre visiones místicas y saltos en el tiempo, Ángel y Eustaquia buscan a su hermana mientras discuten sobre la necesidad de reavivar la llama de una revolución indígena inconclusa.

La vocación vanguardista de la película es palpable desde el inicio. Además de una banda sonora de sonidos tétricos más propios de un género de ciencia ficción, la cámara impecable del colombiano Angello Faccini transita entre planos largos contemplativos y distorsiones visuales como la de la perspectiva de un monocular que parece diseccionar a sus objetivos, algo que adelanta la presencia recurrente de desmembramientos humanos en la trama. Pero las distorsiones más orgánicas y elegantes son aquellas que utilizan los reflejos de los personajes en el agua para representar las múltiples apariciones oníricas que el protagonista percibe a lo largo del filme. Estas visiones confirman la predisposición de la película a una ciencia ficción más sensorial y vanguardista que recuerda a las de Andréi Tarkovsky. Hasta aquí, La anatomía de los caballos se erige como obra prodigio del cine peruano y quechuahablante.        

Sin embargo, la ópera prima de Vidal Toche -una coproducción internacional entre España, Perú, Colombia y Francia- insiste en desarrollar una vena más experimental pese a ser un proyecto eminentemente narrativo. Esto se percibe desde los primeros diálogos y monólogos del protagonista que se transmiten extrañamente como susurros casi somníferos. Este aspecto podría excusarse si la obra calificara como cine lento (slow cinema), pero esto resultaría contradictorio con su extensión narrativa. En efecto, el guion abarca una serie de personajes y situaciones que funcionan mejor por separado que en relación con el viaje del protagonista. La lograda escena de una acalorada audiencia entre pobladores campesinos y su alcalde, por ejemplo, recupera la noción de la revolución inconclusa pero también rompe con el tono letárgico y abstracto del resto de la trama. Más problemática resulta su progresión narrativa no lineal que, pese a ser consistente con el entrecruce entre pasado y presente/futuro y con la percepción andina de la temporalidad, se traduce en confusión y tedio para el espectador. En otras palabras, la película se pierde en sí misma y, como su propio título, pierde su relación con la trama principal.      

Es frustrante que una propuesta con altos valores de producción y nobles intenciones se vea truncada por las ambiciones desmedidas de su propio autor. El potencial de Vidal Toche como realizador vanguardista es incuestionable, y su particular concepción podría encajar mejor en una instalación audiovisual museística, pero para este largometraje concreto hace falta un enfoque narrativo menos experimental. En ese sentido, títulos como Túpac Amaru (1984) de Federico García Hurtado y Los indomables (2024) de Tito Catacora han sabido representar la lucha perenne del pueblo indígena con mayor convicción y emoción pese a sus limitaciones técnicas y financieras.


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