Un grupo de jóvenes reclutas atraviesa los rituales de la vida militar entre rutinas agotadoras, vigilancia constante y momentos de introspección solitaria. A través de una mirada contemplativa y sin intervenciones externas, se revela la tensión entre el entrenamiento físico impuesto por el sistema y los resquicios de humanidad que persisten bajo el uniforme.
La mirada crítica a la vida militar, o a las fuerzas del orden, nunca ha sido ajena al cine, sobre todo al cine peruano. Casos como La ciudad y los perros (1985), La boca del lobo (1988), ambas de Francisco Lombardi, o Días de Santiago (2004), de Josué Méndez, han retratado, de formas muy distintas, cómo este mundo marcado por la rigidez y la violencia moldea a sus personajes. Claro que, al hacerlo, uno también piensa en esa delgada línea entre conservar la humanidad o perderla, debido a un estilo de vida donde emociones como el dolor o la alegría deben quedar en segundo plano.

Además, las películas mencionadas, al ser ficciones, abordan la vida castrense y policial desde frentes diversos, con perspectivas individuales sujetas a los conflictos de una narrativa cinematográfica. Si bien profundizan en la psique del individuo, lo hacen dentro de marcos dramáticos que suelen ir más allá de lo que realmente significa vivir de ese modo. En ese sentido, el documental dirigido por Paolo Tizón, al estar libre de las ataduras de una ficción tradicional, se permite explorar la psique del soldado con una aproximación más arriesgada, sin necesidad de brindar mayores explicaciones.
Desde las primeras imágenes entendemos que no será el típico filme armado con testimonios extensos o imágenes de archivo. El cineasta prefiere mostrarnos la cotidianidad del soldado, que dista de la independencia plena de cualquier otra persona. Aquí, el colectivo tiene un peso importante: tan solo en grupo parecen funcionales, ya sea para cumplir actividades o para socializar. La diferencia es radical cuando están solos, cuando la cámara se enfoca únicamente en ellos: es ahí donde aflora su fragilidad.
En esos momentos de individualidad se revela que, durante su etapa de preparación, siguen siendo personas con dudas y temores. Tizón no busca exponerlos ni intimidarlos para evidenciar sus grietas internas, sino que les da espacio para hablar y tomar conciencia de que no son solo piezas que obedecen órdenes. También tienen una vida fuera del cuartel, donde deben poder reír, amar, sentir algo por otra persona. Ese enfrentamiento consigo mismos resulta duro de ver, y en varios momentos se impone un silencio incómodo que evidencia esa lucha interna constante.

Aquí surgen otras comparaciones con películas de otros lugares, como Nacido para matar (Full Metal Jacket, 1987) o Beau Travail (1999), donde Stanley Kubrick y Claire Denis, los respectivos cineastas de esas cintas, le pusieron una especial atención a la fisicalidad del soldado. Ambos se tomaron el tiempo para observar la variedad de cuerpos que conforman un pelotón, cómo se enfrentan entre sí o simplemente existen para ser contemplados. Tizón parece compartir ese interés, como si esta radiografía corporal le sirviera para entender mejor a un grupo que, obligado a moverse al mismo ritmo, debe suprimir sus conflictos individuales para ser engranajes funcionales dentro de una maquinaria lista para cualquier emergencia.
Una decisión formal particularmente notable es cómo el documental se estructura como si retratara un solo gran día en sus vidas, comenzando con el incandescente sol del día y culminando en la oscuridad de la noche. Esta construcción refuerza el proceso de deshumanización que los va cubriendo poco a poco hasta sumirlos en un clímax donde la catarsis es inevitable. El diseño sonoro potencia esa sensación de caos emocional: lo no dicho se mezcla con la brutalidad a la que los cuerpos han debido adaptarse, y uno como espectador apenas puede respirar hasta que todo termina.

A esto se suman imágenes que, en más de una ocasión, adoptan un carácter abstracto, como una danza de destellos de luz. Estas secuencias nos invitan a sumergirnos en una obra cargada de melancolía hacia una vida que se ve desde lejos, pero que aún guarda la esperanza de volver. En este sentido, no es una película que amerite un mayor análisis, ya que sus imágenes terminan hablando por sí solas.
Lejos de limitarse a denunciar la deshumanización de la vida militar, Vino la noche utiliza ese entorno como punto de partida para centrarse en una humanidad que simplemente no se puede sofocar. Por más que lo que está en el exterior se endurezca o se quiebre, lo que está en el interior sigue manifestándose. Así, se nos revela la delgada línea entre un ser humano que siente como cualquier otro y una máquina de matar consumida por la oscuridad. Esa tensión está trabajada con sensibilidad y precisión, convirtiendo a la película en una experiencia sensorial y conmovedora, donde aún es posible hallar luz y melancolía en medio de la barbarie.
Deja una respuesta