[Crítica] “Zafari” (2024), de Mariana Rondón: dictamen de pieles


Estrenada y nominada en la categoría Horizontes Latinos del 72 Festival Internacional de Cine de San Sebastián. Ganadora del premio de la Unión Francesa de Críticos de Cine en el 33 Festival de Cine de Biarritz. Mención especial en la Competencia Cine Chileno del recién finalizado 21 Festival Internacional de Cine de Santiago. Con una campaña relativamente exitosa a nivel internacional, la acogida de Zafari (2024) en el 29 Festival de Cine de Lima podría parecer otro logro para las realizadoras (y para los encargados del estreno comercial) detrás del filme. Aplausos en las salas. Publicaciones exaltando sus aciertos. Notas periodísticas orgullosas de un cine latino que conquista el exterior. Lo mejor: Perú, nuestra patria, es partícipe de tal logro, cómplice de una cinta alienada cuya principal idea gravita en torno a lo civilizado y lo salvaje, lo marrón y lo menos marrón. Un insulto disfrazado de denuncia.

Situada en un universo distópico (alusión clara a la Venezuela de Maduro), compartimos punto de vista con una familia de tres. Edgar (el venezolano Francisco Denis), padre que, cual James Stewart en el clásico de Hitchcock, observa a sus vecinos desde la ventana de su apartamento, atento al peligro que estos puedan suponer para su supervivencia. Su esposa Ana (la chilena Daniela Ramírez), administradora del edificio que recorre cuartos abandonados en busca de recursos, que atestigua la disolución de su familia golpeada por el hambre. Y Bruno (el peruano, debutante, Varek La Rosa), hijo único distante y silencioso, consciente de su entorno pero ajeno al sentir individualista de su familia.

Con un par de binoculares, la mirada de Edgar intercala animales y humanos. El zoológico separa dos mundos, los protagonistas que habitan “arriba”, los otros que habitan “abajo», al otro lado rodeados de una miseria con la que están familiarizados. Clases sociales puestas en situación de crisis, el ojo privilegiado que no diferencia entre criatura y persona. Nace la esperanza de una crítica social que, aunque de metáfora manida, parecía apelar al sentido común en esa brecha que late más allá de Latinoamérica. Entonces la explicitud de un plano me escupe a la cara: el de dos cuerpos que chocan en el agua. Uno oscuro. Otro claro. El color que delimita el comportamiento.

Ejemplos sobran para exponer esa representación estereotipada y cínica de los grupos humanos. Los blancos son individualistas. Los marrones viven en comunidad. Los blancos son callados. Los marrones son bulliciosos. Los blancos son recatados. Los negros son vulgares. Peor aún, los marrones son la causa de que los blancos se vuelvan salvajes, que el pequeño Bruno saque su lado animal en un desenlace irrisorio y artificial. El epicentro está podrido. No hablamos de una sociedad que se sumerge en la desgracia, hablamos de quienes están acostumbrados y los que vienen de arriba. Hablamos en términos prejuiciosos e insensibles que reflejan esa desconexión enfermiza, ese malestar que la cinta pretende cuestionar desde una posición privilegiada, aterrada del otro. Del latino marrón.

El miedo a lo desconocido es el móvil de la cinta, un padre blanco asustado de sus vecinos marrones. ¿Acaso las guionistas desconocen la situación actual? Que miles de migrantes son deportados del primer mundo, acusados sin justificación de ser terroristas y ladrones. ¿Pretendían que empaticemos con Edgar? Aunque lo dudo, el hecho de que el filme le termine dando la razón (que los marrones sí son salvajes) parece indicar otra cosa. Incluso diría que la cinta intenta mostrar lo peor de cada bando, pero, nuevamente, ello nace de una lógica racial insípida. El discurso tropieza consigo mismo, termina reforzando lo que desaprobaba en un principio.

Incluso si el apartado técnico está debidamente cuidado, no basta con una atmósfera malsana para recuperar algo podrido de raíz. Por si fuera, la ridiculez de ciertos momentos tensos resta seriedad al asunto, la búsqueda del shock en intentos desesperados por generar impacto. Dentro de los géneros que dice abarcar, el drama es latente pero tambalea entre representaciones simplificadas y situaciones forzadas; el humor negro, parece ser una excusa para encubrir ideologías peligrosas. 

En conversación con el resto de cintas de la Competencia Latinoamericana de Ficción del Festival de Lima, Zafari no solo es la más débil, sino el opuesto directo de muchas propuestas. Las pretensiones intelectuales del poeta relegado Óscar Restrepo encuentran sentido en los versos de Yurlady, adolescente de bajos recursos en Un poeta (2025). La opacada comuna de San Carlos encuentra esperanza en la activista Luisa quien, acompañada por un trío de curiosos personajes, buscan revitalizar la longaniza local en Denominación de origen (2024). La joven Meshia parte de lo profundo del Amazonas para enfrentarse a las miradas de deseo que la acosan en Punku (2025). Si algo ha dejado claro está edición del festival es que las voces vienen de abajo, que la mirada del subyugado converge en obras tan importantes como La memoria de las mariposas (2025), Runa Simi (2025) o Uyariy (2025). Que el cine es del pueblo.

Tal como está sucediendo con la estadounidense-peruana Mistura (2024) y su intento descarado por venderse como “cine peruano hecho en Hollywood”, Zafari apunta a la mirada extranjera de la vida en Latinoamérica, al latino que busca “curar” su origen humilde. Un retroceso para el cine del continente, solo espero que la cinta no genere otros residuos de igual porte político e intelectual. Ingresando a cartelera peruana este 28 de agosto, “apoyar el cine nacional” va más allá de comprar entradas, requiere una elección crítica y de conciencia social.


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