Esta enriquecida conversación surgió una tarde de agosto pasado, durante el 29° Festival de Cine de Lima. Matías Ferreyra, cineasta cordobés, sentado en un sillón frente a mí, se abrió como un libro de notas desde sus primeros comentarios; había algo en su forma de hablar que me recordaba a la escritura. No hubo titubeos y se percibía urgencia; de pronto, fue como si estuviéramos leyendo las páginas de esos cuadernos que guardaban memorias y que mencionaba como origen de su película.
En su filme encontré una historia sólida, con la intención de retratar una era vivida tanto hacia afuera como hacia adentro —significativa para quienes somos vecinos con curiosidad por los momentos y conflictos históricos de los países latinoamericanos cercanos—, sin embargo la película ha generado inquietud en algunos espectadores. Se podría admitir que Una casa con dos perros (2025) no es una historia convencional. Aunque el escenario se sitúa en la crisis argentina del 2001, Matías Ferreyra propone verla como un acercamiento a un fenómeno más amplio: el colapso de un modelo económico y sus efectos en la estructura familiar. Más que narrar una historia lineal, la película explora las dimensiones íntimas de la crisis, el encierro y la incertidumbre, revelando cómo la familia, como engranaje cotidiano del sistema, comienza a mostrar sus fisuras: es un recorrido por una casa, por una infancia, por una crisis que se filtra en lo doméstico.
La conversación se mueve entre recuerdos, el abordaje de su narrativa y una declaración de guerra a la adultez.

Ricardo Mendoza: Leí que empezaste a construir la película a partir de notas de tu infancia que se escribieron en el contexto que nos muestras.
Matías Ferreyra: Sí, yo tenía cuadernos con muchas notas que había ido juntando por años. Y la película aparece cuando algunas de esas notas me empiezan a develar un universo narrativo posible que me interesaba y que además tenía que ver con este universo familiar en crisis. Algunas de esas notas hablaban de la destrucción de un universo familiar, de la infancia como un territorio hostil, inhóspito que puede ser frustrante, otras de la locura, de la diversidad en las identidades. Y como la estructura familiar tiende a encajar en un molde cierto tipo de roles. Me interesaba la película como una especie de juego, de ver qué pasa si esto falla, cuáles serían las consecuencias, y de pronto ahí apareció este retrato distorsionado, retorcido, donde producto de la crisis estos personajes ya progresivamente dejan de poder sostener los roles y empieza a develarse los seres humanos que hay detrás.
Ricardo Mendoza: Mientras veía la película también pensé en que hay dimensiones de los personajes que se nos van revelando a lo largo de la película y todo eso se potencia con el elemento del encierro. Recordé frases como “de cerca nadie es normal”. Y es como si debido a esa claustrofobia en donde transcurren las escenas, nos acercamos a los aspectos particulares de tus personajes.
Matías Ferreyra: Sí, es que la idea era que se caigan esos disfraces, esas estructuras, y poder ver qué hay detrás de los roles. Como si el espectador no estuviera frente a los personajes, sino ligeramente de costado, viendo lo que se oculta detrás de cada gesto y el esfuerzo que estos personajes hacen por sostenerlos, aunque no lo logran, fracasan.
Ricardo Mendoza: ¿Todos estos elementos te los planteaste desde el inicio para avanzar la trama y construir la estructura?
Matías Ferreyra: Sí, yo lo que quería era lograr como esta especie de retrato, y probé varias formas, probé estructuras más lineales, más clásicas, y de pronto lo que se me reveló como más interesante, porque de alguna manera construía un acercamiento más genuino a lo que yo quería decir, era pensar una estructura como si fuera un recorrido por una casa.
Si debo señalar un primer elemento importante en la propuesta de Una casa con dos perros sería la casa misma. El título del filme ya anticipa su relevancia, y es que en este caso la casa funciona como un espacio en donde los personajes pasan la mayor parte de las escenas y se revelan todas esas capas de la infancia y de la crisis familiar ya comentadas. Tomando en cuenta sólo este aspecto de la película se podría decir que la propuesta se emparenta con filmes —como 12 Angry Men (1957), Carnage (2011) o The Sunset Limited (2011), entre otros que podrían mencionarse con igual acierto— donde se aprovechan locaciones únicas que se convierten en cajas de resonancia emocional. Al no haber escapatoria física, los personajes tampoco pueden huir de la historia que les toca vivir y que se nos muestra. Observo a Matías Ferreyra el doble de inspirado y no me animo a interrumpir; me dijo que recordaba que, cuando era niño, visitaba a su vecino y debía atravesar distintos ambientes, en alguna de esas casas marcadas por la crisis, para encontrarlo. Esas imágenes, esas escenas cordobesas, han persistido en su retina y las ha guardado, tal vez en ese momento sin saber muy bien para qué, pero que terminaron convirtiéndose en el esqueleto formal y el corazón de su proyecto cinematográfico.
Matías Ferreyra: Me acordé que cuando era chico, yo iba a visitar a mi vecino, lo iba a buscar para jugar, y si el vecino no te atendía en la puerta, te atendía la madre, vos tenías que atravesar la casa hasta encontrarlo, podía estar en el patio o en su habitación. Y cuando vos caminabas por la casa de tu vecino, podías tener en pequeños flashes y escenas, algunas informaciones sobre la vida cotidiana de esa familia, eran pequeñas informaciones, o informaciones acotadas, por ejemplo: la hermana hablando por teléfono con una amiga, y cuando veía que vos venías, dejaba de hablar para que no escuches, pero después vos escuchabas un poco más allá. Esta idea de los intersticios, de la información, de los huecos, me parecía que era mucho más genuina para contar la mirada de la infancia, que es una mirada que no se acerca al mundo con toda la información, como el adulto, con mucha menos experiencia de lo que lo rodea, y también con mucha curiosidad y desde las preguntas. El mundo adulto también aparece como un mundo en partes, uno no sabe dónde empiezan los problemas y dónde terminan realmente. Entonces, pensé, bueno, la estructura de la película podría ser ese recorrido por la casa, y un poco así está planteado.
Un segundo elemento importante del filme es la elección del punto de vista: en su caso contar la historia desde una perspectiva infantil. Así como en la escritura de un relato llega el momento de escoger el narrador adecuado, en la película de Ferreyra esa decisión define la experiencia del espectador. Uno puede entrar en un pequeño rincón, encontrarse con la abuela, con el tío, con el padre en una pileta, explorar las azoteas, y todo ello va construyendo una mirada que, aunque Manuel —el niño protagonista interpretado por Simón Boquite Bernal— no esté presente en todas las escenas, nos deja sentir que es su mirada la que guía la historia.

Ricardo Mendoza: Hay entonces también una propuesta de mirar el mundo desde la perspectiva de la infancia, ¿no? Eso se debe a que las notas y los recuerdos que tienes provienen de tu infancia, y para ti fue importante contarlos desde la mirada de un niño. ¿Dirías que proviene de ahí?
Matías Ferreyra: Sí, al momento de hacer el guion, si bien algunas notas tenían que ver con mi propia infancia, había otras que no. Entonces primero hice un ejercicio de memoria personal para poder construir esa mirada de una manera genuina. Ese creo que fue un gran desafío, porque yo soy un adulto y tenía que poder mirar como un niño y poder ofrecerle al espectador también la posibilidad de mirar como yo creo que lo hace un niño. El ejercicio más fuerte fue tratar de desbloquear o correrme de esa mirada adultocéntrica para poder construir algo más parecido a la mirada de la infancia, que para mí es algo más que una etapa etaria: es una forma de estar parado frente al mundo, a las cosas que nos rodean, que tiene más que ver con las preguntas que con las respuestas, con la curiosidad que con las afirmaciones constantes, y en eso me parece que es radicalmente opuesto al mundo adulto. Entonces, yo creo que en la película también se puede pensar como una declaración de guerra a la vida adulta. La adultez es como una etapa en donde uno inevitablemente tiene que corromperse un poco y negociar las cosas que le hacen bien —por decirlo así: la felicidad, el juego, la imaginación— para poder adaptarse a un sistema que te exige ciertas cosas. Y de pronto la infancia parece como una especie de tregua o de momento previo a eso, donde hay mucha riqueza.
Ricardo Mendoza: Con respecto a lo que dices, siento que en la película sus personalidades son muy contrastadas y se colocan de manera muy opuesta a los niños. Por ejemplo, el personaje de la madre tiene un rol fuerte que puede considerarse muy recto y castrador, evidenciado en el trato con el padre o con los niños. Pero, dentro de todos esos adultos, resalta un personaje que es el más distinto: la abuela (interpretada por Magdalena Combes Tillard), que funciona como alguien que se sale de ese molde y que es, de alguna manera, un puente para Manuel. Hablando de adultos, ¿cómo pensaste este personaje?
Matías Ferreyra: Bueno, con respecto a lo que me decís de los adultos, justo estaba leyendo un cuaderno donde tenía algunas de las notas que estaban en mis cuadernos de antes, y había una que decía algo así como: «detrás de cada adulto hay un niño con miedo». Entonces, yo siento que un poco la película, con estos personajes —sobre todo quizás con el padre, con el plano final de la madre, y con la abuela ni hablar— también transitan un poco ese mundo de la infancia o están en tensión, como el mundo adulto, en tensión con la posibilidad de ser otra cosa. El padre deviene un poco en una figura espectral; la madre, al final, cuando ve al perro, casi como si estuviera frente a algo que se le revela y que pertenece al mundo de la imaginación o al mundo de la locura. Entonces, de alguna manera, la madre puede llegar a continuar con esa historia. Y bueno, un poco la intención era esa: empezar a contar esas ambigüedades. Obviamente, para poder construir la tensión, estos adultos tenían que encarnar lo opuesto al mundo de Manuel y de sus hermanos, pero en algún momento esos dos mundos colisionan y empiezan a volverse difusos.
Ricardo Mendoza: Y la abuela entra ahí, desde el inicio
Matías Ferreyra: Sí, la abuela entra ahí como la posibilidad de un mundo distinto, como de una realidad diferente. Y una realidad que puede ser un poco siniestra, puede ser un poco dura, pero también puede ser la posibilidad de imaginar otras cosas, de pensarnos desde otro lugar y de transitar con más libertad el mundo adulto y el mundo de los niños. Que también es un poco lo que hace Manuel con esta idea de que él puede percibir a los perros. No sé si los ve, pero puede percibirlos porque se aproxima a ese mundo desde otro lugar
Ricardo Mendoza: Este es un personaje que tal vez se puede decir que renuncia al mundo de la adultez, porque huye casi al final. Tiene una escena un tanto tremebunda en su propuesta visual. ¿Qué significado tiene esa escena?
Matías Ferreyra: Sí, ella se va, pero esa escena es un poco ambigua porque es la despedida de Manuel con su abuela. Entonces, se podría pensar que es casi como un sueño, porque es todo un recorrido por la casa, es medio raro. En realidad, justo me gustaba que el espectador pudiera elegir, como en «Elige tu propia aventura», como en un juego, con qué versión quedarse. Siento que la película, al final, puede ser eso: puede ser que Manuel y Tati se encontraron en otro lugar, desertaron absolutamente de ese mundo. O puede ser que a la abuela la internaron y Manuel simplemente está escondido un rato y va a aparecer. Como esas dos cosas. Depende de dónde te pares: si del mundo de Tati y Manuel o del mundo de los padres, la película puede ser esas dos historias.
Un dato sobre la producción: el proyecto comenzó a tomar forma cuando Matías Ferreyra conoció a Inés Barrionuevo y Martín Paolorossi, productores ejecutivos de Gualicho Cine, con quienes se asoció junto a Vega Cine. Durante mucho tiempo había escrito en solitario, sin saber si algún día filmaría su película, hasta que en un taller de guion surgió la oportunidad de formalizar el proceso. A partir de esa alianza se creó una estructura de trabajo que incluyó la presentación del proyecto y la elaboración del presupuesto, lo que abrió el camino hacia la producción. Posteriormente, llegaron las aplicaciones a fondos y la declaración de interés del INCAA, pasos que condujeron al rodaje. El desafío principal fue trasladar el guion a la puesta en escena, tomando decisiones sobre la casa y la estética, lo que implicó ajustes en el texto original. El rodaje se realizó en cuatro semanas y la postproducción se extendió entre seis y ocho meses, de manera intermitente. La música y la corrección de color fueron las últimas etapas, y el montaje estuvo a cargo de Julieta Seco y Sebastián Schjaer, quien se incorporó más adelante en el proceso.
Ricardo Mendoza: Hablando del tema del casting, ¿buscabas algunos actores en concreto? ¿Ya tenías en mente a los personajes infantiles? ¿Qué esperabas del reparto en general?
Matías Ferreyra: Más que actores específicos, buscaba que funcionaran como una familia, en el sentido de que hubiera una experiencia de familiaridad entre ellos. Nada muy definido al inicio, pero sentía que algo debía funcionar muy bien ahí. Sabía que había algo de lo enrarecido, de las miradas, de unas caras que no fueran tan hegemónicas, si se quiere, y un tema con las miradas que quería que todos tuvieran. Esa familiaridad creo que está dada un poco por la mirada, entre la madre, la abuela y el niño. Y hay como una subtrama, creo yo, que está dada por esas miradas. Con eso encaramos el proceso. Después ya fue encontrar más las interacciones, cómo funcionaban los adultos con los niños. Fue muy importante para mí eso. Trabajé con una directora de casting que también fue coach de los niños y de los adultos en el set. Con ella empezamos a trabajar este cruce de actores en el casting para pensar cómo funcionaban en conjunto, qué pasaba en ese encuentro, cómo hablaban, cómo se comunicaban, cómo funcionaban entre ellos mirándose. Creo que eso fue muy fundamental para tomar la decisión final de quiénes eran.
Ricardo Mendoza: ¿Cómo fue la decisión de la locación? ¿Pensaste en ese espacio con algo en mente desde el inicio o cómo te decidiste por la casa donde finalmente se grabó la película?
Matías Ferreyra: Con la casa pasó algo muy curioso, porque terminó siendo muy parecida a la que yo tenía en mente, inspirada también en mi casa familiar. Conservaba la misma disposición de los espacios y, además, cierta ductilidad, una maleabilidad que permitía transformarla con pocos elementos. Eso fue decisivo: que tuviera potencia, que no nos limitara, que pudiera convertirse en un paisaje y mutar para mostrar la progresión y la transformación que queríamos contar. También debía trasladarnos a un universo muy concreto: un barrio obrero de la ciudad de Córdoba, el mismo entorno donde crecí y donde ha crecido gran parte de los argentinos. Después del 2001, la clase media se empobreció y habitamos esos espacios, esos barrios y esas casas donde conviven familias ensambladas. Queríamos que la casa respirara todo eso: el barrio, la historia social y la intimidad familiar.
Ricardo Mendoza: ¿Tú te planteaste una entidad cordobesa fuerte o una Córdoba mostrada como un espacio con todas sus identidades y con todo lo que la componía?
Matías Ferreyra: Sí y no. Sí, en el sentido de que no era algo que iba a manipular, y no, porque es inherente a mí y a la película: la historia sucede en Córdoba, con actores de ahí, contando lo que ocurre en un barrio de ahí. Lo que me interesaba mucho de lo local era la mirada sobre la crisis que es una mirada más del interior. Es una crisis que se refleja en las dinámicas familiares, en lo cotidiano y lo doméstico, no en la imagen cristalizada por los medios con la Plaza de Mayo prendida fuego y el presidente yéndose en helicóptero. Son casi dos crisis distintas, dos relatos diferentes. La Plaza de Mayo está lejísimos de mi casa, a horas de viaje. En ese sentido, me interesaba más lo local, situarme ahí, pero el resto no me lo propuse porque es algo que está. Es como si alguien le preguntara a un director porteño cómo trabajó el “porteñismo”: nadie lo hace, porque se asume que eso es lo que sucede ahí y es lo genérico o lo usual. De la misma forma, creo que podemos hablar de otras identidades argentinas y otras formas de entender la identidad argentina.
Durante el proceso creativo, Matías Ferreyra no trabajó con referencias directas de otras películas, aunque sí recurrió a imágenes y sonidos puntuales para comunicar ideas al equipo. No se propuso replicar estilos, pero admite que hubieron ciertos acompañamientos cinematográficos y literarios: Lucrecia Martel (La ciénaga, 2001; La mujer sin cabeza, 2008), Lynn Ramsay con Ratcatcher —y su historia sobre la infancia en Escocia— y Bruno Dumont, cuya rareza en la representación de lo local lo sigue inspirando a pensar cómo trasladar esa sensibilidad a su propia realidad. También la poeta Claudia Massin, que, según Ferreyra, le puso palabras y poesía a emociones que estaban en el germen del proyecto. Para él, el proceso creativo fue como “tener una conversación con todo lo que está alrededor”, en un estado de permeabilidad que lo llevó a absorber imágenes, sonidos y lecturas para sostener encendido el fuego inicial de la película.
Ricardo Mendoza: Por último, ¿cómo vives el reconocimiento que está teniendo la película? ¿Ha cambiado algo en tu mirada sobre ti mismo como cineasta o, en general, cómo lo vienes llevando?
Matías Ferreyra: Es algo que está sucediendo. Todavía no sé muy bien en dónde estoy parado, pero sin duda proyectar la película, conversar con los espectadores y recibir devoluciones del mundo del cine —festivales, críticos, periodistas— inevitablemente te hace pensar en vos y en el trabajo que hacés. Es un proceso muy reflexivo. Creo que me radicaliza en muchos sentidos: me confirma cosas, me da ganas de decir “este es el camino”, incluso si no es lo más atractivo. Y, por otro lado, me hace abandonar otras, reconocer que hay aspectos que quizá no son tan interesantes para mí o sobre los que no quiero trabajar. De pronto siento que el proceso de hacer la película y presentarla es también un ejercicio de humildad: correrte del ego que siempre está cuando trabajás y poder decir: qué hace falta, qué necesita la película, y estar al servicio de eso, sin querer ponerte por delante de la obra. En ese sentido creo que hay cosas que cambiaría, o que abandonaría, pero hubiera sido inevitable llegar a esa conclusión si no las hubiera hecho y estén ahí.
Ricardo Mendoza: ¿Qué te gustaría que se lleve el público después de ver Una casa con dos perros?
Matías Ferreyra: Siento que cumplo un objetivo cuando los espectadores se van inquietos, cuando no salen neutrales de la sala. No importa si alguno se va enojado o no le gusta la película; si algo los problematiza, creo que la película cumple su función. Sé que no es una película liviana, tiene cierta densidad, y me doy cuenta cuando hablo con los espectadores: deja mucha inquietud.
Pero si el espectador puede irse sintiendo que la película le propone mirar las cosas de otra forma, desde otro lugar, recuperar una mirada que quizás tiene que ver con algo que todos, en algún momento, dejamos atrás —la infancia, a la fuerza—, y podemos reconciliarnos un poco con eso después de verla, creo que con eso ya es un montón.

Bonus track: Para esta entrevista le pregunté a Ferreyra si se animaba a recomendar películas para el público, para el usuario “común”, para los estudiantes de cine y para los realizadores, con las disculpas por forzarlo con esta pretensión. Su respuesta fue extensa y nutrida es por ello que me parece importante rescatarla. Empecé pidiéndole la recomendación de solo tres películas, y luego esto se fue ampliando.
Ricardo Mendoza: ¿Qué películas te animarías a recomendarle a la gente? No quiero que abordemos directamente tus favoritas —aunque seguramente mencionarás algunas que te gustan—, sino que intentemos hablar de ese tipo de películas que, según tú, no deberíamos perdernos.
Matías Ferreyra: Bueno, recomendaría en primer lugar Love Streams (1984), de John Cassavetes. Es una película que me gusta mucho y que siento que es única, que se sale de los estándares. Además, genera un estado muy afectado, muy potente en ese sentido. Después podría ser Teorema (1968), de Pier Paolo Pasolini, que también me gusta mucho. Recomendaría también La ciénaga (2001) y La mujer sin cabeza (2008), de Lucrecia Martel.
Me gustó mucho Le meraviglie (The Wonders, 2014), de Alice Rohrwacher. Creo que es su segunda película. Hay una película de Kiarostami que me encantó: Dónde está la casa de mi amigo (1987). También Nobody Knows(2004), de Hirokazu Kore-eda, sobre los niños abandonados por su madre en un departamento. El hermano mayor se hace cargo de ellos y mantienen una conexión con la madre a través de cartas. Muy buena. Me gustan mucho algunas películas de Carlos Reygadas, me gusta Pablo Silva, el chileno, y Kiro Russo. Ana Katz también me gusta mucho. Su película Mi amiga del parque (2015) es mi favorita. Recién me preguntaron con qué película me reí más y me acordé de esa, me hizo reír mucho. Me parece espectacular.
Ricardo Mendoza: ¿Películas donde hay una presencia de la infancia, no?
Matías Ferreyra: Sí, ¿no? Como algo recurrente.
Si Matías está conectado con la urgencia de las miradas, también lo está con la mirada de la niñez. Como en Dónde está la casa de mi amigo (1987, Abbas Kiarostami), su cine parece pedirnos que bajemos el tiro de la cámara, que nos coloquemos a la altura de un niño que busca, pregunta e insiste. Una casa con dos perros no es solo una película sobre una familia en crisis; es una invitación a recuperar una forma de mirar que dejamos atrás y a reconciliarnos con esa sensibilidad que el mundo adulto nos obliga a abandonar. Ese encuentro con la infancia se convierte en un encuentro con una ética del cuidado: la del vínculo y la del gesto mínimo capaz de cambiarlo todo.

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