Cinencuentro

Festival de Lima 2009: El nido vacío


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La madurez esquiva, la dificultad para adaptarse a los cambios y los problemas para relacionarse con las personas cercanas, todo ello en el microcosmos de la comunidad judía porteña, son elementos infaltables en el cine de Daniel Burman. El director argentino nos ha mostrado historias en las que el costumbrismo, el sincretismo y los trastornos familiares del mundo post moderno conjugan de forma irónica, entrañable, y melancólica.

Curiosamente, El nido vacío es una película madura en todo sentido. Ya no hay sólo un manejo de oficio y frescura narrativa, además de esa facilidad de familiarizar al espectador con situaciones “burmanianas” (como en la absurda modalidad suicida de Todas las Azafatas van al Cielo, o la carrera de carretas en El Abrazo Partido), sino que su toque de drama homeopático ha superado con creces a todos sus trabajos anteriores, notándose un estilo más cuajado, detallista y acertado. Este hecho tal vez se deba a lo que le han aportado a la película la pareja protagonista, conformada por Cecilia Roth y Oscar Martinez, a quienes se les recuerda por Nueve lunas, un exitoso programa televisivo de hace unos años atrás. Y es que además de ser necesaria esta experiencia, por la temática del film (motivo por el cual se justifica la ausencia de Daniel Hendler, otrora alter ego de Burman, y que aparece sólo colaborador del guión), su presencia y calidad representativa hacen más de lo que se les encomienda en el film, para probar esto, basta un solo ejemplo: la sensacional escena de la cena, que es la que abre la película.

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Entrando ya de lleno a la historia, esta se aleja un poco de ese microcosmos semita al que nos tiene acostumbrados, dejándonos algunos atisbos como quien no quiere la cosa, y nos adentra en el inmenso universo del matrimonio con hijos; específicamente en una pareja cincuentona que trata de cuajar su vida marital, después de la vertiginosa tarea de criar tres hijos, quienes ya adultos , se encuentran al borde de «abandonar el nido».

Este hecho genera la crisis (se conoce como síndrome del nido vacío a la sensación de soledad que los padres experimentan cuando uno o más de sus hijos abandonan el hogar), pues ahora que ya no están las múltiples ocupaciones que dan “los chicos”, los padres tienen el tiempo para verse; como individuos y como pareja, y cuestionarse el porqué están juntos y qué quieren para sus vidas en el futuro. Esto no sería ningún problema, según la tradicional idea de familia, pero en la actualidad, a la edad de cincuenta años los panoramas se amplían; las personas pueden retomar sus estudios, volver a casarse o tener aventuras ocasionales, reactivar su vida social o profesional, encontrar nuevas pasiones y pasatiempos, entre otras cosas.

Por eso Leonardo, un escritor sociópata con relativo éxito, prefiere recluirse en la fantasía, mientras que su esposa Martha, una brillante mujer que abandonó sus estudios para dedicarse a los hijos, prefiere ocultar su desencanto con un múltiple quehacer, en una hiperactiva vida social, pues a esas alturas, ambos no se encuentra en condición de solucionar su vida matrimonial, ni paternal, ni mucho menos personal.

Dentro de la mente del hombre casado

Como es usual en Burman, la historia está dentro de la perspectiva masculina, así que seguimos a Leonardo dentro de sus tribulaciones, alejándose de las amistades grupales, y las adulaciones a su incomprendido oficio.

Un par de situaciones marcan todo el desarrollo de la película; ver a una joven mujer detrás de su esposa en una reunión social asfixiante, en la mencionada primera escena del film; a partir de ahí comienza a entrelazarse el relato real y el fantástico. El otro hecho es experimentar el trauma de la primera noche en que su hija la pasa fuera de casa, situación que genera una fuerte discusión con su esposa, quien ve en el hecho nada más que un comportamiento natural. Esto sirve de excusa para que ingrese a un proceso creativo, como medio escapista, desde el sillón de la sala, como el típico esposo fóbico del dormitorio.

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Pero lo que Leonardo no puede evitar es que la experiencia se convierte en una catarsis, válida para superar su crisis, y de paso construir una nueva obra, con elementos que el mismo no consideraría jamás (como dejar en claro que detesta los musicales, para luego escribir y ser parte de uno, escribir de noche cuando acostumbra hacerlo de día) teniendo como guías en su viaje a la epifanía a un publicista promiscuo, una bella joven odontóloga, su aparente yerno, y principalmente un neurólogo llamado Sprivak, quien le explica cosas que el entiende, pero que por si mismo no puede asimilar (el consejo del neurólogo es más que apropiado “Ud. Que trabaja con la imaginación, ¿Porqué no la usa para la vida cotidiana?”)

Las nuevas conductas sociales de su esposa, así como el regreso de la misma a la universidad, el avión de modelismo que no deja de estrellar, su trunca incursión a la publicidad, el affaire con la joven odontóloga, las llamadas a sus hijos desde una cabina telefónica extrañamente ubicada, el éxito inesperado del libro del yerno y sobre todo el viaje a Israel (el plano de la pareja flotando en el mar muerto, no es pretenciosa, es simplemente genial), está llena de un poético simbolismo, adentrándonos en la médula de la obra del escritor, donde hay fantasías sobre fantasía; redescubriendo el atractivo e interés por su mujer conforme va recibiendo (o más bien aceptando) las verdades existenciales. Todas estas situaciones son convincentes y efectivas, no hay nada gratuito, cada detalle nos confirma la minuciosa mano de Burman, complementando el trabajo la excelente banda sonora, principalmente interpretada por Jorge Drexler (se puede descargar la canción desde la página web oficial).

Ya con Derecho de Familia, Burman se había adentrado en ese terreno, mostrando el excesivo desgaste que es ser padre sin dejar de ser hijo. En esta ocasión nos muestra la cara inversa; un padre que no quiere dejar de serlo, pero no porque le entusiasme la idea, sino porque ve en su preocupación y ocupación familiar la manera de corregir defectos propios, a los que no quiere ver de frente, ni afrontarlos con el mismo apasionamiento con el que pretende llevar la crianza, más allá de los límites del nido. Esto se nota en las escenas de Leonardo frente a los tres paquetes Fedx, uno para cada hijo, y su meticulosidad en ese ceremonial acto en el que ha convertido el simple hecho de enviar un paquete a sus hijos en el extranjero.

Existen muy buenas razones para ver El nido vacío, y al paracer así lo confirmó el público argentino, quienes la convirtieron en un éxito comercial, bordeando el medio millón de espectadores. Nada mal para una película de ese calibre, aunque el nivel de producción invertido es superior, la independencia de la película, en este caso, no está en juego. A estas alturas Burman puede hacer la película que quiera, y eso es bueno, pues hay un entrañable vínculo con sus películas que uno no puede obviar, lo que genera una extraña confianza hacia el director argentino, como si no terminaramos de conocernos y tenemos la sensación de que lo que se viene, es mejor.


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