El gran actor: de la empatía al escape


Estaba de viaje y era un mal día, demasiado caluroso, endemoniadamente burocrático. Volví al hotel. Aún con compañía, viajar remite a estar solo. Y a la larga esta condición puede ser deprimente e/o inaguantable porque en general cualquier persona lo es y no tendría por qué ser distinto el caso con uno mismo. A las 3 de la mañana leo el periódico: James Gandolfini ha muerto. Entonces, como hacía mucho tiempo, la tristeza me invadió tranquila y largamente.

¿Por qué?

James Gandolfini

Esperé por medio año la aún más reciente película de Paul Thomas Anderson. La fui a ver el fin de semana de su estreno. Luego la vi varias veces más.

Recuerdo una carta que le fue enviada a Andrei Tarkvoski durante el tiempo en que ocurrían las proyecciones de El espejo, no menciona más datos de que era una trabajadora: «En una semana he ido cuatro veces a ver su película. Y fui al cine no sólo para verla. En realidad lo que quería era vivir una vida real por lo menos unas horas, pasar el tiempo con artistas verdaderos, con personas… Todo lo que me atormenta, lo que me falta, lo que ansío, lo que me enfada y lo que me repugna: todo esto lo vi en su película, como un espejo. Todo lo que me apesadumbra y lo que me rodea de luz y de calor. Lo que me hace vivir y me destruye. Por primera vez, una película se me antojaba como algo real. Y ese es precisamente el motivo por el que la veo una y otra vez: para vivir por ella y en ella.»

Debía haber estado en segundo año cuando me hice con una copia en VHS de El espejo. El video original era viejo y debería haber tenido miles de reproducciones ya por lo que heredé las marcas de su recorrido. Era en un masticado formato cuadrado y el inicio era casi ilegible. Pero qué importaba. Después de haberla alquilado tantas veces en la biblioteca de la universidad terminé con una copia en mis manos. Recuerdo haberla visto en las mañanas antes de salir de casa para ver el mundo con su impronta. De El espejo, en especial y para siempre, recuerdo el final. Con el inicio de La Pasión de Juana de Arco, Margarita Tereshkova, haciendo de la madre de Tarkovski, descansa en el campo sobre el pecho de su esposo. De pronto éste le consulta: –¿Qué quieres que sea? ¿Hombre o mujer? Entonces Tereshkova hace un gesto que puede resumir la sensación de toda su vida. Llora y ríe o ríe y llora. Y piensa, recuerda, calcula. Siente. Afecta. No puede emitir una respuesta pero ha dado mucho más que eso. Tarkvoski siempre consideró esta su mejor película. Y dudo que esto haya ocurrido solo por el guión o lo que ha logrado encausar: ningún guión podría contener una descripción que contenga cada fotograma de ese gesto. Así Straub, no se podría dirigir la totalidad de lo que en esos momentos ocurrió. No se podría dado que excede lo lingüístico.

Margarita Terekhova

«En realidad lo que quería era vivir una vida real por lo menos por unas horas». ¿Dónde se está cuando no se está viviendo una vida real? Generalmente las historias del cine transitan donde el hombre responde a sí. Cuando Harum Farocki iba tras material de archivo de gente trabajando para su película «salida de los obreros» dio con que el cine no recoge, salvo propósitos documentales, a gente trabajando, aun cuando curiosamente la primera película proyectada ha sido la de un grupo de obreros saliendo del trabajo en un laboratorio foto–químico. El cine huye de ser un plano fijo de un hombre haciendo papeles, de un guardia observando un pasillo vacío de un banco vacío, de gente haciendo la cola de la cuenta del arbitrio de marzo, de otros tantos apretujados en un lento tren, de una mujer esperando el control médico anual. Como quisiera el hombre, el cine parece huir del martirio. Algún tiempo atrás leía con asombro cartas de hombres que se encontraban deprimidos al no poder viajar al mundo que Avatar les proponía. Hubo un suicidio. Esos obreros de la película de los hermanos Lumiere son filmados saliendo de la fábrica, dándose un respiro del engranaje en el que habitamos la mayoría, semanas después maravillan a otros tantos que se intentan liberar de lo mismo frente a un écran improvisado en un café parisino. Luego piense en esa trabajadora rusa yendo diariamente a ver a la vida real de las personas de la película de Tarkovski: imagine cuánto poder tienen aquellos hombres que maravillan a otros conscientemente de poder hacerlo.

Tras la muerte de Philip Seymour Hoffman, algún genio, impúdico, anduvo proyectando The Master en el cine de mi barrio. Las funciones cuestan 6 pesos (unos 0.50 de dólar), en las butacas de más arriba se bebe vino en caja, algunos trabajadores descansan y una que otra pareja aprovecha la oscuridad. A la salida los travestis saludan en la otra acera. Es un equilibrado bunker para el escape el que se propone en el cine del Instituto en Constitución.

Otros cuantos vemos la película. Cuando la veo siempre me pregunto quién es el maestro que cita el título y dónde radica su maestría. Lancaster Dodd (Philip Seymour Hoffman) es llamado Maestro, pero él mismo encuentra en Freddie Quell (Joaquin Phoenix) algo incomprensible y envidiable. En el primer plano de Dodd en la película este pareciera arrancar en la posición de un pensador, pero antes de eso Dodd está sufriendo. Lo hace al pensar. Es la resaca de su época. Se ha ido a la guerra principalmente por la visión deshumanizante del razonamiento, y ahora EE.UU. llevará al hombre, en la globalización de su concepto–país, a una época más larga y profunda de oscurecimiento de su especie; aun cuando parezca que se transita hacia aguas más claras lo cierto es que en el interior, el barco avanza en tinieblas.

Freddie Quell entiende el tratamiento de la luz. De los cuadros más logrados de la película son aquellos que presentan a las fotografías que toma. Se puede ir al cine sólo para ver estos breves segmentos, parecen ser technicolor, o proyectarse en 70mm. Esta misma belleza fuga hacia las mujeres en el pequeño papel de una vendedora–modelo, en el centro comercial donde Quell trabaja, al dejarla desplazarse con gracia hacia el fondo donde son tomadas las fotos. Quell capta esta belleza pero no consigue asirse a ella. Su instinto no le alcanza y envidia a aquellos que puedan poseerla. Su deseo sexual es en realidad su tormento, aún más que el alcoholismo, o la locura que él cree tener. Pero es esto lo que lo acerca a Dodd. Escritor, doctor, físico nuclear, filósofo teórico y aun irremediablemente un inquisitivo hombre, Dodd no sabe el contenido del alcohol que prepara Quell, hecho con genialidad empírica. Ni él mismo sabe cómo lo hace. Ni siquiera su peligro, habiendo quizá matado a un hombre por dejarlo beber de más. Es posible que si Dodd supiese que bebe tinner dejara de hacerlo, pero Quell le dice que sus bebidas contienen secretos, que él las hace pensando en cómo quiere sentirse, y estas respuestas, de hechicero, son suficientes para aquel que busca, como el nazismo o Descartes, la perfección del hombre.

Sus demonios son equiparables, entre ellos existe una armonía. Los desbordes de sus formas encuentran un balance viéndose en el reflejo del otro. La más simple de las sociedades, donde uno entrega lo que el otro adolece, los puede sanar. Dodd le da herramientas a Quell para poder liberarse del tormento de su pasado, y hacia el final parece que logra dar con un balance para ejercer sus acciones instintivas sin remordimientos y poder convivir con su pasado en inocencia. Quell le enseña una vida justa como acto reflejo, pero Dodd puede liberarse menos, se ha hecho, conscientemente, de una empresa de ocultismo engañoso y desleal, y necesita más de Quell que el otro de sí. Su culpa es mayor. Y por eso tratará de retenerlo hasta el final, como por la pretensión de una cura por osmosis, pero al saber de la imposibilidad de ello, tal y cual le ha sido revelado durante el tratamiento, le entrega un último recuerdo, tan impactante como el que le contó sobre su viejo amor, una canción, una en la que resuena sobre todo su deseo de aferrarse a lo que busca en él: «I’d like to get you on a slow boat to China, all to myself».

Philip Seymour Hoffman en The Master.

The Master ha sido la última gran película en la que vi a Seymour Hoffman. He revisado opiniones sobre la grandilocuencia de su papel y sobre otros como los de Capote, Synecdoche New York o Love Liza. Puedo compartir una opinión. Corresponde a Antonin Artaud: «(…) el actor de cine, quiero decir, el bueno, el verdadero, ese que colocado en un terreno artificial, en el terreno del arte o de la poesía, siente y piensa directamente, espontáneamente, sin interpretar, este actor hace lo que nadie podría hacer, lo que él mismo en estado normal no hace». Transitar el estado normal, el escritorio, el cubículo, el asiento, el monitor, el colegio–el trabajo–el asilo, los hijos, el alquiler, pueden hacer creer que el hombre pertenece a estos espacios. Y que alejarse demasiado de ello es una mordaz interpretación de los artistas. Una fantasía de quién vive en lo fantástico.

Cuando iba a ver The Master, a veces prefería ver a la gente mientras medía por dónde andaba la película por el audio. Esperaba ver su reacción cuando se avecinaba un momento que me ha afectado. Por ejemplo he hecho el ejercicio de no parpadear mientras Freddie Quell es sometido a la primera sesión de pruebas de Dodd. He tratado de ver si alguien más lo ha hecho, en esos momentos, mientras espero el gesto de mi vecino, todo desaparece, pienso tanto en lo que he sentido como en lo que puede sentir el otro en ese fragmento, que no me alcanza a pensar en nada más. Por esos momentos tengo la sensación de que el hombre no debe ser solo. Empiezo a creer que tal vez eso, que alguien trató de definir como punctum, de tan personal, sea lo más vinculante entre los hombres.

El cine es un oficio que apuesta al futuro. El performer se hace del presente y parece ser el único que vive en el presente dado que, en casi todos los casos, trabajamos para el futuro. En una ficción controlada los elementos están listos para hacerse del presente del que cruza el plano. El valor de ese presente, el recuerdo que constituirá, es la materia del potenciamiento de la imaginación, y esta es acaso la más potente herramienta que poseemos. Por ese presente muchos hemos preguntado por alguna cosmovisión, o por la percepción de uno mismo. Y cuando alguien se pregunta por sí, ahora, no es para sentarse en esa radiografía. Oficio siempre al borde del fracaso por su relevancia, arte de pocos el hacerlo posible, se extraña a los grandes actores; estamos tan condenados a ellos dado que miserable o inequívocamente, la mayoría vivimos de, por, para, alguna esperanza.


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