El 6 de mayo se cumple el centenario del nacimiento, en Kenosha, condado del estado de Wisconsin, EE.UU., de George Orson Welles, uno de los creadores capitales de la historia del cine y verdadero forjador de vocaciones cinéfilas y de autorías cinematográficas.
Se ha escrito miles de páginas sobre su obra y vida, tan simbólicamente unidas entre el espiral de ambición creativa, rebeldía natural, goce efímero y sacrificio en la penuria, que caracterizó su existencia, y los crudos retratos de los abismos del poder, grande o pequeño, de vertiginoso capitalismo, envilecidas cacerías o huidizos destierros, que alrededor de 50 años plasmó y a la vez no pudo plasmar más en la pantalla, en un péndulo cotidiano que se convirtió en su emblema.
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¿Qué puede decirse de él ahora, al margen de la efemérides y de ser una vaca sagrada, célebre por su material que llegó a exhibirse y por el que no tuvo esa suerte? ¿Sigue siendo, treinta años después de su muerte y en medio de la apabullante postmodernidad, un cineasta vigente, con algo que decir a nuestra época? ¿Al cine latinoamericano o de cualquier cinematografía nacional en vías de desarrollo? ¿A la propia comunidad de cineastas? A mi parecer, sí, ampliamente.
La idea no es idealizarlo ni hacer una hagiografía ni tratar burdamente de imitarlo, sino de aterrizarlo. Es conocida su tendencia a la dispersión, por la que podía dejar un proyecto a medio hacer para involucrarse sucesivamente en varios otros. Como cualquier persona, cometió algunos errores muy concretos. Por ejemplo, no haber terminado el proceso de su segundo largometraje, Los magníficos Ambersons, antes de viajar a Brasil en febrero de 1942, coincidiendo con el Carnaval de Rio de Janeiro, enviado por el gobierno de Franklin Roosevelt en el marco de “la política de buena vecindad” con América Latina, tras unas semanas del ingreso de los Estados Unidos a la Segunda Guerra Mundial en diciembre de 1941.
Indiferente a los discursos gubernamentales, Welles filmaba en Brasil fascinado por sus contrastes y atraído especialmente por la historia de unos pescadores de Fortaleza que habían llegado a Rio, recorriendo miles de kilómetros en balsa, para pedir ayuda al presidente Getulio Vargas, convertido en dictador desde 1937.
Mientras tanto, un brusco cambio de timón en la RKO Pictures, la productora de su extraordinaria opera prima Citizen Kane (1941), que unos meses antes había soportado la enorme presión del magnate de las comunicaciones William Randolph Hearst y rechazado una oferta económica del jefe de la MGM, Louis B. Mayer, para no estrenarla y destruirla definitivamente, expulsó íntegramente al personal de Welles, capturó Los magníficos Ambersons, eliminó 43 minutos que se perdieron –salvo un milagro– para siempre, ordenó filmar un nuevo desenlace al editor Robert Wise –futuro director de West Side Story y The Sound of Music– y lanzó con rotundo fracaso comercial esa versión cercenada ante la protesta impotente de su autor desde Brasil.
Al regresar a Estados Unidos, Orson estaba proscrito de Hollywood, situación que continuó, con pequeñas interrupciones, hasta el final de sus días. Y la aventura brasileña, provista de imponentes imágenes y la típica agudeza wellesiana, igualmente quedó mutilada y recién en 1993, luego de ocho años de su partida, se apreció internacionalmente con el nombre de It’s All True, en una edición reconstructiva, ajena a Welles, que incluyó fragmentos sobrevivientes de un proceso similar en México que él supervisó en los últimos meses de 1941.
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Así empezó el tránsito zigzagueante de Orson, que se intensificó desde fines de los años 40, buscando fondos por medio planeta, adecuando el despliegue de producción al estado financiero, actuando para otros, filmando, produciendo, escribiendo, interpretando y editando un mismo trabajo durante años en diversos países (Italia, Francia, España, Alemania, Marruecos, Croacia cuando pertenecía a Yugoslavia, y esporádicamente Estados Unidos), aferrado a su volcánica necesidad de expresión y acompañado por fieles cómplices de escena y detrás de cámaras. O sea, de modo proporcional y salvando completamente las distancias, prácticamente vivía como cineasta del Perú, y en realidad de gran parte del orbe, sin pertenecer a una industria y sacando adelante sus obras a contracorriente y con pura pasión.
Por eso Welles es referente todavía hoy. Porque forzó al máximo el empleo de la tecnología en Citizen Kane, aprovechando expresivamente la profundidad de campo y sin aceptar fácilmente que alguna idea no se pudiera cristalizar, teniendo al lado a Gregg Toland, el director de fotografía que previamente había destacado en cintas de John Ford y William Wyler, entre otros realizadores, y que estaba listo para el mayor desafío de su carrera.
Asimismo, porque no le intimidó la deslumbrante maquinaria de Hollywood, sino que la abordó con desparpajo y exigencia. Supo convencer a los directivos de la RKO Pictures, por lo menos entre 1939 y 1942, de que debían dejarlo crear en libertad, con colaboradores de su elección, incluido el Mercury Theatre, elenco actoral casi sin experiencia fílmica que venía haciendo varios años teatro y radio bajo su dirección, y célebre por la dramatización radial de la novela La guerra de los mundos que asustó a medio país en 1938. En suma, para elaborar Citizen Kane, la mirada emblemática del cine a la conjunción periodismo/poder, Welles disfrutó un nivel de maniobra inédito en la cinematografía estadounidense, tras lo cual cambió la historia de ésta y del cine mundial.
Sin abandonar la simpatía de un superstar –en YouTube hay curiosos videos suyos cantando y actuando en TV con Dean Martin y James Stewart, entre otras figuras–, Welles entregó su energía al cine, entendiendo que la razón de ser cineasta es crear universos y contar historias, incluso en telefilmes, independientemente de acceder a presupuestos holgados, estrenos comerciales o estrellas protagónicas, que nada tienen de malo pero que nunca son imprescindibles. Su punto de vista, de estirpe esencialmente shakespeariana, más visible en Macbeth, Otelo y Campanadas de medianoche, interpreta como nadie la decadencia burguesa y en general el fracaso de la civilización, que puede apreciarse especialmente en su adaptación de El proceso de Kafka, una de las mejores que el cine ha hecho de una gran obra literaria, una pesadilla de túneles, salones, puertas y pasadizos interminables. Y sobre su país de origen, Welles ofrece un retrato severo de la hiperactiva Norteamérica, urbana, rural o fronteriza, en la que podían coexistir el infeliz Kane, los crepusculares Ambersons, el misterioso Charles Rankin de El extraño y sus noveles oyentes, el podrido entorno de los Bannister en La dama de Shanghái –donde su ex esposa Rita Hayworth siguió brillando en un rol totalmente opuesto a la mítica Gilda–, y el retorcido policía Hank Quinlan de Sed de mal.
Su filmografía, como Kane, es un rompecabezas que jamás se completará. Para variar, su contacto con Cervantes, Don Quijote, fue accidentado y terminó fuera de su control en un armado ajeno y póstumo de 1993, aunque su ingeniosa recreación en pleno siglo XX impresionó de todos modos. Pero aún puede sorprender: en agosto de 2013 se encontró en Italia, en un viejo archivo, el cortometraje Too Much Johnson, que filmó en 1938 como parte de una obra teatral, sin llegar a tener cabalmente existencia propia –pese a su curiosa incursión en la comedia física y el adelanto de su típico barroquismo, anunciando algunos encuadres de Citizen Kane–, lo que no desmerece su enorme valor histórico.
Y esperamos que en un plazo relativamente corto finalmente podamos ver El otro lado del viento (The Other Side of the Wind), película inacabada sobre el mundo cinematográfico rodada en los años 70, que unas cuantas personas han visto y consideran magistral. Lamentablemente, se entrampó en una maraña de juicios entre socios y luego entre los herederos de éstos. En 2014 se informó que las pugnas habían terminado y que se estrenaría el 6 de mayo de 2015, en honor al aniversario de Welles. Sin embargo, parece que tendremos que aguardar un tiempo más para descubrirlo debido a desacuerdos entre productores y distribuidores.
Estelarizado por el notable realizador y también actor John Huston, rodeado de colegas como Peter Bogdanovich, Dennis Hopper y Claude Chabrol, este eslabón perdido relata la historia de Jake Hannaford, un cineasta de 70 años que acaba de regresar de Europa con el deseo de volver a relucir en Hollywood, empezando un proyecto bastante sofisticado, pero su actor principal lo abandona repentinamente y entonces… la filmación queda inconclusa. Amarga ironía wellesiana llevada al extremo involuntario. Un absoluto testamento, nada menos.
(Texto publicado originalmente en Diario 16)
Esta entrada fue modificada por última vez en 5 de mayo de 2015 17:03
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