Crítica: «Ojos que no ven» (2003), de Francisco Lombardi


Los abismos de una redención imposible

«Sabes que eso no lo podemos decir». Esta frase soltada por el productor de un noticiero (Hugo Salazar) a Gonzalo (Paul Vega), el conductor estrella, en alusión al manso silencio que los medios consagraban al régimen fujimorista, marca la pauta global que impera en Ojos que no ven, duodécimo largometraje del prolífico Francisco Lombardi y, acaso, su obra mejor elaborada a juicio personal. Porque no solo se alude a una carencia de la visión como eje estructural, sino a la imposibilidad de hablar (denunciar) y de cambiar (redimirse con el pasado) al interior de un colectivo (más de diez personas) en sus más diversos estratos. Culpas y laberintos sin salida atacan a los personajes desde el arranque, cuando asistimos nuevamente al caricaturesco destape de la corrupción de aquella dictadura de los años noventa.

Ojos que no ven, de Francisco Lombardi

«Ojos que no ven» es la madurez cinematográfica del realizador, tanto por su aspecto técnico, histriónico y argumental. Son seis historias de un mismo universo que se muestran por separado aunque, en alguna de ellas, sus personajes interactúan (por ejemplo, casi todos llegan a coincidir en un hospital). Este recurso de cruces ha sido mostrado en «Amores perros» (2000) y con mayor precisión en la monumental «Magnolia» (1999). El espíritu del fracaso, un símbolo clásico de la prosa ribeyriana, se esparce en medio de una aparente calma, pues el filme encapsula una falsa esperanza, para luego, diluirse sin más. Estamos, pues, ante un drama. Si cabe decirlo, del subgénero del arrepentimiento. Todo está mal, todo está estropeado, nada saldrá bien, todo está yendo en picada. No hay salida.

Hay dos caídas muy marcadas entre la extendida podredumbre que consume a los personajes. Primero, el vanidoso presentador de televisión, Gonzalo del Solar (Paul Vega), tras saberse portador de un melanoma maligno en el rostro, encara la fase previa a la confirmación del mal, viendo como todo lo que tenía se esfuma repentinamente, dejando a la víctima sin lugar adonde huir. Es probable que su final personal haya sido o el suicidio o la locura. Segundo, el militar Héctor Revoredo (Gianfranco Brero) y Helena (Patricia Pereyra) conforman una relación parásita: pese a querer ayudarla, Revoredo termina por derrumbarla, pero termina aceptando su propia vida, miserable como se ha vuelto, ya sin la tentativa del suicidio, algo que Helena (quizá evocando los fatalismos de su versión griega) ya le ha mostrado reiteradas veces.

Y hay comedia, cómo no. Del tipo patética, gracias a las ínfulas presumidas de un enjuto asistente (Sandro Calderón), de esas que en su desarrollo causan pena como risa. Hay, además, un aura justiciera: los malos reciben castigos y los buenos también; no obstante, estos últimos consiguen reponerse y proseguir con su vida, cosa que no ocurre con los «villanos» de esta película, quienes en vez de intentar salir a flote, se terminan hundiendo más.

ojos-que-no-ven-5 - Francisco LombardiAbordar tópicos como los ya descritos, es un reto. Salir airoso es todo un logro. A Lombardi, el fecundo adaptador de ficciones literarias en esta ocasión le fue bien. El guion de Giovanna Pollarolo fluye natural, pues hasta ese memorable dúo de compañeros de hospital encarnados por Carlos Gassols y Jorge Rodríguez Paz, convence por la química entre ambos, pese a los clichés de dicharachería politiquera. Y es que este filme trabaja, además, en parejas. La mayor parte de la película se encara a dos fuerzas que contraponen sus direcciones en todo tipo de intensidad. Las jugadas de a dos (la más repulsiva podría ser la del abogado Arturo Peñaflor y la escolar Mercedes), una tras de otra, pasando por cruces (dos personajes pasan uno al lado del otro sin conocerse), hasta llegar a un par de ocasiones que parecen evocar, llamémosle así, un barrido descriptivo: con música de fondo, y en silencio vocal. Todos los personajes de la película son expuestos con movimientos (suelen ser laterales) de cámara, como describiéndolos en mutismo, uno tras del otro, y tras completar esta travesía, volvemos de nuevo a la acción.

Se dice de Lombardi que la calidad de su cine ha bajado estos últimos años (y de paso, su índice de producción, pues ya no realiza largometrajes con la frecuencia de antaño). Es irregular, eso queda claro, pero toda película dirigida por él tiene buen nivel. Pareciera que su mirada en la última década, está yéndose más a lo intimista, al circuito cerrado de los sentimientos, al careo emocional de los roles. Como si las grandes historias (tipo La boca del lobo o el título que acá se comenta) se le estuvieran resistiendo. Incluso su siguiente producción, Mariposa negra (2006), aborda también los efectos sobre el régimen fujimorista pero a un grado muy personal.

La música clásica se hace presente acá, adecuada debido a su propiedad de inducir catarsis, pues reviste debidamente ese clima de frustración y flaquezas humanas tan fundamental del filme. En la misma línea de lo técnico, el montaje tiene una que otra escena con pequeños fallos de continuidad. En contraparte, el montaje resulta convincente cuando compaginan videos reales (videos de Fujimori o de Montesinos en su salita del SIN) con la ficción. En otro aspecto, los instantes cámara en mano (o bien steadycam) son para los momentos álgidos en tanto que las tomas fijas son para el momento de calma: un obrar clásico empleado con tino.

Lo agradable de las casi dos horas y media es que la historia fluye sin decaer, y esto tiene que ver con la cantidad de personajes, pues estos colman todos los minutos y todos los posibles huecos que podría haber. En este sentido, la trama es atractiva y no hace pestañear. Una escena para el recuerdo: el «monólogo» final de Gonzalo (Paul Vega). Miserable, lúgubre, perfecto, da cuenta de una metamorfosis similar a la de César (Eduardo Noriega) en la surrealista «Abre los ojos» (1997).

ojos-que-no-ven, Francisco Lombardi

Se acaba de estrenar Dos besos, el decimosexto filme de Lombardi. El cine de finales de los ochenta y de los noventas tendría un notable vacío sin él, casi como ocurre con los años sesenta y setenta si quitamos al estupendo Armando Robles Godoy. De Pancho Lombardi podemos esperar una factura técnico-artística (sobriedad, música, fotografía, composición) deslumbrante sin salir insatisfechos, pues ya está curtido en estas artes. Los dramas han sido el fuerte de Lombardi, junto con pinceladas de ironía y humor, este género no se ha despegado de él en ningún momento a lo largo de su carrera desde Muerte al amanecer (1977).

La polifonía desplegada, la cantidad de personajes con sus derroteros morales «in descendo» tan bien definidos, ese explícito contraste entre al antes y después, y como telón un país que se recuperaba de la tormenta política, vuelven a «Ojos que no ven» una cinta imprescindible para cualquier peruano, no solo cinéfilo, pues en ella le damos una mirada a esos seres sin voz de nuestra realidad que por fin pueden hablar, o los que la tuvieron en demasía y que ahora la pierden: así son los personajes de Lombardi.

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