Se estrena en Lima el documental «Yo no me llamo Rubén Blades»


Rubén Blades es un ícono latinoamericano. No solo es uno de los músicos de salsa más reconocidos de la historia, sino también un excelente compositor, y alguien que se ha incursionado con cierto éxito en la política panameña; después de todo, estudió para ser abogado en Harvard, un dato que, hasta que vi “Yo no me llamo Rubén Blades”, desconocía. Todo esto y más es mostrado en el documental que inauguró pasado el 22 Festival de Cine de Lima, y que llega a la cartelera comercial esta semana.

Si bien se trata de un filme realizado para reforzar el legado del músico panameño, uno no puede evitar divertirse en el camino. Después de todo, Blades tiene suficiente carisma y ha vivido una vida tan interesante como para que este documental destaque de varias maneras.

Dicho esto, considero que el documental se hubiese visto beneficiado aun más si hubiera tenido un enfoque más cerrado, concentrándose en una etapa en particular de la vida de Blades. ¿Qué tal un documental sobre sus inicios, cuando era joven y trabajaba en el oficina postal de la Fania? ¿O un documental sobre su primer álbum? De repente uno sobre su carrera política o, si se quiere ser controvertido, sobre su hijo ilegítimo, el cual es brevemente mencionado en la película. “Yo no me llamo Rubén Blades”, en cambio, trata de hacer demasiado en muy poco tiempo.

Por esta misma razón el documental se pasa ‘volando’, y lo deja a uno con ganas de más. La etapa de Blades en la Fania es explorada de manera brevísima, aunque la menciona constantemente como una gran influencia en su carrera. Blades se peleó con la Fania y los demandó, y sabemos esto porque lo dice en una escena, y nada más. Sabemos, también, que ahí trabajó con grandes leyendas de la salsa (¡Willie Colón! ¡Celia Cruz!), pero nuevamente, aparte de un par de fotos e imágenes de archivo, no llegamos a disfrutar de aquellas colaboraciones. Blades ha hecho tanto a lo largo de su vida, que tiene sentido que el director y guionista Abner Benaim tuviese que ignorar o tocar rápidamente algunos temas y acontecimientos, pero a la vez, hay algunos que merecían tener una aparición más extensa.

Tomemos, por ejemplo, su carrera política y el claro amor que Blades tiene por su país. Vemos un poco las marchas en las que participó de joven, y nos habla sobre su actividad política, pero fuera de un par de videos de noticiero y entrevistas viejas, no se llega a indagar mucho en lo que lo llevó a participar de manera tan activa en la política panameña. De hecho, el tratamiento se asemeja al de la mayor parte de temas que son tocados en el documental: lo mencionan, entrevistan a un par de celebridades al respecto, muestran imágenes de archivo, y pasan a lo siguiente. No hay tiempo para absorber nada, para profundizar; ni siquiera para cuestionar demasiado.

Otro episodio a considerar es la aparición de su hijo ilegítimo. Tomando en cuenta que el documental es una producción del propio Blades, esa relación con su hijo se presenta de manera incómoda y hasta forzada. Las declaraciones de la esposa de Blades no me terminan de convencer, y la escena en la que vemos al hijo y a la nieta en un ensayo de concierto no logra extraerme ningún tipo de emoción genuina. Lo que rescato de esta secuencia es un momento en el que Blades admite que cometió un gran error.

Me frustra tener a una figura tan importante, fascinante e intrigante como Blades, y que sea utilizada para un documental tan plano. Porque en realidad es muy posible ser poco exigente y disfrutar de “Yo no me llamo Rubén Blades” por lo que es; a nivel técnico está impecable —las secciones filmadas en Nueva York lucen espectaculares, por ejemplo—, y aparecen varios invitados de gran nivel, desde Sting hasta Paul Simon, Gilberto Santa Rosa, y Residente de «Calle 13». Los ingredientes estaban a la mano; lo que faltó fue usarlos para cocinar algo verdaderamente nutritivo.

“Yo no me llamo Rubén Blades” sirve como entretenimiento simple; se pasa rápido, está filmado con esmero, y suelta suficientes datos curiosos como para que uno se maraville de lo poco —o mucho— que sabe de esta figura tan importante en el mundo de la música latinoamericana. El propio Blades demuestra ser un protagonista carismático, por lo que tenerlo de anfitrión es muy divertido, contándonos sobre su historia, sobre su pasado, y al menos de cuando en cuando, sobre su futuro. Desgraciadamente, el documental se queda en lo meramente anecdótico, tanto así que cuando terminó, lo primero que pensé fue: “¿eso es todo?”. Por más que haya sido un encargo personal pienso que alguien como Rubén Blades merecía mucho más.


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