«Mientras dure la guerra», de Alejandro Amenábar: El nacimiento de una nación (de naciones)


El historiador político irlandés Benedict Anderson afirma en su obra cumbre sobre el origen de las naciones que estas no son más que “comunidades imaginadas” donde sus miembros, que nunca podrán conocerse todos entre sí, necesitan de vínculos imaginados (idioma, ideología, costumbres, etc.) para permanecer unidas. En un mundo ideal esta reveladora deconstrucción de los Estados modernos bien podría conducirnos, sino a la disolución de los mismos, al menos a un mejor entendimiento global entre grupos humanos. Pero desde su publicación en 1983 ninguna de las naciones existentes se ha planteado abandonar su derecho a desmarcarse del o enfrentarse con el resto y más bien han emergido varias otras, algunas todavía en una angustiosa lista de espera (véase Cataluña).

En ese sentido puede parecer que la España imaginada de Mientras dure la guerra no representa la de 1936 sino la de hoy, y no solo porque en los diálogos se evidencian las eternas rivalidades entre castellanos, vascos y catalanes. Cualquiera que esté familiarizado con su historia moderna sabrá que el concepto de España como nación no ha sido unánime desde el golpe de Estado de Francisco Franco. Si hoy se suscitan polémicas por la interpretación de una España plurinacional es porque desde aquel fatídico conflicto es difícil establecer consenso en torno a una única nación. Para muestra la majestuosa escena en la que Alejandro Amenábar plantea el origen del actual himno nacional sin letra. Una serie de primeros planos muestra cómo en un grupo de soldados falangistas que empiezan a entonarlo hay quienes recuerdan la letra monárquica, otros que solo se saben la republicana, y una mayoría que se limita a acompañar pero que termina por imponerse con fuertes lá lá lás. El plano general final confirma el quiebre de la nación mostrando a los soldados literalmente entre dos banderas: la monárquica colgada en un balcón alto y la republicana aún ondeando detrás de ellos.

La película, que también es flanqueada por los planos de dichas banderas, empieza justo en las primeras horas del golpe de estado en Salamanca en la que las primeras ejecuciones se realizan a plena luz del día y ante la mirada impasible de Miguel de Unamuno, filósofo vasco y por entonces rector de la Universidad de Salamanca. Su elección como protagonista no sólo se debe a su apoyo decisivo, desde la tribuna intelectual, al alzamiento militar. Al igual que los soldados del himno, el propio Unamuno personifica a un país aturdido que debe elegir entre un gobierno caótico de izquierdas y la amenaza de un fascismo vengativo. Karra Elejalde ofrece una brutal interpretación de un personaje tan complejo como conmovedor cuyo mayor desafío es bajar de su templo de erudición, desde el que inicialmente saluda la intervención militar, para enfrentar la cruda realidad de la calle donde las desapariciones arbitrarias de sus vecinos y amigos proliferan. A pesar del maquillaje denso que limita sus expresiones faciales, Elejalde transmite la terquedad, picardía y fragilidad propias de un abuelo con voz impecable y un lenguaje corporal tan ingenioso como su uso del bastón.

Igual de solventes son Eduard Fernández y Santi Prego interpretando a un impulsivo José Millán-Astray y a un “modesto” Francisco Franco, respectivamente. Gracias a ellos Amenábar desarrolla paralelamente el lento y aparentemente fortuito ascenso de Franco como líder del alzamiento, siempre tutelado y motivado por Millán-Astray. Aunque no les otorga la misma profundidad que a Unamuno, ya sea por límite de tiempo o por autocensura, el director y guionista evita exitosamente que estas figuras polémicas se conviertan en verdugos o payasos unidimensionales. Franco en concreto atraviesa una intrigante transformación desde su relativo anonimato hasta su exaltación, exponiendo en el proceso gestos de inseguridad y flaqueza que Prego expone con sobriedad. Por su parte Fernández logra sacar del manco y tuerto Millán-Astray a un auténtico fanfarrón que impone su presencia en cada escena. Es él y no Franco quien encarna al pensamiento falangista y es por ende el verdadero antagónico de Unamuno, llamado a enfrentarlo en una mítica intervención en la Universidad de Salamanca que es el clímax de la película.

Luego de haber tropezado con un film de terror de escasas virtudes (Regresión, 2015), Amenábar ha vuelto a escribir en su lengua materna y sobre una historia española real desde su oscarizada Mar adentro (2004), y ha vuelto a apostar fuertemente por la estética visual como en Los otros (2001) y Ágora (2009). Si bien el guion no exige un tratamiento especial salvo por un par de escenas, la película no se limita a un nítido registro de las acciones. A diferencia del drama histórico convencional, Mientras dure la guerra no adopta filtros o desatura su paleta de colores para transmitir un carácter acorde con la severidad de los hechos. En las escenas exteriores el resplandor del sol ibérico se deja lucir y con él la belleza de los edificios históricos de Salamanca. Es así que una puesta de sol complementa una entrañable escena de debate entre Unamuno y su alumno Salvador Vila (Carlos Serrano-Clark), más tarde desaparecido por los militares. Entre los espacios interiores destacan los imponentes y oscuros cuartos y escalinatas de piedra de la universidad (que recuerdan a la Biblioteca de Alejandría de Ágora), además de las habitaciones de la residencia de Unamuno donde el contraste de luces y sombras genera composiciones cautivantes (que a su vez evocan las de Los otros). El exceso de primeros planos es probablemente la única falta dentro de una fotografía correcta.   

El séptimo largometraje del realizador chileno-español sin duda recupera su pasado prestigio, sobretodo por arriesgar con un tema tratado extensamente por el cine español y que paradójicamente sigue siendo espinoso para su público. Pero fuera de sus aciertos estilísticos y performativos, el guion de esta película representa más un esbozo o capítulo del gran drama épico que pudo haber sido. La prudencia de Amenábar al abordar a Franco y al conflicto en general, en parte justificada por el enfoque en Unamuno, impide hacerle justicia al clima de incertidumbre, tensión y tragedia de la época. Se puede reprochar, por ejemplo, que el ensañamiento de los falangistas se manifiesta más con el sufrimiento de los familiares de las víctimas que con las propias detenciones, o que la convulsión social que justificaba el golpe de Estado es prácticamente imperceptible. La exclusión de estas escenas inquietantes le restan vigor al ambicioso discurso narrativo que se concentra entre los diálogos. No estamos pues ante una obra completa sobre la guerra civil española y ese es el mayor reclamo que se le puede hacer a una película que lleva por título “Mientras dure la guerra”.

Aún con dichas limitaciones, la historia sobre el apoyo y tardía condena de Miguel de Unamuno al alzamiento franquista tiene un potente valor a la hora de reflexionar sobre el origen y la perpetuidad de los conflictos políticos y culturales en torno a la nación española post-imperial. Entre los diálogos por ejemplo se evidencia que desde inicios del siglo XX los estatutos de autonomía de Cataluña y el País Vasco y sus reivindicaciones culturales son temas incómodos para el entorno castellano. Frente a ello Unamuno ejerce una férrea equidistancia que defiende su origen vasco y su formación castellana por igual, y la mantiene incluso frente a un público falangista salvaje en su discurso final. Personajes de hoy como Fernando Savater pueden verse reflejados en esta postura arriesgada. Por otro lado la obsesión de Millán-Astray y el resto de militares con la unidad de España nos devuelve al argumento insignia del conservadurismo español actual frente a la crisis del independentismo catalán, y la nostalgia imperialista del “día de la raza” aún puede palparse en los discursos desafortunados de ciertas figuras públicas cada 12 de octubre en pleno siglo XXI.

Salvando enormes distancias ideológicas, el drama histórico de Amenábar es comparable a El nacimiento de una nación de D.W. Griffith al redescubrir en una cruenta guerra civil el origen de los problemas y desafíos que persisten en el país del realizador, entre ellos la irremediable polarización de su gente y la propia concepción de la nación. Aquí no hay chivos expiatorios ni salvadores retrógradas (para eso ya existe la Raza de Franco) pero sí se critica la falta de intuición, raciocinio y coraje de los propios españoles para frenar un fascismo que buscó venganza, poder y pensamiento único por encima del orden. El desconsuelo final de Unamuno también lanza una severa advertencia a quienes hoy insolitamente ignoran o lavan discursos y exponentes fascistas en nombre de la libertad de expresión, especialmente los intelectuales orgullosamente liberales como cierto premio Nobel de pluma crítica menguante.

La guerra civil española ofrece claros paralelismos con los diferentes conflictos latinoamericanos donde Francos de derechas e izquierdas han dejado y siguen abriendo heridas. Si seguimos la teoría de Benedict Anderson (cuyo recomendable libro tiene mucho por decir del independentismo americano), nuestras naciones son fronteras imaginadas de una civilización mayoritaria e irreversiblemente mestiza que nos conecta a castellanos pero también a vascos, catalanes, gallegos y andaluces. Si al final somos naciones descendientes de una nación que a su vez se conforma de varias naciones bien podríamos empezar a aprender de los errores comunes como el que expone Amenábar, no tanto para gestar una Iberoamérica terriblemente desigual y forzada como para ser conscientes de la extensa y diversa identidad hispana que hoy conformamos y que el propio Miguel de Unamuno defendió en vida.

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