“O que arde”: la visión incandescente de Oliver Laxe


Detrás de toda industria cinematográfica consolidada siempre existirán otros cines entre los que surgen propuestas arriesgadas y cautivantes, destinadas a ser reivindicadas por algún festival. En el caso de la filmografía del gallego Oliver Laxe su difusión y reconocimiento a nivel mundial se las debe a Cannes. No debe sorprender que el joven director aún no cuente con seguidores entre el gran público español pese a los premios recibidos por “Todos vós sodes capitáns” (Todos vosotros sois capitanes, 2010) y “Mimosas” (2016). Nadie alcanza la popularidad con historias ambiguas y autorreferenciales, menos aún si se retratan una cultura no occidental. Es más bien incompresible y reprochable que la propia Academia de Cine española le haya negado alguna nominación a los Goyas. Pero esta indiferencia de ámbito nacional probablemente acabará con “O que arde» («Lo que arde»), ganadora de la sección Un certain regard de este año en Cannes que no solo cuenta esta vez con el respaldo de Televisión Española sino que es el primer largo que Laxe rueda en su tierra natal y en el idioma gallego.

Su premisa también sugiere una historia más accesible para el gran público: la de un pirómano procesado que regresa a vivir al pueblo rural junto a su madre y que debe hacer frente a la desconfianza del resto de habitantes. Se podría esperar un relato intimista que alterne el devenir del protagonista con planos panorámicos de los bosques gallegos, pero no se puede esperar lo mínimo de un director que ha navegado entre el documental y la metaficción, que ha evitado hilos argumentales herméticos y que ha obtenido bellas composiciones de realidades urbanas y desérticas. Es así que la primera secuencia no nos adentra inmediatamente en la historia sino en su vasto hábitat con un inicio que se asemeja al de una película de terror sobrenatural con árboles que caen en medio de la oscuridad. Pronto se revela una excavadora como la responsable de su destrucción y que no parece detenerse hasta que se topa con un ejemplar colosal. La cámara adopta la perspectiva de la máquina y termina por magnificar el tamaño del árbol como si fuera un gigante dormido a punto de despertar. Es la ingreso hipnótico a un mundo rural y a una película de autor que creemos conocer pero que están lejos de ser lo que parecen.

La historia en sí arranca con el expediente deshumanizante de Amador Coro en un deshumanizado juzgado donde solo se oyen unas voces que confirman, en tono de resignación, su liberación. Aunque luego descubrimos su rostro humano cuando se dispone a regresar a casa en bus, un montaje de túneles y paisajes fascinantes que sugiere un renacimiento, su percepción como un peligroso pirómano persiste, en parte por su vestimenta trajinada y el rostro rudo de quien lo encarna. Amador tampoco se esmera por sacudirse el estigma ante la gente del pueblo al mostrarse reservado e incluso fumar en pleno bosque. Es solo a partir de un tenue pero tierno reencuentro con su madre Benedicta que podemos percibir al hombre de campo servicial y sereno que yace en su interior. Los actores no profesionales que interpretan a madre e hijo, Benedicta Sánchez y Amador Arias, son más decisivos que el propio guion de Laxe para elaborar una historia de diálogos mayoritariamente cortos y triviales. Laxe en realidad les da un amplio margen para que, entre el pastoreo de las vacas y las caminatas bajo la lluvia, ambos actores se desliguen temporalmente de sus roles ficticio y se dejen ver como los pobladores rurales que son en realidad.

Es pertinente remarcar que Oliver Laxe se ha especializado en trabajar con amateurs desde sus días en Marruecos, obteniendo “interpretaciones” que trascienden el neorrealismo. En su primer largo, “Todos vós sodes capitáns”, el detrás de cámaras de un taller de cine impartido por el propio Laxe para niños marginados de Tánger paulatinamente da pie a una ficción donde los sujetos/personajes se muestran conscientes de su participación/manipulación. Debido al modo documental que se mantiene durante todo el largo, la “actuación” de los involucrados es casi imperceptible. Los niños básicamente pretenden estar disgustados con Laxe por estar más interesado en realizar su propia película y no la que los ellos quieren. Su espontaneidad e inocencia, además de su condición de menores humildes, ayudan a confundir la ficción con realismo y a plasmar por ende la idea de que son víctimas de un humanista europeo fraudulento. Lo cierto es que, hasta que Laxe no se muestra así mismo siendo consciente de su actuar egoísta, la película inicialmente da la sensación de ser el proyecto miserabilista de un cineasta privilegiado. En ese sentido, pese al riesgo de herir sensibilidades, el relato es todo un logro en la era de la posverdad.

También cabe resaltar el descubrimiento de Shakib Ben Omar, un marroquí de rostro y voz peculiares con cierto aire de inocencia que deja su huella en “Todos vós…” pero sobretodo en “Mimosas”. A diferencia de la docuficción que representa la primera, la segunda ofrece un guion enteramente ficticio que se camufla bajo el realismo de locaciones naturales y de un elenco autóctono y amateur cuyos miembros ceden sus nombres reales a sus personajes. En el caso de Shakib el director prácticamente reutiliza su alter ego de la anterior película, un individuo de aparente fragilidad y sabiduría escondida, pero le ofrece mayor participación. Si bien al inicio parece desacertado para un western árabe surrealista donde debe ayudar a una tribu a transportar el cadáver de su sheikh a través de una tierra inhóspita, Shakib logra convertirse en un héroe inusual que no se vale de armas o fuerza bruta sino de perseverancia y fe para hacer frente a desafíos y a quienes lo subestiman. La convicción con la que enuncia reflexiones enraizadas en el islam pero de resonancia universal hace que este personaje sea tan imprescindible para el aura espiritual de la película como la fotografía enigmática de Mauro Herce.

En “O que arde” Amador y Benedicta contribuyen de igual manera al misticismo que envuelve su cotidianidad rural, en este caso vinculado no al catolicismo sino a la propia naturaleza gallega, demostrando conocer su entorno más allá del plano físico. En un momento de reflexión Amador admira los árboles de eucalipto (como aquellos talados en la secuencia inicial) y reconoce que si bien estos “crecen buscando el cielo” en última instancia representan “una plaga más mala que el demonio” por tener enormes raíces que impiden crecer a otros especies. Benedicta añade con tacto maternal que “si [los eucaliptos] hacen sufrir es porque sufren”. Esta identificación de una impulsividad y sufrimiento humanos en los eucaliptos sugiere que no son meros elementos paisajísticos y que existen entes nocivos entre nosotros que pueden pasar desapercibidos. En ese sentido representan una antítesis del Amador pirómano que despierta desconfianza absoluta entre sus vecinos pero que, al no ocasionar fuego alguno durante su reinserción, parece actuar más bien por una fuerza involuntaria. Este nexo místico entre el protagonista y su entorno también se vislumbra en su estrecha relación con los animales, muy distinta a la que trata de entablar con otras personas como la veterinaria que le ayuda a rescatar una de sus vacas. La habilidad de Benedicta de moverse libremente por el accidentado terreno forestal pese a su cuerpo frágil de anciana también sugiere una condición especial.

Aunque no resulta ser tan profundo como el espiritualismo islámico de “Mimosas”, el misticismo rural de “O que arde” aporta suficiente intriga al drama emocionalmente restringido de Amador. En el aspecto audiovisual esto se traduce en la combinación de planos hipnóticos del cielo y el bosque gallegos conseguidos por Mauro Herce con una selección de piezas musicales trepidantes como el Nisi Dominus de Vivaldi. Estos intervalos de contemplación y tensión que rompen el minimalismo general del relato y le aportan cierto ritmo narrativo. También cumplen la función de presagiar la catástrofe inminente del gran incendio final (que la sinopsis oficial revela), un espectáculo perverso y alucinante que no muestra rastro de alteraciones digitales y que captura detalladamente el horror de un bosque que se va consumiendo y la tragedia de los bomberos y vecinos que no pueden apagarlo. Solo faltaría sentir el calor desde las butacas para sentir que estamos en medio de un infierno donde los demonios no son ya los eucaliptos sino las desbordantes lenguas de fuego y la oscuridad del humo que despiden. Con la inclusión de este clímax apabullante y el enfoque general en el cambiante ecosistema gallego, Laxe compone una apasionante oda a su tierra natal que fluctúa entre la armonía y la crudeza.

Por supuesto que el componente humano conformado por Amador y Benedicta, que desde un inicio están llamados a poner a prueba la incondicionalidad del amor maternal, también refleja el orgullo del director por la idiosincrasia cultural de su pueblo. Son la encarnación de una estirpe menguante que sobrevive a los golpes de la naturaleza mucho mejor que el olvido de sus pares urbanos y autoridades alejadas. Su capacidad de transmitir una humanidad impasible sin diálogos o gestos explícitos ciertamente evoca el universo de Robert Bresson. Que sus matices emocionales guarden relación con los diversos entornos naturales por los que se desplazan también hace recordar la obra de Abbas Kiarostami. Al final estos personajes son el resultado del discurso evolutivo del propio Laxe que ha pasado de expresarse mayoritariamente con imágenes paisajísticas en sus cortometrajes a hacerlo a través de culturas apartadas e ignoradas que, al margen de idiomas desconocidos, expresan una humanidad sobria pero palpable que debe abrirse paso en tiempos de vertiginosidad e indolencia occidental.

“O que arde” en realidad puede sentirse familiar para un hispanohablante latino porque el idioma gallego utiliza muchas palabras de raíz castellana y porque su perspectiva rural gallega recuerda a la que se vive entre los pueblos recónditos del continente americano. No sería pues descabellado ver a Oliver Laxe buscando inspiración al otro lado del charco para un próximo proyecto. Después de todo su cine se mantiene como un auténtico nómada que no tiene reparos en mezclar ficción con realidad o en añadir cierto surrealismo y que más bien busca destacar lo espontáneo, lo inédito y lo humano. Es una llama que difícilmente pasará a guiar a toda una industria nacional pero basta con que se siga propagando por Cannes para mostrarnos que existe un sendero para el cine español más poético y libre.


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