Festival de Lima: «Diógenes» (2023), Béla Tarr andino en talla small

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Cuesta creer hoy que todavía existen amplios espacios donde la vida puede tener un discurrir más reposado. Destaca la vibración del viento, el roce de las hojas, el susurro eventual de árboles en lo alto. Un fuego canta la paz del bosque y eleva humo ceremonial anunciando quizás una plegaria.

La pobreza sabe ser muy tranquila. El adobe y la carencia pueden ser muy artísticos. Simulan permanencia e invitan a mirar porque no hay mucho más que hacer. No se trata solo de que la narración sea lenta, que las acciones parezcan inacción, rutina y pausa. La detención genera la leve sorpresa de quienes van perdiendo el asombro ante lo visible.

Hay algo de horror en la convivencia de luz y sombra. Quizás solo sea que el director Leonardo Barbuy se las ha arreglado para que toda la película mantenga estas grietas; con ayuda de sus directores de fotografía, Mateo Guzmán y Musuk Nolte. Incluso al interior de cada plano encontramos la multiplicación de este contraste, ya sea en los personajes o en objetos o en el entorno natural, sean interiores o exteriores. 

El mismo comienzo, lento y remotamente crepitante, muestra ese constante ocultamiento y desocultamiento de lo que parece –o parecía– claro e inamovible. Incluso en aquellas tomas a plena luz en exteriores encontremos uno que otro detalle velado; todo esto acentuado por la fotografía en blanco y negro. 

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A ello se suman los encuadres, muchos modélicos (otros, que quisiéramos repetir), de la cabaña y el entorno rural de Diógenes (Jorge Pomacanchari), el artesano de tablas de Sarhua, quien vive en el campo, asilado y acompañado de sus hijos menores: Sabina (Gisela Yupa), una chica preadolescente y Santiago (Cleiner Yupa), su hermano pequeño. Todos, pero especialmente ella, de aspecto “neorrealista” y ocasionalmente mostrada con una ligera apariencia hierática, con parte de la cabellera al viento y un fondo de nubes ominosas. 

Hacia el final de la cinta recién conocemos el pueblo de Sarhua, empezando por un encuadre de composición espectacular, con una calle central vertical, que parece clavada como una cruz, tras un recorrido de uno de los personajes por el campo. Se presume dolorosa. La fotografía es extraordinaria y uno de los grandes atractivos de “Diógenes”.

En algunos pocos momentos, Barbuy apela al uso de cámara lenta y de un lento zoom in para enfatizar o puntualizar el relativo estatismo de la imagen. Y, como para compensarlo, ocasionalmente mueve la cámara –siempre despacio– en paneos semicirculares que me recuerdan similar procedimiento en cintas de Béla Tarr; y, hacia el final, un travelling totalmente circular (y allí ya no importa que haya tramos oscuros, ya que amplifican el contraste de luz y sombra). Alivian el recorrido.

El tiempo es el mismo hoy, como lo era antes, en Sarhua, Ayacucho. El niño empieza a diseccionar, ensimismado, un escarabajo; algo que no va a gustar a los animalistas. Construye un diminuto hoyo donde pululan los bichos, atraviesa la pequeña aglomeración una araña enorme. Se entretiene.

Los chicos tienen esa vida de silencio pausado por delante, interminable. Pero quedan ecos de tiempo en su mente. La película tiene muy pocos diálogos y estos están dichos en quechua. Una buena parte son susurrados y describen, aparentemente, las cosas desde el punto de vista del pensamiento mágico religioso, infantil; aunque los dibujos en las tablas nos cuentan otra historia. 

Un breve episodio del conflicto armado en el pasado antecede a este retraimiento forzado de Diógenes y su familia. Un repliegue sobre sí mismo y hacia el futuro. Ha sido tocado y, sufriente, será llamado a la compañía de almas local. 

Hay poca música pero esta es sorprendentemente bella y es interpretada, en parte, en un clavecín; aunque de inocultable sabor andino. Cantos religiosos y la presentación engalanada de miembros de la comunidad cierran, como en una elevación, la soledad del artesano. 

Una obra de arte que establece conexiones. De un lado, “Diógenes” se une a “Wiñaypacha” y “Willaq Pirqa” en la revalorización de lenguas autóctonas vigentes y primordiales en el Perú; se relaciona con “La teta asustada” por la mostración del tiempo y la historia invisibles en el presente; y con “Canción sin nombre”, por la intensidad del blanco y negro. Una limitación: argumento muy acotado. Otra: hubiera sido deseable algo más de misterio.  

Hacía mucho tiempo que no agudizaba la vista para tratar de retener imágenes que definitivamente tienen una cualidad hipnótica, planos con una composición clásica, que nos retornan a la tradición cinematográfica y llegan a conformar una sucesión de planos de sobria y áspera belleza visual. Una sutil y pequeña gran película.


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