Críticas

“Saltburn” (2023), de Emerald Fennell: sabroso resentimiento

En sus momentos de menor riesgo narrativo e innovación audiovisual, el segundo largometraje de Emerald Fennell se siente como una antología de videoclips de Lana del Rey donde las secuencias de montaje pululan cual mariposas que sintetizan la trama, pero que también se regodean en momentos de dicha y desolación del protagonista. Esto es suficiente cumplido para una película que no disimula su dedicatoria a un público juvenil, concretamente a quienes alcanzamos nuestro pico hormonal durante la segunda mitad de los 2000. Aunque alejada del feminismo altamente inflamable de Promising Young Woman (2021), Fennell aquí no renuncia a su pluma-lanzallamas para abordar a la aristocracia inglesa contemporánea. Puede que este sea un blanco más fácil que el de su predecesora, pero Saltburn desarrolla un relato de venganza igual de atrevido, donde el exhibicionismo y desprecio aristocráticos chocan con el resentimiento temerario y jubiloso del protagonista. El romance platónico entre Oliver y Felix es solo la cereza de un pastel satírico social algo inflado pero indudablemente fastuoso y sabroso.

El protagonista, Oliver Quick (Barry Keoghan), narra en retrospectiva sus vivencias junto a Felix Catton (Jacob Elordi) a quien conoce durante su primer año en la prestigiosa Universidad de Oxford. Aunque inicialmente ignorado por su condición humilde comparada con el elitismo cegador de sus compañeros, Oliver logra ganarse la confianza del más popular de estos, Felix, además de desarrollar una obsesión poco discreta. Justo cuando el segundo empieza a cansarse de la amistad, Oliver le informa sobre el repentino fallecimiento de su padre. En un acto de generosidad inesperado, Felix le ofrece pasar el verano junto a su extravagante familia en la majestuosa finca de Saltburn. Aquí Oliver pasará el verano más memorable de su vida no solo por su acercamiento con Felix sino también por experimentar los lujos, vicios y peligros de una vida aristocrática inalcanzable.

El éxito de la película radica esencialmente en el delirante Oliver y su anhelo por sentirse en la cima de la jerarquía británica junto a su amado Felix. Pese a que entre los secundarios hay potenciales ladrones de escena como Richard E. Grant y Rosamund Pike, el centro gravitacional lo ejerce Barry Keoghan con una interpretación camaleónica de un joven que pasa de perdedor a ganador, de susceptible a impasible, y de ingenuo a maquiavélico que demuestra un estado neurótico constante. El irlandés se deja la piel (literalmente en más de una escena) para representar la mezcla de envidia y devoción que su Oliver siente por Felix y su mundo aparentemente perfecto. Sus escenas más patéticas, como en su primera reunión la de pub junto a los universitarios ricos y populares, se corresponden con una comedia pícara juvenil a lo Súper cool (2007), que curiosamente es referenciada en otra escena. Por otro lado están sus escenas más compatibles con un thriller psicológico como sus incursiones sexuales que tienen más de perturbador que de erótico. Pero en medio de ambos tipos podemos vislumbrar un personaje trágico que Keoghan termina por enaltecer, especialmente en una secuencia final puramente física.

El guion de Fennel es el otro componente responsable del carisma y repulsión simultáneos de Oliver. Al igual que la vengativa pero reivindicativa Cassie de Promising Young Woman, Oliver decide no autocompadecerse como paria social y deja que el resentimiento social dicte su cruzada personal. No hace falta ir a Oxford para empatizar con las emociones oscuras que se forjan en Oliver al navegar por un ambiente de alta toxicidad clasista. Curiosamente, habiendo pasado por ambientes universitarios extranjeros, debo confesar que el elitismo de Oxford en Saltburn más bien me transportó de vuelta al clasicismo (y otra clase de -ismos) de mi colegio privado de Lima. Probablemente Fennell no se imagina que la irritabilidad del círculo aristocrático de Felix es comparable a la de su equivalente peruano, con la diferencia abismal de fortunas entre ambos, pero lo cierto es que el sentido de superioridad de las elites es universal. Puede que la película no ahonde en la idiosincrasia de la aristocracia británica más allá de ciertos diálogos, pero este retrato más ligero permite que el texto sea accesible, especialmente a través de los ojos de un Oliver ajeno a dicha clase social.

Como experiencia audiovisual, Saltburn es comparable a un parque temático. El montaje de Victoria Boydell le aporta un ritmo de montaña rusa donde las secuencias de montaje aceleran la trama con una lluvia de imágenes que no parecen ser meros excedentes de otras escenas. La fotografía de Linus Sangren hace que, en efecto, la mayoría de planos, con relación de aspecto estrecha, se sientan únicos, especialmente cuando juegan con la distorsión que proveen ciertas superficies reflectantes. La dirección de arte, el diseño de vestuario y la puesta en escena están a la altura de las exigencias de una película en la que los espacios fastuosos de la finca no bastan para retratar una vida aristocrática de excesos y frialdad. Además de las delirantes secuencias de fiesta, hay una escena en la que el cierre de cortinas rojas de un comedor genera una atmósfera que resalta el trastorno psicológico de los personajes involucrados. El toque final lo aporta una banda sonora con éxitos de los 2000 que calza con el espíritu gamberro del protagonista y el de toda una generación, además de aportar un nuevo significado a canciones como la del final.

Los más cínicos dirán que si las escenas más arriesgadas de Saltburn las hubiera filmado un hombre (blanco, cis-género, heterosexual) nadie la estaría celebrando. Lo cierto es que todavía hay directores en actividad que se dan el lujo de incorporar sexo a diestra y siniestra como Lars Von Trier y Gaspar Noé. Entre los abiertamente homosexuales, Ira Sachs y el dúo de Sam H. Freeman y Ng Choon Ping acaban de hacer lo propio con Passages y Femme, respectivamente. Y ya si hablamos de mujeres bastaría con mencionar a la matriarca Catherine Breillat para evocar escenas dignas de una sala XXX insalubre. Pero la diferencia entre Breillat y Fennell es que mientras la primera se regocija con mostrar un primer plano de un pene en un contexto de fantasía femenina, la segunda opta por sugerir situaciones y composiciones provocadoras donde la presencia de genitales es secundaria. Fennell también reivindica un erotismo que no radica en el plano sexual sino en imágenes más bien cándidas el primer plano de una nuca sudorosa. En ese sentido su elección del australiano Jacob Elordi como objeto de deseo (que como personaje es más bien vacío) no responde a una necesidad de repetir el contenido explícito de la serie Euphoria (2019-) sino a la intención de remarcar lo física y románticamente inalcanzable que es su Felix para el Oliver de Barry Keoghan.

Bernardo Bertolucci pudo haber hecho que los millennials perdamos nuestra virginidad cinematográfica con los desnudos frontales de Los soñadores (2003), pero Fennel, quizás siendo consciente de que los Gen Z han visto prematuramente más sexo que ninguna otra generación, no se vale únicamente de los desnudos de Elordi y Keoghan para generar el mismo grado de conmoción y fascinación. Al margen de cierto facilismo temático y desembocamiento narrativo predecible, Saltburn es más que un remix libertino de El talentoso Sr. Ripley (1999). Es evidente desde su trailer que no es para todos los gustos ni públicos, pero es una obra que reafirma un estilismo y sensibilidad coherentes por parte de una directora y guionista que, al igual que su protagonista, claramente ambiciona con comerse el mundo a base de una provocación lúdica y siniestra.

Esta entrada fue modificada por última vez en 24 de noviembre de 2023 11:57

Gustavo Herrera Taboada

Máster en Estudios de Cine en la Universidad de Columbia. Máster en Gestión Cultural en la Universidad Carlos III de Madrid.

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