Críticas

[Netflix] Un «Maestro» exitoso en todo, menos en sí mismo

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El biopic sobre Leonard Bernstein, el famoso director de orquesta, estelarizado y dirigido por Bradley Cooper, enfrenta el mismo desafío que “Napoleón”, de Ridley Scott: su personaje es demasiado polifacético en vida y obra para poder abarcarlo satisfactoriamente en un largometraje. Pese a ser menos conocido que el genio militar francés, el director y compositor estadounidense fue una figura multifacética, exitosa, compleja y controversial; y, a su vez, en cada una de sus ‘facetas’, fue famoso por innovador y creativo, aunque muchas veces polémico. 

De allí también que Cooper haya seguido los pasos de Scott y se haya centrado en la vida sentimental del compositor del emblemático musical “Amor sin barreras” (“West Side Story”), focalizándose –como en el caso de Napoleón con Josefina– en su matrimonio con Felicia Montealegre, una actriz chileno-costarricense, y descartando otras características fascinantes del personaje; lo que es comprensible ya que, desde un punto de vista comercial, el público se identifica más con emociones universales que con aspectos profesionales especializados. 

En consecuencia, y a la vista de lo ocurrido en la cinta sobre el gran corso, quizás hubiera convenido una miniserie para hacerle justicia al genio musical. Aunque cabe aclarar que “Maestro” sí llega a profundizar más en la relación de Lenny –como gustaba ser llamado– con Felicia, en comparación con la relación de Bonaparte con su emperatriz antillana. En todo caso, el filme de Cooper resultará satisfactorio para el público general ya que ofrece una trama lo suficientemente atractiva y disruptiva como para mantener el interés en la peculiar relación entre ambos; pese a que, de todas formas, la narración audiovisual resulta sesgada y desbalanceada por un enfoque relativamente ‘respetuoso’ sobre la pareja.

Dado que esto se manifiesta en términos dramáticos e incluso audiovisuales, y para entender mejor las consecuencias del enfoque escogido por Cooper, reseñaremos sucintamente algunos datos biográficos que nos permitirán entender al personaje original y explicar las limitaciones del enfoque de la película al respecto; para luego señalar sus innegables logros, centrados en las actuaciones de ambos protagonistas, así como en otros factores de la puesta en escena.

Todo, en todas partes, al mismo tiempo

Leonard Bernstein fue uno de los tres más grandes directores de orquesta mundiales en la segunda mitad del siglo XX, junto a Herbert von Karajan y Sir Georg Solti (los tres, además, campeones de la auto promoción). Fama que, en su caso, le llegó a los 24 años, en 1943, cuando en menos de dos años tuvo cuatro espectaculares apariciones en cadena televisiva nacional donde se reveló inesperadamente como un gran director de orquesta (sustituyendo a un Bruno Walter indispuesto y dirigiendo sin ensayo previo), un compositor de música académica (estrenando su primera sinfonía, la que se retransmitiría luego a todo el país), de ballets (con “Fancy Free”, cuya temporada hubo que alargarla debido a la alta demanda de público) y de musicales en Broadway (con la conversión del citado ballet en el conocido musical “On the Town”, el que se reconvertiría posteriormente en “Un día en Nueva York”, un clásico del cine de Hollywood). Previamente, había interpretado al piano la compleja sonata de su amigo Aaron Copland, remplazándolo con poco tiempo de preparación y causando un fuerte impacto ante un público especializado, tanto por su desempeño como por sus comentarios técnicos sobre la pieza. Todo en unos meses.  

A partir de allí, su fama no cesaría y pronto se extendería –como director– a Europa y, de allí, a la televisión, donde se reveló como un showman gracias a su participación en la serie “Ómnibus” (la que llegó a 16 millones de personas) y posteriormente con sus “Conciertos para jóvenes”, los que se emitieron durante 13 años, seis de ellos en el prime time (horario de máxima sintonía). Bernstein conocía el lenguaje de la televisión, escribía sus propios textos, era telegénico, carismático, ameno y explicaba los temas técnicos con una sencillez desarmante, sin perder el rigor y apelando a veces a escenografías diseñadas especialmente para el tema o a otros formatos televisivos.

Ante cámaras, tenía a su disposición a la Orquesta Filarmónica de Nueva York, pero podía pasar fluidamente al piano donde explicaba con ejemplos varios (y hasta cantaba) desde las piezas más abstrusas de la música académica hasta las canciones de los Beatles, el jazz u otras músicas populares, con la autoridad absoluta de quien había alcanzado logros incontrovertibles en esos tipos de música. Hay consenso en que estos programas constituyen un legado único en la historia de la televisión comercial en el terreno de la educación cultural; pero no hubieran sido posibles sin las extraordinarias dotes naturales de comunicador y pedagogo de Lenny.      

A lo anterior hay que sumarle que tuvo una intensa actividad política –junto a su esposa Felicia– en favor de las grandes causas de la izquierda liberal demócrata, como su apoyo al movimiento de derechos civiles (incluyendo una polémica recaudación de fondos para el movimiento “Panteras Negras”) y a la oposición a la guerra de Vietnam, entre otros; las que condujeron al FBI de Edgar Hoover a abrirle tempranamente una investigación y hasta la retención temporal de su pasaporte durante el macartismo. 

Escribió ensayos y libros sobre música, e inclusive poesía. La vigencia de sus ideas puede rastrearse hasta el presente. Recordemos solo cómo en la reciente película “Tár”, de Todd Field, la protagonista compara y discute sobre una tradición religiosa judía usada por Bernstein y la concepción del icaro (canto) shipibo-konibo ucayalino, en relación con la interpretación de la Quinta Sinfonía de Mahler (que comenté al final del acápite “La eternidad en el presente y en concierto” de mi crítica al mencionado filme), compositor con el que Lenny se sentía profundamente identificado y del que fue uno de sus más grandes intérpretes. Nuestro personaje poseía, ya desde muy joven, una amplia cultura producto de su insaciable curiosidad intelectual y sed de conocimientos; a lo que se sumaba una presencia física avasalladora con la que se expresaba con una seguridad apabullante. 

Tuvo protagonismo destacado en hechos importantes de la historia del siglo XX, como sus espectaculares presentaciones en Palestina, como director de orquesta inmediatamente antes y después de la creación del Estado de Israel; además de escoger y dirigir la pieza musical para el funeral del presidente Kennedy (el Adagietto de la Quinta Sinfonía de Mahler, reconvertido de canción de amor en canto fúnebre – asunto de la citada discusión en “Tár”); o la interpretación de la Novena Sinfonía de Beethoven con motivo de la caída del muro de Berlín (cambiando la palabra “Freude” –alegría– por “Freiheit” –libertad– en el famoso poema de Schiller que se canta en esta obra, ¡asegurando que el compositor lo habría autorizado!). Así era Lenny.

Estos gestos y un ascenso tan meteórico lo hicieron víctima de envidias y hasta celos de sus colegas (sobre todo, compositores), los que explican –en parte– las críticas de exceso de gesticulación (Lenny pertenecía al género de directores ‘coreográficos’), superficialidad, sentimentalismo, pretenciosidad y auto indulgencia en sus interpretaciones. También generaba desconfianza que compusiera música popular y académica a la vez, o que fuera por igual una estrella de la televisión y un teórico musical. Como compositor académico fue criticado por su eclecticismo; como director de orquesta se le cuestionó sus ralentizaciones, fluctuaciones de tempo y subrayados causados por un exceso de didactismo; como activista fue calificado (junto a Felicia) como un “radical chic” por el escritor Tom Wolfe. Todo al mismo tiempo.

En suma, en cada una de sus actividades encontró controversia, sin embargo, es un hecho de que varios de estos cuestionamientos estilísticos más bien encantaban al oyente al punto que, con sus conciertos por televisión, generó un público masivo –joven y adulto– para la música clásica y, especialmente, para sí mismo. No en vano, su crítico más acérrimo (aunque perspicaz), Harold Schonberg –quien le había puesto el mote de “Peter Pan de la música” y había menospreciado su monumental Misa como “poco más que kitsch a la moda”– terminó por resignarse y reconocer el carisma de Bernstein. 

El norteamericano bueno

“Aportó al público de la televisión una mezcla poderosa, advirtió Schonberg. Por una parte era un individuo atractivo, de apariencia romántica…, que profundizaba en los misterios de Beethoven y la música moderna. Por otra, tenía un aire aniñado, utilizaba un lenguaje popular, provenía del medio urbano norteamericano, había asistido a la universidad (Harvard, la clase de 1939) y le agradaba el jazz. No puede extrañar que llegase a identificarse con la mentalidad norteamericana” (Schonberg, Harold C., “Los grandes directores”, Buenos Aires: Javier Vergara, 1990; p.309). 

De otro lado, gozó del respeto y hasta admiración de los músicos, quienes “se muestran casi unánimes en su afirmación de las cualidades de Bernstein. Creen que es un técnico superlativo, admiran su oído y su sentido musical, y afirman que desde el punto de vista del ritmo está a la altura de cualquier director vivo” (op.cit., pp.311-312). No en vano colaboró dilatadamente con las principales orquestas del mundo (filarmónicas de Viena, Nueva York e Israel, Concertgebouw de Ámsterdam, sinfónicas de Boston y Chicago, orquestas de la Radio de Baviera, de París y de la Academia Nacional de Santa Cecilia, en Roma) y los principales solistas vocales (Maria Callas, Christa Ludwig, Dietrich Fischer-Dieskau) e instrumentales de su tiempo (Glenn Gould, Rudolf Serkin, Gidon Kremer, Krystian Zimerman y un largo etcétera), dejando infinidad de grabaciones memorables. Triunfó en todas partes y en todas sus facetas profesionales.

Por su parte, Ortega Basagoiti y Pérez Adrián apuntan que “basta con observar cualquiera de los muchos documentos visuales que se conservan de él para comprobar que su lenguaje gestual era de una enorme elocuencia natural y de una efectividad extraordinaria en términos de comunicación… Los músicos veían mucho más, porque veían su cara, y porque sentían su entrega absoluta en los ensayos. (…) La pasión exuberante que se veía, por otra parte, no era artificial, sino la de alguien que vivía (como en realidad vivió toda su vida) con una intensidad contagiosa y a la vez devastadora, una intensidad como si no hubiera un mañana” (Ortega Basagoiti, Rafael y Pérez Adrián, Enrique, “Música, maestro: De Mahler a Dudamel”, Madrid: Fórcola Ediciones, 2022; pp.47-48). Aunque no vivió para conocer el metaverso, su lema podría haber sido: “todo, en todas sus facetas y al mismo tiempo”. 

Además, algunos de sus manierismos de estilo criticados más arriba (así como sus tempos lentísimos en su estilo tardío) asombraban tanto al público como a los propios músicos, al revelarles aspectos y enfoques nuevos en muchas obras archiconocidas. De otro lado, desde el comienzo como director de la Filarmónica de Nueva York renovó el repertorio, introduciendo obras de compositores norteamericanos (Copland, Ives, Gershwin, Varese, Thompson, William Schuman, Diamond, Foss, Cage) e incluso latinoamericanos (Villalobos, Chavez, Revueltas, Ginastera) y estrenando algunas piezas de autores entonces vivos (Sinfonía Turangalila de Olivier Messiaen, por ejemplo) que desde entonces se harían famosas. 

Al mismo tiempo, no se dejó encasillar y se posicionó fuertemente en el repertorio austroalemán convencional (Mahler, Beethoven, Schumann, Brahms, Haydn, Liszt, Mozart) y en el de otros compositores relevantes (Stravinsky, Shostakovich, Sibelius, Chaikovski, Bartok, Ravel, Debussy); mientras que en aquellos pocos autores en los que no destacó, se las arregló para proporcionar versiones referenciales de algunas de sus obras emblemáticas (“Tristán e Isolda” de Wagner o la Novena Sinfonía de Bruckner, por ejemplo), aunque –como casi siempre– en interpretaciones no exentas de polémica. 

Lo mismo en el caso de óperas, donde legó versiones muy originales (e innovadoras o provocadoras) de “El Caballero de la Rosa” de Richard Strauss, “Fidelio” de Beethoven, “Falstaff” de Verdi o “Carmen” de Bizet. Para no detallar más, baste decir que grabó gran parte del repertorio estándar de la música académica existente; en algunos casos (Mahler) varias veces.

Hemos hecho este apretado resumen de los aspectos biográficos descartados por la película para resaltar que en todas las facetas simultáneas de Bernstein es posible encontrar material de sobra para contar historias y establecer conflictos dramáticos, pese a lo especializado que puedan resultar algunos de estos contenidos. El punto es que ante cualquier obstáculo y en todos estos enfrentamientos, Lenny siempre se salía con la suya; algo así como el correcaminos, que siempre estaba un paso adelante del desafortunado coyote. 

Claro que, para contar esta historia ya sea en un largometraje (bien largo) o en una miniserie, el cineasta debería poseer las variadas cualidades del personaje traspuestas al arte audiovisual y el presupuesto correspondiente. Lo que no es el caso del director Bradley Cooper, el cual –y sin desmerecer para nada sus notables talentos– ha escogido ir a lo seguro; o sea, limitarse a narrar su relación sentimental con Felicia. 

Puede consolarse con el hecho de que –dada la complejidad del personaje o por alguna otra razón– tanto Scorsese como Spielberg (que aparecen entre los productores del filme) ya habían tirado la toalla, abandonando sus intenciones de dirigir la película; Spielberg solo alcanzó a llevar a la pantalla una versión cinematográfica de “West Side Story”. Lo que da una idea del gran desafío que ha implicado este biopic.

Una pareja dispareja

Basta con mostrar la compleja relación entre Lenny y Felicia para entenderlo. Este matrimonio tuvo momentos tormentosos casi desde su inicio, debido a que el músico era bisexual y no estaba dispuesto a abandonar sus relaciones con otros hombres. Y lo fascinante es que ella terminó por aceptarlo. El biógrafo de Bernstein, Paul Laird, citando una famosa carta de Felicia, relata que en los primeros tiempos de vida en común, ella “reconoce que su matrimonio podría no durar y que ‘eres homosexual y eso no cambiará; tú no admites la posibilidad de una doble vida, pero si tu paz mental, tu salud, todo tu sistema nervioso dependen de cierto patrón sexual ¿qué puedes hacer?’. Ella le declara su amor y su disposición a aceptarlo tal como es ‘sin martirio’ y propone: ‘intentémoslo y veamos qué pasa si eres libre de hacer lo que quieras ¡pero sin culpa ni confesión, por favor!’. Ella quiere seguir casada, quizás ‘no sobre la base de la pasión, sino de la ternura y el respeto mutuo’. Bernstein tenía permiso para mantener relaciones con hombres y Felicia deseaba no estar al tanto de ello” (Laird, Paul R., “Vida y obra de Leonard Bernstein”, Madrid: Turner publicaciones, 2018; pp.62-63). 

Recordemos que esto ocurre alrededor de 1950, cuando la homosexualidad estaba considerada como una enfermedad y su práctica estaba penada por la ley, por lo que la posición de Montealegre sobre el tema fue relevante en términos de derechos humanos en aquella época. Ella era una mujer independiente, con agencia, que trabajaba (y destacaba) como actriz en teatro y televisión; además, fue la fundadora de la división de mujeres del Sindicato de Libertades Civiles de Nueva York y una importante lideresa de diversas causas. 

Sin embargo, en su vida privada Felicia aparentemente nunca se tomó las mismas libertades que su esposo, a diferencia, por ejemplo, del arreglo entre los legendarios intelectuales franceses Simone de Beauvoir y Jean Paul Sartre (otro adicto al sexo), quienes acordaron una relación abierta (ambos tuvieron amantes, si bien heterosexuales), se hablaban cortésmente en tercera persona y nunca se casaron. Este no fue el caso de Lenny y Felicia, en el que el músico tenía carta libre para sus aventuras (mayormente) homosexuales, y ella no las quería ni las tuvo; mientras que el matrimonio y los hijos le sirvieron a Bernstein –objetivamente– de tapadera para ocultar públicamente su homosexualidad, y que esta no obstaculizara su avance profesional.

Sin embargo, luego de 20 años de matrimonio y ante el crecimiento del movimiento de derechos civiles y LGTBI+ en la sociedad estadounidense, “Bernstein comenzó, con mayor frecuencia y más seriamente, a involucrarse con hombres a los que encontraba atractivos” (Laird, op.cit., p.124). Así, “estaba enamorado de Tom Cothran y quería vivir con él. Dejó a Felicia furiosa y frustrada y se fue… con su amante en agosto… de1976”. En febrero de 1977 se separó de Cothran y buscó la reconciliación con Felicia: “Bernstein y Cothram resultaron ser incompatibles en la esfera doméstica” (op.cit., p. 145), apunta Laird, aunque luego la relación proseguiría intermitentemente por un tiempo. En junio de ese año a ella le detectaron un cáncer que duró 20 meses, en los que Bernstein la acompañó y cuyo desenlace fatal le generó un sentimiento de culpa que lo acompañaría el resto de su vida.   

Cabe mencionar, no obstante, que las relaciones homosexuales del músico no eran meramente sexuales sino también altamente emocionales y continuaban luego de apagarse el deseo, como amistades y quizás bajo la misma fórmula propuesta por Felicia (‘ternura y respeto mutuo’). De igual forma, está documentado y reconocido el profundo afecto entre Lenny y Felicia a lo largo de su vida en común; sobre todo considerando –aparte de los hijos– los intereses artísticos y políticos que compartían. “La sexualidad constituyó una fuerza poderosa en este hombre complejo, afirma Laird. Fue incapaz de permanecer fiel a Felicia a la manera convencional, pero ella siempre fue una suerte de ancla, aportándole el hogar y la familia que Bernstein siempre anheló” (op.cit., p.146).  

En esta, como en las otras facetas que hemos reseñado de su vida, Lenny aplicó la misma intensidad (“contagiosa y a la vez devastadora, una intensidad como si no hubiera un mañana”), tratando de compaginar su orientación sexual con sus profundas creencias religiosas hebreas; es decir, entre su homosexualidad y su deseo de tener una familia de corte patriarcal, regida por la heterosexualidad. Ya lo dijimos: nuestro personaje buscaba el todo, en todas sus facetas y al mismo tiempo, por más contradictorias que fueran. Y así llegamos a la pregunta del millón: ¿logra el enfoque de la película reflejar estas tremendas tensiones generadas por la turbulenta personalidad y aspiraciones de Bernstein? 

Bradley Cooper abre su filme con la siguiente cita de su protagonista: “Una obra de arte no responde preguntas, las provoca, y su significado está en la tensión entre las respuestas contradictorias”. Estas líneas, referidas al arte, se aplican y resumen lo que hemos reseñado sobre la vida y personalidad (contradictoria) del protagonista. La película, sin embargo, no alcanza a explotar toda la tensión dramática que anida en lo que conocemos de la biografía del personaje. 

En particular, me sorprende que Cooper no se haya focalizado en el episodio central de la vida sentimental de Bernstein, que fue su relación con Cothram, la separación de Felicia a causa de esta relación, el fracaso de la misma y la reconciliación final. Todo esto, además, fueron hechos sucesivos durante un periodo relativamente corto de tiempo, poniendo en bandeja a los guionistas los giros dramáticos y hasta un desenlace cuasi operístico a todo este relato. En cambio, la película adopta el punto de vista contrario: es Felicia quien rompe con su esposo, cansada de sus escarceos homosexuales; lo que es una opción narrativa perfectamente válida, pero –como en el caso de “Napoleón”– trae consigo sus consecuencias. 

Hubiera sido más interesante presentar la separación de Felicia por el deseo de Bernstein de salir del clóset y establecer una relación de pareja gay; y que el fracaso de esta relación posiblemente convenció a nuestro protagonista de que nunca podría realmente tener una relación estable –ya sea gay o hetero– con nadie, debido a su incontenible dedicación a múltiples relaciones (personas) y actividades. Todo esto agudizado por un comprensible sentimiento de culpa y frustración consigo mismo. De hecho, el tramo final de la película muestra cómo Lenny no buscó ya más reconstruir su vida sentimental, entregándose a sus conciertos, proyectos artísticos y adicciones varias (incluyendo el sexo gay). 

Al seguir el camino inverso, la narración audiovisual sufre un fuerte desbalance. La iniciativa pasa a Felicia, es ella quien tiene el conflicto interno, mientras que Bernstein aparece a cargo solo de pura acción externa y casi nunca lo vemos dominado por sus demonios internos, siendo él el protagonista de la película. Cierto que tiene lógica que sea ella quien rompa con su marido al verlo constante y abiertamente en relaciones con otros hombres, pero a la vez esto evidencia una cierta incongruencia en el personaje: en la cinta ella acusa a su marido de “fallar en la honestidad y el amor”, cuando esto era parte de su arreglo de pareja y propio de la mentalidad ‘progresista’ de Felicia.  

De esta forma, la cinta termina por victimizarla y presentar a Bernstein como el mal marido; para, luego, dejar entrever que si el músico no buscó reconstruir su vida sentimental es porque, en el fondo, Felicia fue el único, gran y verdadero amor de su vida. Hay algo de verdad en esto, pero mi punto es que Lenny no solo fue un “mal marido”, sino un cónyuge mucho más conflictuado (¡y consigo mismo!) de lo que la obra muestra. Al colocar a Felicia en un altar sacrificial y a Bernstein como un pecador sufriente, Cooper limita la relación de pareja al matrimonio y evita explorar el “lado oscuro” de la personalidad y sexualidad del compositor, fuera de la alcoba doméstica.

Diminuendos dramáticos

A este relativo encorsetamiento en el espacio emocional del matrimonio se suma un segundo problema: la misma crisis de la pareja no se expresa mediante acciones y conflictos dramáticos, sino a través de dichos en una agria y agitada discusión entre ambos. Aquí se tratan asuntos de fondo pero entremezclados con temas menores e incluso con circunstancias del pasado de la pareja que se mencionan por primera y única vez y, eventualmente, reduciendo la tensión dramática (incluso aparece por la ventana un tremendo Snoopy inflable – todo es taaaan gringo en esta película, como lo anotó Schonberg más arriba). 

Por si fuera poco, esta secuencia clave está filmada en plano entero, es decir, en forma distante y evitando los primeros planos o cualquier acercamiento que refuerce o intensifique el alto componente emocional que debería caracterizar esta escena decisiva. En suma, más que tensión Cooper nos ofrece una cierta distensión, gracias a que busca proteger la imagen de Felicia pero también la del propio Bernstein, al silenciar u ocultar las motivaciones más profundas que definen su comportamiento y que están a la base de esa culpa que lo perseguiría en adelante. Este enfoque audiovisual minimiza a los amantes (y tendencias homosexuales) del Lenny y exalta el papel de Felicia, a costa de debilitar la coherencia en la construcción de ambos personajes.  

Lo que no impide que en esta secuencia clave se toquen temas de fondo, en los que Felicia acierta y con los que entramos ya de lleno en el “lado oscuro” del músico. Empezando cuando le espeta: “tu verdad es una maldita mentira. Succiona toda la energía y los demás no tenemos oportunidad de vivir y respirar como nosotros mismos. Tu verdad te hace valiente y fuerte, pero agota cualquier valentía o fuerza en los demás…”. Esto es consistente con esa “intensidad contagiosa y a la vez devastadora” atribuida a Bernstein por Ortega Basagoiti y Pérez Adrián.

Siempre me ha fascinado el caso de personas carismáticas, que transmiten buenas vibras y energías positivas, y en cuya compañía uno se siente bien; pero que, sin embargo, en su vida privada suelen ser súper egoístas, ególatras y hasta narcisistas, incapaces de asumir responsabilidades en sus relaciones (y, en casos extremos, hasta el punto de no poder siquiera mantener tales relaciones). Son aquell@s que se consumen en su propio caldo.

Sucede entonces que las eventuales parejas de est@s personas descubren –y este es el segundo punto– que, en realidad, ellos se alimentan de la atracción que ejercen sobre otros y los utilizan (o hasta seducen) compartiendo su energía contagiosa para satisfacer un ego inagotable y/o suplir una soledad culposa. En tal sentido (y siguiendo el reclamo de Felicia a su esposo), “antes que nada, amas a la gente y de esa fuente de amor emanan todas las complicaciones”; ya que ese prodigarse a los demás lo realizas “para evitar cumplir con tus obligaciones” (compañía, tiempo, afectos) hacia ella y hasta su familia.  

Estas observaciones in-depth (luego de dos décadas de matrimonio) describen una parte del lado oscuro de los innegables atractivos del protagonista. Sin embargo, como dijimos antes, no se desprenden de la acción dramática sino de desahogos verbales de Felicia. Es cierto que –en relación con la homosexualidad de su esposo– ella se queja porque “es agotador amar y aceptar a alguien que no se ama a sí mismo, ni se acepta a sí mismo”; lo que es relativamente inconsistente con el hecho de que ella lo sabía desde el principio de su relación. Sin embargo, esto tampoco se apoya en acciones que hayamos visto, ni que resulten en la evolución de Felicia sobre este asunto. Son solo dichos y cambios de opinión atenuados en conversaciones que pasan sin mayor énfasis. 

Una personalidad adictiva

Esta falta de acciones que exploren el fuero interno de Bernstein, así como una visión más amplia sobre sus relaciones homosexuales y, especialmente, la de Cothram, conducen a presentar a sus amantes como aventuras pasajeras con personajes que apenas son mencionados o transitan fugazmente por el filme, junto a otras figuras clave de las otras facetas de Lenny que la película evita (como también ocurre con personalidades importantes en “Napoleón”). A causa de ello se omite mostrar que esta incapacidad para las relaciones estables y el fracaso de su matrimonio tienen como fuente la personalidad adictiva y el narcisismo de Bernstein. 

Lenny vivió atrapado en un remolino de apegos diversos, creativos y negativos, que posiblemente llegaron a limitar seriamente el desempeño eficaz en sus relaciones de pareja, ya sea con su esposa, sus amantes y quizás hasta sus hijos. En el campo de sus facetas profesionales creativas, algo de esto fue advertido tempranamente por el crítico Irving Kolodin, quien –citado por Schonberg– afirmó que tras la agotadora dedicación de Bernstein a distintos quehaceres artísticos en el campo musical “inevitablemente llega el momento del hastío, en que toda suerte de impulsos diferentes –teatrales, verbales, creadores– acaban dominándole” (Schonberg, op.cit., p. 310). 

Al escaso control sobre estos ‘impulsos diferentes’ (o para escapar de tales hastíos) siguen las adicciones descontroladas: cigarro, sexo, fiestas; a las que se sumarían, especialmente en sus años finales, alcohol, sustancias y pastillas. Esta es la otra cara de su intensidad, no la depresión sino más bien la estimulación constante para escapar de sí mismo. Mientras que su narcisismo fue la fuente de su insaciable sed de amor y su incapacidad de darlo a través de relaciones estables (a lo que también aspiraba). En sus últimos meses de vida confesó: “me gustan dos cosas: la música y la gente. No sé cuál de las dos me gusta más. Pero hago música porque me gusta la gente, me gusta trabajar con la gente y tocar para la gente”. (Ortega Basagoiti y Pérez Adrián, op.cit., p. 47). Y aparentemente esos fueron siempre sus “refugios” (léase pretextos): el público y la música, antes que su hogar y Felicia.     

Un segundo gran factor no tan bueno en la puesta en escena es la notoria falta de unidad estilística en esta obra, al punto que un amigo me comentó que le parecía haber visto dos películas. La cinta está dividida en dos grandes bloques, uno (en blanco y negro) dedicado a la juventud, matrimonio y familia, y otro (a color) sobre la crisis del matrimonio. En efecto, la cita empieza (y termina) con una entrevista a Bernstein ya viejo, en la que recuerda a Felicia. Luego de este inicio, de pronto, la fotografía pasa a blanco y negro, se narra el comienzo de la relación entre ambos y los trabajos de Lenny como compositor de musicales de Broadway. Pero esto está filmado… ¡como si “Maestro” fuera un musical de Broadway! Es decir, el tempo y el montaje corresponden en gran medida al formato de un musical; Lenny y Felicia cantan y bailan, por ejemplo, lo que no se repite después.  

Tan pronto acaba este bloque en blanco y negro, y comienza el relato de lo que a la postre sería la crisis matrimonial, todo cambia: volvemos a ver una película a color (el blanco y negro no regresa más), hay un cambio en el tempo (se pasa de una velocidad acelerada a otra más convencional), no hay efectos elípticos con el montaje ni vertiginosos movimientos de cámara (como en el bloque en blanco y negro), los personajes ya no son tan jóvenes, sobre todo a Bernstein se le muestra más relajado (no como el saltaperico que fue en su juventud) y así hasta el final. 

A este eclecticismo en la puesta en escena de Cooper, se añade que todo el bloque en blanco y negro ofrece una mirada idealizada de las relaciones homosexuales de Bernstein en los años 50. En efecto, vemos que el joven compositor vive en un entorno completamente tolerante hacia las relaciones gay, incluyendo efusiones públicas de afecto en la calle. No niego que estos espacios hayan existido en la esfera del mundo cultural estadounidense (u otras) de la época, pero en ningún momento se muestra la represión a la homosexualidad, sobre todo a compositores (como Henry Cowell) y otros que nunca ocultaron su orientación sexual, sufriendo persecución y cárcel. (Incluso, no aparece muy claro en este bloque de la película qué tanto ocultaba Lenny su orientación sexual, a diferencia de la negación de esta a su hija, más adelante en el filme). 

Mientras que su encuentro inicial con Felicia carece de todo “clic” y pareciera ser un encuentro automático más, ya ni siquiera solo sentimental sino para una cooperación de la actriz con las varias actividades artísticas de Lenny que se escenifican velozmente en este bloque; al punto que las muestras de afecto entre ambos parecen ser parte de una representación teatral. Lo que no es del todo congruente con el posterior desencanto y frustración de Felicia, 20 años después: no hay una referencia a algún momento idílico para cualquiera de los dos, y menos para ella, que justifique tal giro dramático.

A esto se suma que las potenciales inflexiones dramáticas están entremezcladas en conversaciones (no acciones) con otros temas menudos. Así, por ejemplo, en el segundo gran bloque a color tenemos una entrevista al músico donde este declara que sufre “depresiones” (por Felicia o por sus problemas como compositor, no queda del todo claro), pero el hecho es que nunca lo vemos en tal trance. Lo mismo ocurre con las conversas entre Felicia con su cuñada o con su hija: su insatisfacción o hastío con la relación se insinúa y niega intercaladamente con otros temas distintos y salpicado de sonrisas nerviosas.  

Son diálogos y entrevistas donde los protagonistas cuentan la evolución de su matrimonio, evitan la discusión abierta sobre la homosexualidad (entre ellos y hasta hacia su hija ya adulta), soslayan (intencionalmente) los puntos aparentemente inconfesables de su relación y sortean con vaguedades sus consecuencias. Lo más curioso es que se muestran detalles que evidencian la relación de Bernstein con Tom Cothram, pero Cooper se las arregla para que estos sean casi mudos y pasen mayormente desapercibidos. 

Algunas de estas escenas filmadas en planos abiertos y distanciados no dejan de tener cierto encanto (por ejemplo, las que aprovechan los exteriores de la mansión familiar) y su efecto calmado marcan también un fuerte contraste con la acelerada vivacidad del bloque juvenil (en blanco y negro). Al mismo tiempo, la contraposición funciona también en lo referente a la homosexualidad del protagonista, la que se expone abierta y hasta públicamente en su juventud para, luego, ser gradualmente ocultada y silenciada –con sutil delicadeza– en el entorno familiar de su madurez. Aspecto de la puesta en escena que no deja de ser interesante aunque el resultado final sea que el conflicto interno del protagonista se queda prácticamente enclosetado y sin mayor exploración, faltando esa pasión que le sobraba a Lenny en sus emprendimientos sexuales y que la película solo muestra en relación con sus actividades profesionales.

En suma, la carencia de homogeneidad estilística y la virtual omisión del conflicto interno del protagonista dejan una sensación de indefinición (la doble vida, incluso exigida por Felicia) que debilita la fluidez del desarrollo dramático de “Maestro”, aplanando los picos más peliagudos de la relación y amortiguando el estallido de la separación.

Un biopic a medio camino, aunque con virtudes

No se puede negar, pese a lo anterior, que el bloque en blanco y negro se caracteriza por un notable trabajo de fotografía e iluminación, cuya característica principal es el fuerte contraste lumínico y los espacios marginales de penumbra que acompañan las locaciones (especialmente los interiores) donde se desarrollan las peripecias del joven Bernstein. Así como por un montaje también marcado por los contrastes dinámicos así como por los movimientos de cámara tipo montaña rusa, aunque sin exagerar ni llegar a extremos expresionistas. De esta forma, el filme también contextualiza e informa –audiovisualmente– sobre el clima cultural de la época y los cambios en los estilos de vida en la esfera cultural estadounidense entre los años 50 y 80 del siglo pasado. 

La película se apoya principalmente en el sobresaliente trabajo actoral de la pareja protagonista. Carey Mulligan destaca especialmente por conjugar apropiadamente los roles con los que identificamos a Felicia como la mujer liberal en su vida pública pero finalmente conservadora en la esfera privada. A la vez independiente y profesional, pero también la esposa-madre que apoya a su marido, tolerante (hasta cierto punto) con sus desenfrenos. La que enfrenta el tramo final manteniendo estos rasgos y –con el apoyo de oportunas elipsis– evita un tratamiento lacrimógeno de su partida.

Bradley Cooper, por su parte, compone un personaje largamente trabajado: estudió varios años dirección musical y revisó el abundante material audiovisual disponible de conciertos, documentales y programas de divulgación de o sobre Bernstein. Incluso su tono de voz es muy parecido al del genial director y su aspecto (ya en su edad avanzada) es sorprendentemente parecido (gracias al notable trabajo de maquillaje). No se puede negar que construye una interpretación bastante fiel al original, aunque con la desventaja de que su papel no incluye el “lado oscuro” (su fuero interno) que reseñamos más arriba. Pese a ello logra ser fiel a esa imagen que proyectó el famoso director y compositor que interpreta.

La caracterización de la actitud atrevida y la seguridad en sí mismo que exhibió Bernstein a lo largo de su vida (y, especialmente –en el caso de esta película–, ante su furiosa esposa) bien puede haberse basado en la anotado por Kolodin: “‘…uno tiene la sensación de que [Lenny] avanza apoyándose en la destreza, la rapidez mental, el instinto, y esa antigua cualidad llamada chutzpah’. Chutzpah es una palabra judía y ha sido aplicada más de una vez a Bernstein. En general, significa descaro o atrevimiento: un adolescente asesina a sus padres y después pide clemencia con el argumento de que es huérfano, eso es chutzpah” (Schonberg, op.cit., p.310).

Aunque este presunto ‘descaro’ del personaje (por ejemplo, cuando ni siquiera defiende su infidelidad ante Felicia) no se prepara o sostiene en acciones dramáticas previas, de todas formas tal característica del protagonista le sirve a Cooper para actuar con total aplomo en la citada escena ante su cónyuge, así como para mantener su adicción al sexo con hombres hasta el final; ocultando de esta forma (o quizá, enfrentando) sus demonios internos, aunque no su sensación de culpa, posiblemente inevitable, en el desenlace de la película. 

También cabe valorar su lenguaje corporal durante los momentos en que actúa como director de orquesta, muy cercanos al de su personaje y adaptados al distinto tempo de las interpretaciones en el filme, en comparación con las interpretaciones originales (en video y audio) existentes del propio Bernstein; por ejemplo, durante la espectacular interpretación del final de la Sinfonía de la Resurrección de Mahler en la Catedral de Ely, en el Reino Unido. 

Con esto llegamos al tema de la música. Al igual que las batallas napoleónicas en el biopic de Ridley Scott, las citas musicales en “Maestro” están colocadas un poco para ilustrar el genio del personaje como director y compositor. En algunos casos encajan con la secuencia narrativa, por ejemplo, la citada y extensa escena con el final de la Sinfonía de la Resurrección, que celebra de manera musicalmente excesiva la tardía reconciliación con Felicia; en otros casos, como el fragmento de su ópera “A Quiet Place” (“Un lugar tranquilo”), quizás haga referencia vagamente a su crisis familiar con un componente homosexual, ya que este es el asunto de la citada obra musical.

Pero lo importante es que la película presenta –aunque muy puntualmente– fragmentos (muy agradables) de esta y de algunas obras poco conocidas de Bernstein; más aún, lo promueve como compositor. Recordemos que nuestro personaje fue el primer director de orquesta nacido y educado íntegramente en Estados Unidos en llegar a conducir una de las grandes orquestas norteamericanas; antes solo lo habían hecho directores europeos emigrados. 

Y que de todas sus varias facetas, la menos valorada en Bernstein fue la de compositor de música académica; ya sea porque se consideran sus musicales de Broadway como superiores a su producción de música clásica, como porque ese género popular se consideraba “inferior” con respecto al de la música académica. En realidad, Bernstein “elevó” la calidad del musical de Broadway y, a la vez, ha compuesto algunas obras que están ingresando al repertorio estándar de la música clásica; gracias a las grabaciones del propio compositor como –más recientemente– a las de directores estadounidenses como Kent Nagano o Marin Alsop, entre otros. En todo caso, “Maestro” hace parte de los esfuerzos por apuntalar la figura de Bernstein como compositor académico. En esa línea van también las biografías de Laird (aquí citada) y Peter Gradenwitz (la que ignora los aspectos sexuales).  

Los biopics sobre personajes con un perfil o especialidad bien delimitada –como, por ejemplo, “J. Edgar”, de Clint Eastwood– la tienen más fácil porque se pueden focalizar en los aspectos profesionales o personales, y ofrecer una imagen más integral. En cambio, personajes multifacéticos como Napoleón o Bernstein serán quizás más difíciles de “sintetizar” en términos cinematográficos; e intentos como los de Scott o Cooper se hacen a costa de una pérdida de información, en algunos casos sustancial, sobre sus protagonistas.

No obstante, la película captará el interés principalmente del público que desconozca completamente al personaje, así sea solo porque presenta la historia de una pareja poco convencional, con un desenlace no del todo autocomplaciente. Pese a las limitaciones, desbalances y vacíos discutidos más arriba, el filme mantiene la imagen de un Bernstein parcialmente escindido entre esos impulsos (adictivos) que lo dominaban y, a su manera, rescata la figura de Felicia Montealegre, así fuera principalmente como víctima. 

Quienes conozcan al protagonista en algunas o varias de sus facetas, así como sus fans, quizás sientan que –por las razones expuestas u otras– la película se queda a medio camino en términos de la narración audiovisual y que hubo omisiones varias, algunas inevitables. Solo lamento que, en aras de un tratamiento intimista hacia el que evoluciona la puesta en escena, el filme concluya sin mostrar las imágenes del funeral público de Lenny en Nueva York, en las se verían a los trabajadores de construcción que a su paso se quitaban los cascos en señal de duelo, respeto y despedida, detalle mencionado por Laird en su libro.

Esta entrada fue modificada por última vez en 14 de enero de 2024 22:29

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