Festival de Lima: “El otro hijo” (Colombia, 2023)

El otro hijo 2023

Como segundo largometraje del colombiano Juan Sebastián Quebrada, El otro hijo (2023) resulta en un coming-of-age aceptable, una película irregular con ciertos atisbos de grandeza. Entre el drama adolescente y el melodrama familiar, «contraste» es el término que engloba esta historia sobre el duelo, cabe decir, sobre lo efímero de las relaciones contemporáneas. Un viaje de emociones complejas a medio camino de sus pretensiones iniciales.

Respecto a la trama, Miguel Gonzales interpreta al lacónico Federico, un joven de padres divorciados que vive con su madre y su padrastro. Al otro lado de la balanza está Simón (Simón Trujillo), hermano mayor que vive con el padre y se caracteriza por su impulsividad. Ambos disfrutan de las fiestas, las chicas y el alcohol. El ya conocido mundo de los excesos  juveniles. Sin embargo, tras una fatídica noche, la vida de Federico da un vuelco de 180 grados, siendo el detonante la muerte de su hermano. El dolor de perder ese “modelo a seguir”; tal vez, la tentación de querer ocupar su lugar. 

De situaciones y personajes reconocibles, algo a destacar del filme es su capacidad para apagar el “ojo moral”. En ese sentido, la representación de la bohemia adolescente recibe un trato orgánico, se deja respirar al protagonista y allegados en su toma de decisiones. Incluso si resultan cuestionables para el espectador, tanto el consumo de sustancias como la promiscuidad se convierten en el lenguaje de los jóvenes, una realidad ajena a la familia. Un universo donde nuevos códigos sociales están a la orden del día. Desde la prevalencia del contacto físico hasta la semejanza de los cuerpos blanquecinos, el trabajo de dirección se vale de un reparto de actores cuasi heterogéneo para introducir formas de amistad posmodernas, más precisamente, formas de amar polifacéticas (besos entre “amigos”, la frase “Los amo a ambos, a todos por igual”).

Tomando ello en cuenta, es en el conflicto interno de Federico donde la cinta encuentra su pico más alto. Con diversas capas que van revelando su personalidad taciturna, primeros planos y sonidos internos nos guían desde su punto de vista, un viaje de autodescubrimiento en torno a un estilo de vida cargado de incertidumbre. Sea su futuro universitario o el deseo que despierta Laura, la ex novia de Simón, el camino trazado se permite pausas para entender al colegial, para dibujarlo desde el silencio matizado por la culpa, por el cuestionamiento de sí mismo. Así, contrastando con ese exterior bullicioso, la voz del protagonista se alza en los momentos oportunos, permitiendo un desarrollo constante hacia la aceptación de su ser “pecaminoso”, por lo mismo, de la muerte de su reacio hermano.

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Adentrándose en temas de soledad y desentendimiento, el rol que juega la familia sigue la línea de la negligencia, es decir, de no inmiscuirse con los hermanos sino hasta la muerte del mayor. De ese modo, una de las primeras escenas involucra un almuerzo familiar de dinámicas marcadas: Simón pelea con el padrastro; su madre, con la hija del segundo; Federico, se limita a observar. Por consiguiente, dicha desconexión toma relevancia durante el duelo, siendo Federico el encargado de cuidar a su madre quien, incapaz de superar la tragedia, llega a abandonarlo psicológicamente. En síntesis, un acercamiento estandarizado hacia la familia disfuncional, elemento narrativo que pasaría sin pena ni gloria si no fuese por una deficiencia notable. 

Como mencioné con anterioridad, la propuesta se sirve del «contraste» para construir su ficción, de esa ambivalencia entre el mundo interno y el mundo externo, entre los amigos y la familia. Entre un hijo callado y una madre de telenovela. Y es que, del griterío constante al mar de groserías, la actuación de Jenny Nava desentona con la atmósfera general del filme. Incluso si la intención es remarcar los diferentes tipos de duelo, esa necesidad de acentuar las emociones se torna caricaturesca, un desliz en la dirección de actores que termina afectando al largometraje. Sobra mencionar sus prácticas esotéricas para comunicar con Simón, momento digno de la soap opera más desvergonzada.

Haciendo a un lado ese tropiezo, el apartado técnico cumple mucho y arriesga poco. Maestro del plano contraplano, los visuales encuentran confort en los acercamientos faciales, en esas miradas cargadas de pena, deseo y vergüenza. Con cierto énfasis en los momentos de intimidad, la cámara convierte la sexualidad en uno de los pilares de la narrativa adolescente, en una forma de expresión más. Sumándose el neón nocturno, la música urbana y los múltiples estilos de vestir, considero precisa esta recreación del nuevo arquetipo juvenil latinoamericano, algo ya observable en la panameña Las hijas (2023) por citar un filme cercano.

El otro hijo ofrece una premisa interesante a la par que flaquea en su ejecución. Tanto si se trata de un viaje de maduración como de un enervante culebrón, el ineficaz cambio de tonalidades, en compañía de su carácter derivativo, convierten a este drama en una inconsistente exploración del duelo; al mismo tiempo, en una sagaz mimesis de los valores posmodernos. De la “infidelidad” como norma, del vínculo como algo pasajero, del sexo como medio de liberación. Al final no se trata de juzgar, sino de observar. 


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