Unos años después de Bala perdida (2001) y tras una prolífica década de cortometrajes, Aldo Salvini conoció a Jorge Pohorylec, un anciano limeño de origen judío con una creencia particular: el nacionalsocialismo. De la mano de un equipo mínimo, Salvini logró fabricar uno de los documentales nacionales más destacados del siglo XXI, que muchas veces ha sido olvidado o ha pasado desapercibido.
Una premisa como la anterior no prepara al espectador para la enorme cantidad de risas que contiene El caudillo pardo. Sí, Pohorylec es un neonazi, pero en sus dogmas discriminatorios existe una serie de contrariedades, ideas cínicas y simplemente torpes que, guste o no, están bañadas de un humor bastante criollo. Hay, claro, una curiosidad en el acercamiento al «caudillo» (tanto con la cámara como con las preguntas que encauzan la narrativa), pero también cierto afecto: es un viejo solo y miserable, un “loquito”. Allí es donde el documental gana peso: la combinación de una extraña ternura y humor con ideas propias de la Alemania de 1939. Es un contraste culposo y al mismo tiempo enriquecedor.

La historia de un neonazi limeño sigue siendo muy actual, 20 años después. Actualmente existe un alzamiento de la ultraderecha a nivel global (ya se sabe, por años), pero también localmente. Pensemos en todas la veces que leemos o escuchamos: “necesitamos a un Bukele peruano”. Hay ecos autoritarios y fascistas en los partidos conservadores, en los fanáticos religiosos a ultranza, en los racistas y clasistas, en los LGBT-fóbicos, los que “terruquean” y, de yapa, en los anticine peruano. Los que ladran sobre la agenda 2030, lo woke, lo “progre” y demás.
El neonazi peruano, entonces, no es solamente Pohorylec (o su vecino), sino también es el ciudadano de a pie. La gente cruza frente a él y lo miran con extrañeza cuando es más bien un espejo: un señor que aparenta ser como cualquier otro, pero que alberga un racismo enorme, una misoginia miserable, un machismo descarado, un desprecio total por el resto y un individualismo imbécil. Un ego desmedido. «El caudillo» lleva en lo más profundo de sí una conchudez del tamaño de todo un país: es ese peruano que, cómo no, se cree el rey del Perú.
Hay momentos donde Salvini coloca la cámara cerca a Pohorylec y nos cuenta sobre su vida, sobre su amor, sobre su abandono. Tiene total sentido que para los demás neonazis sea un paria por su condición de judío. En ese sentido no es solo un marginado social, sino que es marginado por los marginados que quieren marginar. Se trata de una muñeca rusa neonazi, un bucle fascista. Cuando la cámara se aleja; sin embargo, lo vemos intentar existir en el espacio público y nadie le hace caso. Así el documental se abre a las interpretaciones: nadie le presta atención quizá porque rechazan, claro, el nacionalsocialismo; o lo ignoran porque creen que es solo un viejo inofensivo.

Allí gran parte del problema. La entrada insospechada, suave, pero profunda de las ideas fascistas que ya se encuentran enquistadas en nuestra sociedad. Hoy por hoy lo vemos, por ejemplo, en el rechazo extremo a los inmigrantes y el nacionalismo a ultranza, la represión ante las protestas justas, la vigilancia y el castigo hacia las expresiones culturales (literatura, teatro, ¡cine!) que deviene en la sustracción de libertades, la respuesta militarizada ante la inseguridad, los partidos políticos personalizados hacia su candidato mesiánico; entre muchas otras características. Nadie le hace caso a Pohorylec, entonces, porque todo lo que el pregona ya está, de una manera u otra, impregnado en nuestra sociedad; es decir, normalizado. Todo lo que él advierte ya ocurre, todo lo que él reza lo vemos a diario.
Lo señalan o se ríen, pero «el caudillo» al menos es lo suficientemente corajudo o idiota para asumirse fascista, los demás solo intentan ocultarlo o hacerse de la vista gorda ante sus propias ansias neonazis. Después, cuando hay una marcha, son ellos quienes lo predican con el pecho inflado. Igual cuando matan manifestantes y agricultores, cuando hay flagrantes abusos de autoridad, cuando piden bala ante las protestas, cuando abusan a una mujer y le echan la culpa a la víctima o preguntan qué ropa llevaba puesta, cuando aplauden la censura de nuestra cultura, cuando cholean. Y así todo el día, todos los días, todo el país.
El Perú ya cuenta con su sueño húmedo de raza aria. Recordemos lo que planteaba Gonzalo Portocarrero sobre la utopía del blanqueamiento. Está en la televisión, en la prensa, en la música, en el cine, en las revistas, en todos lados. Hay millones que viven bajo el ideal de Dios, patria y familia. Este país ya rechaza a sus propias minorías y las reduce a vivir alejadas de todo. Salvini no hace otra cosa que exponer la presencia de estas ideas en el centro de nuestra sociedad. Ya están entre nosotros y se esparcen como una enfermedad. Ese es el triunfo de la voluntad del «caudillo». Ojalá podamos librarnos a tiempo.
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