Cinencuentro

En defensa del otro cine: a propósito de la ley de cine peruano (y sus amenazas)

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Recuerdo cuando mi papá me consiguió una colección de películas peruanas. Edición especial de La República, empaque de cartón, diez en uno, con la caja de regalos. Un par de semanas después, ya me las había visto todas. La historia de un ex soldado con trastorno de estrés postraumático, que intenta darle sentido a su vida de civil en una Lima que ya no reconoce. Los intentos desesperados de una adolescente de huir de casa durante la Semana Santa en su pueblo. El drama de dos amantes queer y su romance fantasma, mediado por la represión y la muerte. La pugna entre un joven militar y su oficial al mando en la guerra contra Sendero Luminoso. Un torcido policial, con víctimas asesinadas siguiendo patrones de la cultura moche, que, sin sospecharlo, se vuelve un perturbador y muy erótico romance. Y así tantas otras historias más. Vi una película tras otra, volví a verlas, escribí al respecto, me quedé en shock, atraído y repugnado, quise más. Tendría unos trece años y medio. Por supuesto, ninguna de esas películas era apropiada para alguien de mi edad. Cualquier padre más riguroso hubiese prohibido su visionado, y mucho menos hubiese adquirido la colección. Pero mi papá era así. Sabía que me gustaba el cine y que el cine, la lengua más universal que existe, haría que, forzosamente o no, estuviéramos más cerca uno del otro. Hoy algunas películas ya no están en su empaque. No recuerdo muchas escenas. La habitación de mi papá está vacía. Pero el cine que compartimos, la pulsión emotiva detrás de la imagen, todavía se mantiene, así como su recuerdo. 

Esta es, por supuesto, una visión particularmente melancólica del cine nacional, una suerte de elogio -y sin medias tintas- al audiovisual peruano. Otra cosa es que sea preciso. En cambio, para Adriana Tudela, Alejandro Cavero y sus secuaces, desde el más retorcido estratagema neoliberal, el cine debe entenderse como cualquier otra pieza mercancía, entrampada en la lógica costo-beneficio, limitada por lo cuantificable, forzada a una arbitraria conversión y el dominio de lo transaccional. Se equivocan. Su visión del cine peruano es particularmente insípida y descorazonada, parca y cliché, dominada por el espíritu corporativo y el genuino desinterés por lo que se filma. Mucho cálculo, poca emoción. No sé. Su visión despótica y reduccionista sobre el cine peruano me genera, más allá de la evidente impotencia, quizás algo de empatía, una suerte de paternalista preocupación por los villanos. Personas como Cavero y Tudela tienen todos los medios para acceder al cine peruano en su amplitud y con atención: si no lo han hecho es porque genuinamente no quisieron. No creo que sus padres les hayan comprado la colección de cine. 

Por supuesto, estoy haciendo trampa. Las películas de esa colección a la que me remito fueron hechas antes de la aprobación de la actual ley de cine (Decreto de Urgencia N° 022-2019 ). No importa tanto. El trasfondo bien podría ser el mismo. Es el mismo desdén ante el cine que no se construye directamente desde los grandes estudios, y que no lleva el rótulo de comercial o célebre. Hay quienes dicen que el proyecto, así como las declaraciones de los congresistas, se enmarcan desde el clasismo o el racismo, y puede que sea cierto hasta cierto punto, pero eso no parece explicar el fenómeno en su totalidad: reconozcamos, también, que muchas de las películas beneficiadas son propuestas de personas de Lima, pertenecientes a círculos intelectuales y económicamente prósperos, esos que, para Cavero y compañía, serían “rojos caviaresmás que otra cosa. No solo es desdén por el cine regional o indígena. Va más allá. Es el total desinterés por el poder de la imagen, las pulsiones que incita, los dolores que conforta, los debates que genera. Es el desesperado intento de tecnocratizar el medio audiovisual, de reducirlo a lo mecánico, lo fácilmente exportable y predecible, eso que puede ser fácilmente cifrado en el mercado. Es, sin ninguna duda, ver para otro lado. 

Por supuesto, los críticos de la ley de cine y los estímulos económicos funcionan casi exclusivamente a partir de falsas dicotomías. Es cine popular o es cine que nadie ve. Hay plata para X o hay plata para Y. El cine es comercial o no lo es. Y así. Este forzoso dualismo -que poco tiene de cierto- funcionaría, por supuesto, si no vemos las películas que han sido puestas en cuestión. Películas valientes y transgresoras, que usan la cámara para interpelar los débiles cimientos de la sociedad local y sus incontenibles contradicciones. Películas que, en ciertos casos, han conseguido, y contra todo pronóstico, llenar las salas de cine, incitar el boca a boca, acceder a espacios pequeños, pero valiosos, que irrumpen en la cotidianidad de la audiencia y les permite explorar una realidad cinematográfica sin precedentes. Un cine en blanco y negro o de vivos colores, con música de fondo o amplios silencios, con historias complejas o tramas simples, y todo lo del medio. Historias que, tristemente, por su naturaleza e implicaciones, no veríamos en otro lado. Aquí el principal asunto. Es esto lo que, según Tudela, Cavero y demás seguidores, no debería ponerse frente a la pantalla de cine (porque vamos, ningún estudio financiaría sin problemas un drama político indígena). Pero lo suyo va para rato. El menosprecio por el cine no convencional viene acompañado por un dogmático neoliberalismo, transformado por la fiebre de TikTok y la propaganda fácil. Parece incidirse en la cuestión monetaria, un argumento absurdo, a menos que se piense que el presupuesto del Estado es como un cochinito de alcancía sin ningún tipo de distribución u ordenamiento. A esos defensores de lo austero, les convendría reconocer lo ínfimo del presupuesto estatal en Perú en comparación a otros países de la región y que, si tanto les preocupa el gasto público, más les valdría empezar a cobrar los millones de soles en impuestos a las megacorporaciones y a eliminar el cuantioso menú bufet del Congreso. 

Pero no nos vayamos por cuestiones políticas innecesarias. Asumamos, por el bien de la discusión, que el cine peruano debería valerse por una evaluación de costo-beneficio. La cuestión solo se pone peor para sus detractores. Y es que eso nos lleva a la justificación de fondo: estas son las historias que, ante cualquier otra cosa, merecen ser contadas. Es el tipo de personajes que merecen la voz en la pantalla, el primer plano, el ángulo recto y demás atención del cine. Es el tipo de personajes e historia que merecen ser reconstituidos por la ficción. Que se haga una película al respecto parece un bien en sí mismo, y que, por tanto, se escapa (al menos parcialmente) de los frívolos cálculos de Tudela y Cavero. Pensémoslo a detalle. El drama de los niños desaparecidos (sino robados) que se narra valientemente en la conmovedora Canción sin nombre (2019). La resiliencia (sumada a una exquisita reflexión sobre el espacio-tiempo) que le da sentido a las peripecias de Willka y Phaxsi en Wiñaypacha (2018). Claro que aquí se avecina la controversia. ¿Cuáles historias merecen ser contadas con el dinero del Estado y cuáles no? ¿Cómo trazar la línea? No sé si debería trazarse. Es un debate abierto. El punto del cine es que no debería estar sometido a los mismo rígidos parámetros de otros actos productivos. Y eso no es cuestión de leyes, sino de sentido común. 

Como siempre que escribo sobre cine, no puedo ser impersonal. Vuelvo a mí mismo. Recuerdo ver Wiñaypacha un martes por la noche en un cine de Arequipa. Recuerdo que, un año después, mis papás y mi hermano la verían en mi ausencia. Lloraron mucho. Quizás tanto como yo. Recuerdo haber visto con ellos Canción sin nombre, en épocas de covid y cuarentena, cuando el cine era el único antídoto contra el caos. Y así otros tantos recuerdos. Historias que se discutían abiertamente en la mesa de la cocina. Debates interminables sobre el valor y significado de lo que se narraba en la pantalla. Demás juicios de valor. Mi papá y yo casi nunca estábamos de acuerdo. De hecho, casi siempre el cine nos traía más riñas. Pero no importaba. Compartir una película así, estimulante y disruptiva, era suficiente. Puedo reconstituir la relación con mi papá, hoy marcada por el duelo y la súbita ausencia, a partir de las películas que vimos juntos, muchas de ellas posibles gracias a la ley del cine. 

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Es curioso ese efecto que produce el cine. Historias que no tienen nada que ver con lo que uno vive, pero que establecen una inusitada vinculación, un lazo invisible, una suerte de mapa de significados, que solo se enriquece con más películas, más relatos. Me gusta que el cine esté tan estrechamente vinculado al azar. En el arte, así como en la rutina, todo parece mejorar si se entiende desde la coincidencia. Recuerdo que vi Rosa Chumbe (2015) casi por casualidad en un cine de Lima, una película que compartí con mi mamá. Rosa Chumbe no dura más de ochenta minutos. Es la historia de una policía sumida en la desesperación y la miseria, pero que, por azares de la vida, sigue creyendo. Encuentra, en la tragedia, una razón para seguir adelante. En ese momento, mi mamá y yo no sabíamos lo que venía después. El diagnóstico de mi papá, la enfermedad, las horas, días y semanas en el hospital, y, finalmente, la pérdida. Ya no podríamos ver películas con él. Ante la tragedia, teníamos que seguir adelante. 

Sería egoísta de mi parte asumir que solo yo podría mantener una relación así de próxima con esas películas. Si fuera así, probablemente el proyecto de Tudela y Cavero hubiese pasado sin mayor controversia. ¿De cuándo acá la gente en un país subsumido en el vaciamiento político y la crisis como rutina se pelea por qué tanta plata se le da al cine? Eso me recuerda a otra historia. La última vez que llevé a mi papá al cine, en la misma sala en la que se había proyectado Rosa Chumbe. Vimos Argentina, 1985 (2022), flamante relato sobre los juicios a genocidas que se parecen bastante a los nuestros. Mi papá, más cansado que antes, haría lo posible por mantenerse despierto. No importaba tanto. Compartir el film con él era más que suficiente. Era la segunda vez que lo veía. Le vi por primera vez fue un par de semanas antes, y, antes de acabar la función, la audiencia, evidentemente emocionada, se unió en una espontánea ronda de aplausos. Sobra decir que Argentina, 1985 se filmó con apoyo del Estado. La lección de esa historia y de la controversia actual en Perú es prácticamente la misma (y espero que no se nos vaya a olvidar): no debería menospreciarse nunca el poder del cine. 

Aquí una segunda trampa. El cine del que hablo no es verdaderamente un “otro cine” más allá que en la cabeza de Tudela, Cavero y otros tantos enemigos de la caviarada, lo crítico y lo diverso. Pero no viene tan mal catalogarlo así. A veces, las dicotomías pueden sernos útiles. Bueno. Por suerte, parece que el draconiano proyecto de ley no será exitoso. Pero es un llamado de atención. Ese “otro cine”, resistente y valioso, no puede estar solamente confinado a una sala de cine en Lima y a los festivales europeos. Todo lo contrario. Debe salir a todas partes. Llenar las salas locales, los cineclubs, los pequeños festivales, los encuentros políticos. Debe hacerse ver. Ver es el acto de resistencia ante los constantes intentos de censura. Aquí el deber de quienes hemos visto un film de valor y que sabemos que merece seguir en carrera. Tenemos que hacerlo notar. Una vez más, sería egoísta guardarnos una película así para nosotros, sin hacer que otros puedan hacerla suya. Es deber del Estado peruano, pero también de instituciones y de la audiencia en general. Yo, por mi parte, agradezco que mi papá jamás se haya guardado una película para sí mismo. Siempre las compartió todas. Por eso fui tan dichoso. 


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