Considero que lo poco familiarizado que estoy con todo el mundo de El Eternauta es tanto algo bueno como algo malo al momento de encarar la serie. Por un lado, es positivo al momento de iniciarla, ya que, al no saber nada de nada, uno queda lógicamente impresionado al ver cómo una historia de la cual se ha hablado mucho cobra vida fuera de las páginas. Ver una realidad que no es muy ajena a la nuestra (lo digo como peruano) enfrentando una situación que usualmente se nos ha enseñado que solo le ocurre a gente en contextos muy distintos resulta, hasta cierto punto, novedoso. Esto, claro, sin que escape de las convenciones clásicas del género, lo cual tampoco es necesariamente un defecto.
Por otro lado, también creo que es desfavorable haber entrado a la serie sin saber nada porque me costó dimensionar el valor que tiene, sin entender del todo el peso que la historieta de Héctor Germán Oesterheld y Francisco Solano López posee. Por eso, pude pasar más por agua tibia las libertades que los realizadores, junto a Netflix, se tomaron. Sin embargo, ya habiendo terminado la primera temporada, pienso que no es algo que deba preocuparme realmente.

Estoy consciente de que buena parte de lo que acabo de decir aplica para cualquier otra adaptación, pero también debemos reconocer como espectadores, y, sobre todo como espectadores latinoamericanos, el triunfo que significa la mera existencia de una serie como esta. ¿Puede no ser igual? ¿Puede no ser perfecta? Sí. Y aunque así sea, puedo decir que esta primera probada en forma de seis capítulos es el inicio de algo que, si no pierde el rumbo, tranquilamente seguirá dando que hablar.
Dicho esto, es momento de repasar lo bueno y lo malo que tenemos hasta el momento, destacando, por supuesto, lo positivo. Y es que, para ser una serie de ciencia ficción, no olvida nunca la importancia de los personajes como seres humanos, manteniendo en todo momento su lema de “nadie se salva solo”. Es interesante cómo va presentando lo realmente denso del asunto de a pocos. De cierto modo, al hacerlo así, refuerzan la idea clave de la serie, que gira alrededor del valor humano, el cual nunca debe perderse ni siquiera en las peores tragedias.

La serie trabaja bien esa idea, con el mal, sin importar qué tan grande sea, viéndose reducido frente a ese bien colectivo que obliga a los personajes a moverse desde un inicio. Es ahí que el camino a la salvación, entonces, se vuelve más intrincado de lo que se pensaba. Asimismo, la serie les da a sus personajes un grado justo de imperfección que los hace lo suficientemente humanos frente a la catástrofe. Eso es algo que suele olvidarse en este tipo de ficciones, donde los héroes son siempre gente correcta víctima de las circunstancias.
Juan Salvo (Ricardo Darín) no encaja en ese molde. Reconoce el momento adverso que vive tanto desde lo interno como desde lo externo. Y que sus aliados tengan momentos impulsados puramente por la emoción, que sobrepasan la tan esperada “lógica” en situaciones así, funciona bien por lo humanidad que se les añade. Claro que, aun así, no queda libre de una que otra falla. El director Bruno Stagnaro y compañía quizá no enfatizan lo suficiente, sobre todo en los primeros dos capítulos, esta idea del bien colectivo que se recalca tanto en la historia. En ese sentido, podrían haber afinado mejor ese poder grupal mediante acciones que no solo nazcan en situaciones de extremo riesgo, yendo más allá de lo que puedan decir, sino también hacer, generando así un mayor bienestar desinteresado que se opone a ese control que esta amenaza externa, que todavía no conocemos del todo, busca ejercer en la gente.

Básicamente (y ya como recomendación a futuro para una segunda temporada) se necesitan más momentos como el del capítulo de la iglesia, cuando ese tan mencionado “héroe colectivo” sale a relucir y, por un instante, la amenaza queda verdaderamente acorralada. Asimismo, entiendo que todavía hay misterios que deben guardarse, y sé que al inicio dije que un acierto es que todo se muestre de a pocos. Pero también considero que este suspenso, sobre todo al comienzo de la serie, se prolonga un poco más de lo necesario. Por eso, cuando uno llega al final de la temporada, se nota mucho que la intención era dejar al espectador con la miel en los labios. Fuera de eso, estamos frente a una ficción latina que no tiene nada que envidiarle a las realizadas en Estados Unidos o Europa.
En sus espacios y en los intercambios de diálogo, uno percibe en El Eternauta una impronta tan argentina que compararla con lo que se hace afuera no resulta fácil, porque simplemente no es algo que se vea así nomás en otro lado. El cineasta, como ya supo demostrar en otra magnífica serie como Okupas (2000), crea una atmósfera que, para ser desoladora desde un inicio, entiende que mientras la unión, sea de muchos o de pocos, se mantenga, el mal, eso que está ahí afuera, no pasará. Para dejarlo en corto: es una primera temporada emocionante, con un Ricardo Darín a la cabeza al que, con su singular porte, es imposible dejar de seguir en cada situación que se le cruce.
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