[Crítica] «La chica de la aguja» (2024): vidas circulando


Al ver La chica de la aguja, selección oficial en Cannes del año pasado y nominada como mejor película internacional en los Premios Óscar, me quedé pensando en el cine de las atrocidades. Ese cine que narra, desde distintos pulsos y tendencias, los actos más aberrantes de los que son capaces los seres humanos. Tragedias, genocidios, actos de violencia y abuso. Formas de deshumanizar y condenar a los otros. Dentro de este apartado -inquietantemente amplio, hay que decirlo- me puse a pensar en las tragedias cotidianas; tragedias de pequeña escala, si acaso quepa el término. Películas que narran actos miserables que se vuelven actos de rutina: actos mecánicos, constantes, ritmos de violencia y destrucción. Pensé en La cinta blanca (2009), de Michel Haneke, película que narra las formas institucionales y familiares de abuso y poder en una pequeña villa alemana en el periodo de entreguerras. Al igual que La chica de la aguja, el film de Haneke está rodado en blanco y negro, y el efecto es igual de preciso y sombrío: el horror transformado por el filtro de la cámara, encumbrado por la belleza de las imágenes, capturado desde un formado atemporal, entre claroscuros. 

A diferencia de La cinta blanca, La chica de la aguja no es una película de ritmo o estilo sutiles. La primera escena es un primer plano desenfocado de un rostro desconocido, que enuncia numerosas muecas de dolor. El rostro es distorsionado por los efectos de la cámara. Pronto nos damos cuenta de que son varios rostros superpuestos, un horror individual que es indudablemente colectivo. La música es estridente, como un réquiem, de batería y sintetizador, muy fuera de época, la banda sonora propia de una pesadilla. Magnus von Horn, el director sueco-polaco, constantemente usa este tándem entre música estridente y primer plano para conseguir el mismo efecto de inquietud en la audiencia. A diferencia de otras películas europeas de cine de autor, esta es una historia de montaje ágil, de secuencias ajustadas, cierto tono paranoico que recuerda al expresionismo alemán, el gótico de mediados del siglo pasado, y algunos ecos al cine sesentero de Europa del Este, principalmente el de Polanski. Sin sutileza, y así como a sus personajes, su film nos fuerza a mirar

La acción de mirar y ser testigo ante el abuso, acaso un acto instantáneo, inconsciente, se torna cada vez más difícil conforme avanza el film. Para el tercer acto, algunas secuencias son casi imposibles de ver. No es que haya contenido grotesco en la pantalla ni excesiva violencia. El problema está, más bien, en lo que la cámara omite. En eso que está fuera de encuadre, salido de foco. Da igual que Von Horn decida no mostrarlo frontalmente, sabemos que está allí, sabemos lo que ocurre, y esa sensación es peor. El ambiente del film, cada vez más catatónico y paranoico, aumenta la sensación de incontinencia y repulsión. El guion de Von Horn hace que descubramos los horrores a la par que su protagonista, lo que hace que el efecto sea más difícil de tolerar. Y aquí el efectivo contraste: por más que los efectos de cámara y montaje distorsionen lo que veamos y le den cierto tono surreal, inclusive fantástico, somos conscientes de que todo lo que sucede es real y así se siente. A fin de cuentas, La chica de la aguja es una película histórica, un acto de interpelación a periodos continuos de violencia individual y colectiva, sobre todo a las mujeres, y nosotros somos sus testigos.

Esta es la historia de dos mujeres atadas por la necesidad y el escape ante el dolor. La protagonista es Karoline, de unos treinta y tantos años de edad, atrapada entre un trabajo mal pagado y otro. En la primera escena la vemos siendo expulsada del pequeño piso en el que vive. Es Dinamarca en 1919, la guerra ha acabado, pero la crisis económica todavía se manifiesta entre la gente. Seguimos a Karoline entre calles sucias y tugurios de mala entraña. Karoline mantiene un affaire con su jefe, pugna por ganar más horas en la fábrica en la que trabaja, y, en general, sueña con escapar de su vida precaria. Pero nada de eso. Karoline se muda a un barrio peor, recibe la inusual visita de su antiguo esposo y descubre que está embarazada, aunque no lo quiera. 

Von Horn tiene un estilo muy curioso, en tanto que permite que los puntos de quiebre en la historia sean narrados con total naturalidad. En una escena, el esposo de Karoline, desfigurado por la guerra, vuelve a casa y se presenta con toda naturalidad, como si no hubiesen pasado años. Karoline, al verla, reacciona con sorpresa y repulsión, y no sabe qué decirle. En la escena posterior, mientras comen juntos (y el esposo se cubre la herida prominente junto a su boca al masticar), Karoline, como si fuese rutina, le pide que se marche. “No quiero estar contigo”, le dice. Sorprende la frialdad de sus palabras, pero, más aún, la forma en que se filma la escena. Una revelación así debería tener cierto todo dramático, o al menos un corte hacia otra escena. Nada de eso. Aquí la escena sucede como cualquier otra. En una secuencia posterior, lo mismo: luego de que su madre le diga que no le dará herencia alguna en caso se quede con ella, allí mismo en el acto, el amante de Karoline le revela que no podrá casarse. En cualquier otra película esta escena tendría dos partes, o sería como tres escenas en una. En una escena posterior, Karoline, a punto de dar a luz, es intervenida por una comadrona y da a luz en plena área pública, sin que nadie se inmute. Las barreras entre lo público y lo privado se difuminan en el estilo de Von Horn, el sufrimiento es de rutina y los puntos de quiebre de la trama no merecen mucho trato dramático. Solo están allí. 

El abandono de Karoline y su embarazo implican, además, que ya no puede trabajar como antes y que debe recurrir a medios desesperados para ganar dinero. Entre las opciones, Karoline piensa en vender o regalar a su bebé. La audiencia puede escandalizarse ante sus acciones, pero por algo Von Horn y compañía han dedicado tiempo a establecer un contexto de vulnerabilidad, una forma de resistencia negada a las mujeres. Sin prestaciones sociales, fungiendo como trabajadoras invisibles  o mano de obra barata y siempre circulando, no parece tan descabellado que ellas recurran a estos medios. Karoline se muda junto a la mujer que fungió de su comadrona, Dagmar, de rostro parco y actitud desconfiada, encargada de recibir a los bebés no deseados y hacerlos circular entre familias adoptivas. Aquí el estilo del director, preocupado por las pequeñas reacciones de los personajes, sugiere intercambios de labor y conocimiento entre las dos, las redes afectivas que se dan entre quienes habitan el mundo de los bebés regalados, el subgrupo de mujeres que han hecho del horror una parte cotidiana y que deben forzarse, ante todo, a seguir viviendo. 

La chica de la aguja se une a ese conjunto de películas en torno a una maternidad crítica, que observan de manera desesperanzada y cruda la maternidad y sus efectos. No sorprende que la mayoría sean películas de época ambientadas en Europa: las redes de aborto en 1950 en Vera Drake (2004), el peligro y abuso de los abortos clandestinos de la Rumania de Ceausescu en Cuatro meses, tres semanas y dos días (2007), y en la Francia católica de El acontecimiento (2021), la muerte de recién nacidos en Beanpole (2019) y, si pensamos en películas alrededor del globo, las producciones de Netflix como Pieces of a Woman (2020) o Roma (2018). En este grupo, este film se reconoce como una pesadilla itinerante, de un estilo creíble, pero que cuestiona los límites de la realidad y sugiere un tono disperso., lejos del realismo austero de las otras películas. La chica de la aguja destaca, además, por una protagonista que es mucho más difícil de querer. A diferencia de otras mujeres que sufren el proceso transformativo del embarazo no deseado como una batalla moral de la que salen victoriosas, Karoline es una mujer fría, parca, quizá cruel o egoísta. En una ciudad tan desoladora como la que filma Von Horn, no sorprende que este sea el carácter fundacional de la protagonista, quien, como otras tantas mujeres, se ha hecho dura como un acto de supervivencia y resistencia. 

Supervivencia y resistencia son dos términos que uno constantemente verá en su cabeza mientras avanza el film. Dagmar y Karoline establecen una compleja relación de afectos, intereses mutuos y vulnerabilidad compartida que les permite resistir incluso ante la creciente desesperanza en la ciudad, y, por tanto, en sus vidas. En una escena Dagmar se echa a llorar revelando lo difícil que es mantener su rutina en este centro de acogida para bebés, y cómo su vida parece carecer de sentido. Karoline le sigue como pupila y ambas intentan darle sentido a la crueldad de sus acciones. No tiene sentido revelar los giros de trama que transforman el film casi en uno de horror, y los efectos que tienen en estas mujeres. Basta decir que esos son los actos que despiertan toda la discusión moral que mencioné al inicio, y es probable que sea una discusión que se le quede pegada a la audiencia. Para buena suerte, a pesar de algunos excesos, Von Horn filma este tercer acto con suficiente respeto por las implicaciones morales de la historia y una sorpresiva empatía por sus personajes, aún cuando las fuerza a realizar los actos que hacen en la pantalla. 

Es curioso cuando una película así deja a la audiencia en completo silencio, como una suerte de penitencia ante lo que ha visto, más aún cuando su final, por más que no lo parezca, deja cierta nota de esperanza. Lo mejor de La chica de la aguja, más allá de un estilo convincente y emocionalmente demoledor, es que es suficientemente ambigua con sus pretensiones morales. ¿Se trata acaso de un apasionado alegato a favor de la tecnológica de interrupción del embarazo, amenazadas por el giro conservador de la Europa contemporánea? ¿O todo lo contrario, se trata de una respuesta crítica ante la agencia de las mujeres con los cuerpos ajenos? La audiencia se queda con estas preguntas y otras tantas, y abandona la sala de cine en silencio. Me quedo, eso sí, con la última escena. En un film en que cada toma ha sido pensada y ejecutada con cuidado y precisión, sorprende que, en su cierre, quede una toma de una niña y su nueva madre, emocionadas y sonrientes ante las adversidades por venir. ¿Acaso hay otra forma de afrontarlas?

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