El esquema fenicio, lo último del tejano Wes Anderson, es una película con dos identidades. La primera es extremadamente similar a lo que el conocido cineasta nos ha entregado previamente, llena de excentricidades formales, actuaciones parcas y humor increíblemente seco. Pero la segunda, por lo menos, intenta ser un poco más cercana, desarrollando una historia sobre padres e hijas y el intento de los mismos por reconectar. El resultado final es previsiblemente irregular, con las dos identidades en conflicto, haciendo que la película se termine sintiendo igual de cansadora que la propuesta previa de Anderson, Asteroid City (2023).
El protagonista es el empresario multimillonario Zsa-Zsa Korda (Benicio del Toro, magnético y entretenido), un tipo inescrupuloso y metido en negocios turbios, quien además sufre de constantes intentos de asesinato por sus enemigos. Consciente de que podría morir en cualquier momento, Zsa-Zsa decide reconectar con su hija, la novicia (algo rebelde) Liesl (Mia Threapleton, hija de Kate Winslet), y convertirla en la única heredera de todo lo que tiene. Pero antes de que pueda donarle todos sus bienes y dinero, decide involucrarla en una empresa ambiciosa, que obliga a ambos a recorrer el mundo en busca de los socios de Zsa-Zsa, a quienes tiene que convencer de contribuir con más dinero para poder realizar las ambiciones del empresario.

Es así, pues, que ambos personajes se terminan encontrando con figuras como el Príncipe Farouk (Riz Ahmed) en el Medio Oriente; los empresarios fanáticos del básquet Leland (Tom Hanks) y Reagan (Bryan Cranston); el francés Marseille Bob (Mathieu Amalric); el marino Marty (Jeffrey Wright) y hasta un terrorista llamado Sergio (Richard Ayoade). Pero el objetivo final de padre e hija es llegar hasta donde el tío Nubar (Benedict Cumberbatch). Zsa-Zsa necesita que aporte con la mayor cantidad de dinero posible para que su empresa funcione, y Liesl necesita que le diga si es que, años atrás, asesinó a su madre.
Resumida de esa forma, la trama de El esquema fenicio no es particularmente compleja. No obstante, Anderson decide presentarla de forma enredada, con diálogo florido, conversaciones sobre matemáticas y números, y partiéndola en capítulos. Esto resulta en una experiencia un poco más confusa de lo que debería ser, tanto así que, al menos en la sala de cine a la que fui, mucha gente comentó a la salida de que era “una película difícil de entender”. No creo que esto se deba que el filme esté tratando de decirnos algo profundo o complejo, sino más bien porque Anderson ha decidido enredarse más de lo necesario.
Fuera de los detalles narrativos que podrían alejar a ciertos miembros del público, sin embargo, El esquema fenicio trata de un padre y una hija que intentan reconectar y que, a través de una travesía francamente absurda, aprenden a entenderse el uno con la otra. En ese sentido, se la podría considerar como la película más humana de Anderson en un buen tiempo, que además incluye toda suerte de simbología católica que busca humanizar de forma inesperada a sus protagonistas. Consideren, sino, las heridas que Zsa-Zsa sufre, similares a los stigmatas de Jesucristo en la cruz. O las visiones que tiene de cuando en cuando, en las que se ve a sí mismo en el Cielo en una suerte de juicio, interactuando, incluso, con el mismísimo Dios (interpretado por Bill Murray, porque obviamente).

No es que El esquema fenicio esté intentando decirnos que Zsa-Zsa es alguna suerte de mesías o mártir, felizmente. Más bien, lo que hace es utilizar simbología religiosa para hacer que los personajes se sientan más vulnerables; para que encuentren algo de humanidad en un contexto violento y ridículo, dándose cuenta de que hay cosas más importantes que el dinero o las empresas. El hecho de que Liesl sea una monja, por ejemplo, no es casualidad. A lo largo de la película la chica va cuestionando ciertas ideas relacionadas a la fe, dándose cuenta de que es más similar a su padre de lo que le gustaría, llegando a beber alcohol, incluso, en situaciones que lo justifican (comenzando por cerveza y pasando por la champagne). Al final del día, lo que tenemos son protagonistas que se cuestionan, que encuentran sus verdaderas identidades, y que llegan a inesperadas conclusiones para el final de la película.
Lo cual está muy bien, pero lamentablemente se contradice con el estilo de Anderson. Al igual que la mayoría de sus películas y especialmente sus dos últimas, todo es presentado de la forma más parca y seca posible, con actuaciones robóticas (a propósito) y un blocking extremadamente preciso, que resulta en planos muy bien encuadrados pero de aspecto artificial. Evidentemente, nada de eso es un error —es parte del estilo de Anderson y de la forma en que decide contar sus historias. El problema es que todo se siente tan poco humano, tan frío y distante, que se termina creando una gran distancia entre espectador y película, haciendo que el primero perciba todo desde lejos, sin una gran conexión emocional con la segunda.

Eso, como se deben imaginar, es un problema, porque El esquema fenicio, una vez más, intenta narrar una historia medianamente emocional. Pero al presentarla a través de esta estética distante y artificial, se termina sintiendo más como un ejercicio formal vistoso que como una experiencia emocional rica. Es ahí donde se ponen en evidencia las dos identidades del filme; identidades, además, que se contradicen entre ellas, y que resultan en un filme estéticamente precioso, pero que me hizo sentir poco o nada. Sí, hay momentos graciosos de humor seco e ironía, y algunos de los actores (como el gran comediante británico Richard Ayoade) logran otorgarle algo de energía a la cuestión, pero el resto contribuyen, más bien, al tono letárgico y cansador de la historia.
El esquema fenicio es exactamente lo que deberíamos esperar de Wes Anderson hoy en día. La dirección de fotografía de Bruno Delbonnel (Harry Potter y el misterio del príncipe) es vistosa, aprovechando bien recursos como planos cenitales, paneos y tilts rápidos, y seguimientos laterales suavecitos. Y la dirección de arte de Esther Schreiner ayuda a construir un mundo interesante, atemporal; una historia que se lleva a cabo en lugares llenos de violencia y corrupción y monjas a las que les gusta cargar dagas bien afiladas. El problema, pues, es que todo luce muy bien pero no logra generar mucho a nivel emocional, y además se siente ya un poco tedioso, como si a Anderson se le estuviesen ya acabando sus recursos visuales y estilísticos. Admiro el trabajo realizado para esta película, pero no puedo decir que el resultado final me haya convencido del todo.
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