Festival de Lima “El príncipe de Nanawa” (2025), el juego de crecer


Una cineasta conoce por azar a un niño en la frontera entre Paraguay y Argentina y decide acompañarlo durante una década, registrando su crecimiento, sus vínculos y la manera en que construye su identidad en un entorno atravesado por desigualdades y afectos.

Fue durante la edición de 2020 del Festival de Cine de Lima que me topé con una película que me sorprendió mucho. La razón de esa sorpresa radicaba en la forma tan sentida en la que retrataba la juventud, con una cámara que acompañaba de cerca a los personajes. Esa cámara, que también cumplía el rol de confidente, captaba los vínculos con naturalidad, mientras el relato oscilaba entre la libertad del deseo juvenil y los límites impuestos por el entorno. Me refiero a Las mil y una (2020), el segundo largometraje de Clarisa Navas.

Este año, la directora argentina presentó su nuevo proyecto, tomando ahora la vía del documental con una propuesta ambiciosa tanto por su duración (superando las tres horas) como por el compromiso que implica sostenerla sin perder autenticidad. Y es que, si hay una palabra que define esta película, es esa: autenticidad.

Durante su paso por Nanawa, un municipio ubicado en la frontera paraguaya con Argentina, Navas conoció por azar a Ángel, un niño que desde el primer momento desborda carisma y una manera de expresarse tan genuina que, incluso en sus ocurrencias, se siente completamente orgánico. Desde entonces, el entusiasmo por acompañarlo en este largo viaje vital se vuelve inevitable.

Ya desde ese punto de partida se nota que la directora nunca observa a Ángel con condescendencia, incluso considerando el entorno humilde en el que vive. Lo que realmente le interesa a Navas es conocerlo a fondo: saber cómo piensa, qué quiere, qué siente. Es mediante ese acompañamiento íntimo que emergen, sin forzarse, otras dimensiones más amplias como el contexto social y político que lo rodea. No en vano, en ese primer encuentro Ángel ya ponía en debate el tema de su identidad cívica, explicando con claridad lo que puede y no puede permitirse como un paraguayo de raíces argentinas.

Es inevitable leer la película desde esa perspectiva de “grandes temas”, especialmente a medida que Ángel crece y empieza a descubrir que ese reino en el que se veía como príncipe no es como lo imaginaba. Reconoce que hay asuntos que atender tanto en su familia (donde seres queridos entran y salen en los encuadres) como en el entorno donde creció. Sin embargo, estas adversidades nunca desvían el enfoque de la cineasta, quien logra ganarse la confianza del protagonista para que él se exprese con libertad. En ese proceso, Ángel se convierte en una suerte de codirector de su propia historia.

Aquí entra en juego un aspecto fascinante del filme: los formatos. La narrativa transita entre cámaras profesionales, grabadoras caseras y, ya a partir de la segunda parte luego del intermedio, el smartphone del propio Ángel. Esta variedad de soportes no solo otorga al relato un carácter lúdico, sino que refleja cómo el chico va ganando autonomía a medida que madura. A medida que pasa el tiempo y Ángel descubre quién es y cómo se posiciona en la sociedad, el peso de estos otros formatos crece. Esto evidencia cómo Navas entiende que su obra, nacida de la casualidad, ya no le pertenece por completo. El protagonista, consciente de la cámara, ya no está ahí solo para responder preguntas (recordando, por ejemplo, sus opiniones de niño sobre temas como el aborto o la crianza, que no siempre coinciden con los de la directora), demostrándonos que también tiene una vida fuera de los reflectores, una que no siempre resulta fácil mostrar.

Es ahí que la cuestión moral entra en juego. Aunque es cierto que Ángel nunca pierde su espontaneidad ni su pasión por defender lo que cree, llega un momento en que, como también le ocurre al espectador, se pregunta por el propósito de todos esos años de filmación. Las comparaciones con Boyhood (2014), de Richard Linklater, o incluso con Historias de shipibos (2023), de Omar Forero, pueden parecer válidas por el modo en que se abordan el tiempo y la maduración. Sin embargo, además de que las tres son muy diferentes en aspectos formales y narrativos, esas películas son ficciones, y aquí estamos ante una persona real, lo que añade una capa ética que no deja de rondar la experiencia y cuyo impacto dependerá del prisma desde el cual se mire.

No obstante, cabe insistir en que esta no es una observación pasiva del personaje. Navas no se limita a registrar como una “mosca en la pared”, sino que interviene cuando es necesario para que el relato no pierda rumbo. En ese vaivén entre sostener y soltar, entre observar y participar, es donde el documental se complejiza y, por ende, adquiere una mayor humanidad.

Si hay algo que resume bien El príncipe de Nanawa, es una frase que se menciona cerca del final. No detallaré el contexto en que aparece, pero condensa el sentido de toda la película: mirar a la vida con esperanza. Clarisa Navas logra hacer un documental exigente, con pasajes densos que tal vez podrían haberse trabajado mejor en el montaje, pero que invita, a través de los ojos de Ángel Omar Stegmayer, a reflexionar sobre el paso del tiempo y la forma en que la vida, aun cuando no va donde creíamos, siempre deja espacio para una sonrisa.

En ese sentido, además de revelar la fragilidad de lo cotidiano, la directora retoma su interés por la juventud actual y su relación con la imagen: cómo se ven a sí mismos, cómo miran a los otros a través de los dispositivos que tienen a mano. Demuestra que, sin importar que la tecnología evolucione, ese lente que registra no debería dejar de capturar aquello que nos hace auténticos, más aún en una época en la que la imagen puede mentir con mayor facilidad. Al final, como seres humanos, tenemos alegrías, frustraciones y anhelos. Y es a través de las vivencias de este chico, entre lo divertido y lo conmovedor, que uno puede verse reflejado y comprender que, incluso en una vida marcada por los grises, todavía hay lugar para la luz.


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