Festival de Lima: “El príncipe de Nanawa” (2025), de Clarisa Navas


El municipio paraguayo de Nanawa, fronterizo con Argentina, es el epicentro de una historia aparentemente ordinaria en el que la joven directora Clarisa Navas, en medio de entrevistas callejeras, se topa con un niño risueño y locuaz que se presenta como su participante más entusiasta. Con apenas diez años, Ángel Stegmayer Caballero se convierte en el protagonista de una gesta documental que se extiende por ocho años, capturando su transición desde una infancia apasionante hacia una adolescencia peliaguda, acentuada por la dureza de su entorno socioeconómico, pero manteniendo un espíritu sensible y optimista hasta el final. Sus tres horas y media de duración pueden sonar excesivas, y sí que hay algunas secuencias cuestionables, pero el documental logra ofrecer un testimonio contundente sobre la fragilidad de las futuras generaciones en un Paraguay y una América Latina todavía carentes de bienestar y solidaridad social.

Tras congraciarse con Clarisa y su equipo de filmación como un “Principito” que expresa su malestar por no poder hablar en guaraní en su escuela, Ángel les lleva a su hogar para que conozcan a su familia, su barrio y su peculiar perspectiva de vida. Clarisa decide regalarle un celular con cámara para que él mismo pueda grabar todo lo que él considera que debería cambiar en su ciudad como la basura de la calle o el maltrato a los animales. La cámara de Ángel inicialmente responde a esta consigna altruista pero inevitablemente termina enfocándose en los momentos más triviales de su vida personal, desde sus desayunos hasta sus declaraciones de amor juvenil. Con cada reencuentro entre directora y protagonista se afianza una relación casi fraternal en la que Ángel se siente seguro de compartir sus opiniones, miedos y sueños. Tras la interrupción de la pandemia y ya como adolescente, sin embargo, el protagonista empieza a mostrar cierta distancia e incomodidad frente a la inquisitiva Clarisa mientras se enfrenta a desafíos de vida más adultos como trabajar cargando costales y apoyar a su novia con un embarazo accidental.

La primera parte, que abarca los últimos años de infancia del protagonista, se caracteriza por un tono más jocoso en el que el pequeño Ángel aprovecha la oportunidad de ser la estrella de su propio show como cualquier otro niño, jugando a ser periodista con el micrófono, recorriendo  espontáneamente las calles de Nanawa, posando delante de la cámara con ropa nueva o confesándole sus pensamientos más íntimos. Pese a la torpeza de sus movimientos y encuadres y a la baja calidad de imagen, la interacción sin filtros ni intermediaciones de Ángel con la cámara, con su futuro público y hasta con la propia directora es cine en estado puro, tratándola como un reflejo de sí mismo y como una ventana hacia su pequeño universo. De ahí que sus comparaciones con Boyhood (Richard Linklater, 2014) sean más que válidas, sobre todo por su ambiciosa extensión que nos permite ver cómo el risueño Ángel se va endureciendo conforme va creciendo.    

La segunda parte es menos gratificante precisamente porque el niño curioso y auténtico da paso a un adulto prematuro no muy diferente de otros adolescentes latinos de realidades marginales. Aparte de la inevitable interrupción de la pandemia, aquí Ángel tiene menos participación como autor del metraje y solo se vuelve accesible a través de las intermitentes visitas de la directora. Es por ello que, con excepción del reencuentro de Ángel con un familiar y del último tramo de su adolescencia, Clarisa debe rellenar el tiempo con momentos más superfluos y descartables. Lo más interesante de esta segunda parte es la creciente separación y tensión entre Clarisa y Ángel no solo a través del metraje sino también de audios de WhatsApp. La inclusión de este material sensible refleja una intención de transparencia ética por parte de la directora y su equipo, adhiriéndose a un recurso cada vez más recurrente en el cine documental.       

Aislando el minucioso retrato del protagonista, es necesario hablar del subtexto antropológico del documental en torno al abandono del Estado paraguayo en Nanawa. Por un lado, este objetivo implícito de exhibir las carencias económicas y culturales de la América Latina olvidada sigue siendo tan pertinente como hace cuarenta años cuando el Grupo Chaski hizo lo propio en Lima con Gregorio (1985). Clarisa demuestra que la figura de un niño sigue siendo un vehículo efectivo para transmitir crítica social. Por otro lado, a diferencia de documentales como Solo te puedo mostrar el color (Fernando Vílchez, 2014) cuyas imágenes grabadas por niños surgieron de un taller impartido por el director, aquí Ángel no es necesariamente consciente de que sus imágenes sirven dicho propósito, y que probablemente su vida no despertaría el mismo interés si no fuese por su contexto sociocultural adverso, especialmente entre audiencias europeas. 

También cabe preguntarse, al margen de su estrecha amistad con el protagonista, si la directora y su equipo actuaron con la prudencia y consideración necesarias para un proyecto tan íntimo en torno a un menor de edad. Además del fastidio entre Clarisa y Ángel cuando este es adolescente, hay momentos previos que sugieren que la madre de Ángel no estaba cómoda con seguir recibiendo al equipo de filmación. Si bien Ángel y sus familiares están debidamente nombrados en los créditos, no sabemos hasta qué punto tuvieron participación de lo que se incluyó en el montaje final. Sinceramente espero que la directora haya desarrollado este proyecto con el consentimiento pleno de sus participantes, y que Ángel en el futuro siga sintiéndose satisfecho de haberle confiado un retrato profundo de su preciada juventud. 

El príncipe de Nanawa es una historia de búsqueda de la identidad pero también de estancamiento socioeconómico y negligencia gubernamental, de la importancia de la familia y sobre todo de vulnerabilidad y optimismo. Aunque empieza siendo la historia del típico “gringuito” que llama la atención en medio de una comunidad mestiza, la de Ángel Stegmayer se convierte en una aventura ambiciosa cuyo protagonista reúne suficientes cualidades para mantener a su público encantado. Al margen de mis reparos sobre su proceso de creación, su longitud y su inclusión de ciertos momentos de intimidad personal y familiar, considero que el documental de Clarisa Navas es imprescindible para tomar consciencia sobre tantas generaciones de paraguayos y latinoamericanos condenados a ser engullidos por sus realidades sociales crudas pero que mantienen el anhelo de un futuro mejor.


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