Aparte de la literatura y el periodismo, la vida y trayectoria de Gabriel García Márquez se encuentran entrelazadas de varias formas a su pasión por el cine. El escritor colombiano fue crítico y cronista cinematográfico, guionista, codirigió un cortometraje –La langosta azul (1954)-, participó en la creación de la célebre Escuela Internacional de Cine y Televisión de Santiago de los Baños en Cuba, sin contar que varios de sus cuentos y novelas han sido adaptados a la pantalla.
Gabo dio muestras de su cinefilia en artículos que escribió para el diario bogotano El Espectador -donde mantuvo una columna de crítica entre 1954 y 1955- y se convirtió en uno de los pioneros en su país en ejercerla con rigor y profundidad interpretativa. García Márquez reseñó casi todas las películas que se vieron en la capital, cada sábado en la columna “El cine en Bogotá, estrenos de la semana,” prestando especial atención al cine europeo. Su predilección se dirigía al neorrealismo italiano. En Milagro en Milán de Vittorio De Sica, por ejemplo, admira la capacidad de mostrar en imágenes los conflictos sociales y humanos, y subraya aquello que le ocupa a él mismo en el plano literario.
La historia de Milagro en Milán es como un cuento de hadas, solo que desarrollado en un entorno desacostumbrado, y lo real se mezcla con lo fantástico de un modo tan genial que a menudo no se pude saber cuándo termina lo uno y empieza lo otro (…). La fuerza humana que los directores logran infundir a un puñado de mendigos; el contenido de verdad de cada una de las situaciones, aparentemente tan absurdas; la atmósfera de miseria desnuda y de sueño inacabable, y la vivacidad que se transmite hasta a las estatuas, son lo que hace de Milagro en Milán una película extraordinariamente humana.
En su incursión a este oficio desempeñó un papel clave su amigo y colega Álvaro Cepeda Samudio, con quien participaba en el Grupo de Barranquilla, tertulia intelectual que congregaba lo más graneado del arte y la cultura barranquillera de aquellos años. Así lo señala en su autobiografía “Vivir para contarla”:
Álvaro había iniciado entonces un tema que los otros no le discutían jamás: el cine. Para mi fue un hallazgo providencial, porque siempre había tenido el cine como un arte subsidiario que se alimentaba más del teatro que de la novela. Álvaro, por el contrario, lo veía en cierto modo como yo veía la música: un arte útil para todas las otras.
En su libro de memorias también relata cómo tuvo que lidiar con las quejas y presiones de las empresas exhibidoras cuando sus críticas a los estrenos eran desfavorables.
Otra realidad bien distinta me forzó a ser crítico de cine. Nunca se me había ocurrido que pudiera serlo, pero en el teatro Olympia de don Antonio Daconte en Aracataca y luego en la escuela ambulante de Álvaro Cepeda había vislumbrado los elementos de base para escribir notas de orientación cinematográfica con un criterio más útil que el usual hasta entonces en Colombia (…)
Había en el país un público inmenso para las grandes películas de acción y los dramas de lágrimas, pero el cine de calidad estaba circunscrito a los aficionados cultos y los exhibidores se arriesgaban cada vez menos con películas que duraban tres días en cartel. Rescatar un público nuevo de esa muchedumbre sin rostro requería una pedagogía difícil pero posible para promover una clientela accesible a las películas de calidad y ayudar a los exhibidores que querían pero no lograban financiarlas. El inconveniente mayor era que éstos mantenían sobre la prensa la amenaza de suspender los anuncios de cine -que eran un ingreso sustancial para los periódicos- como represalia por la crítica adversa. El Espectador fue el primero que asumió el riesgo, y me encomendó la tarea de comentar los estrenos de la semana más como una cartilla elemental para aficionados que como un alarde pontifical. Una precaución tomada por acuerdo común fue que llevara siempre mi pase de favor intacto, como prueba de que entraba con el boleto comprado en la taquilla.
Las primeras notas tranquilizaron a los exhibidores porque comentaban películas de una buena muestra de cine francés. Entre ellas, Puccini, una extensa recapitulación de la vida del gran músico; Cumbres doradas, que era la historia bien contada de la cantante Grace Moore, y La fiesta de Enriqueta, una comedia pacífica de Jean Dellanoi. Los empresarios que encontrábamos a la salida del teatro nos manifestaban su complacencia por nuestras notas críticas. Álvaro Cepeda, en cambio, me despertó a las seis de la mañana desde Barranquilla cuando se enteró de mi audacia.
– ¡Cómo se le ocurre criticar películas sin permiso mío, carajo! -me gritó muerto de risa en el teléfono-. ¡Con lo bruto que es usted para el cine!
Se convirtió en mi asistente constante, por supuesto aunque nunca estuvo de acuerdo con la idea de que no se trataba de hacer escuela sino de orientar a un público elemental sin formación académica. La luna de miel con los empresarios tampoco fue tan dulce como pensamos al principio. Cuando nos enfrentamos al cine comercial puro y simple, hasta los más comprensivos se quejaron de la dureza de nuestros comentarios.
Eduardo Zalamea y Guillermo Cano tuvieron la suficiente habilidad para distraerlos por teléfono, hasta fines de abril, cuando un exhibidor con ínfulas de líder nos acusó en una carta abierta de estar amedrentando al público para perjudicar sus intereses. Me pareció que el nudo del problema era que el autor de la carta no conocía el significado de la palabra amedrentar, pero me sentí al borde de la derrota, porque no creí posible que en la crisis de crecimiento en que estaba el periódico, don Gabriel Cano renunciara a los anuncios de cine por el puro placer estético. El mismo día en que se recibió la carta convocó a sus hijos y a Ulises para una reunión urgente, y di por hecho que la sección quedaría muerta y sepultada. Sin embargo, al pasar frente a mi escritorio después de la reunión, don Gabriel me dijo sin precisar el tema y con una malicia de abuelo:
– Esté tranquilo, tocayito.
Al día siguiente apareció en “Día a día” la respuesta al productor, escrita por Guillermo Cano en un deliberado estilo doctoral, y cuyo final lo decía todo: “No se amedrenta al público ni mucho menos se perjudican los intereses de nadie al publicar en la prensa una crítica cinematográfica seria y responsable, que se asemeje un poco a la de otros países y rompa las viejas y perjudiciales pautas del elogio desmedido a lo bueno, igual que a lo malo”. No fue la única carta ni nuestra única respuesta. Funcionarios de los cines nos abordaban con reclamos agrios y recibíamos cartas contradictorias de lectores despistados. Pero todo fue inútil: la columna sobrevivió hasta que la crítica de cine dejó de ser ocasional en el país, y se convirtió en una rutina de la prensa y la radio.
A partir de entonces, en poco menos de dos años, publiqué setenta y cinco notas críticas, a las cuales habría que cargarles las horas empleadas en ver las películas. Además de unas seiscientas notas editoriales, una noticia firmada o sin firmar cada tres días, y por lo menos ochenta reportajes entre firmados y anónimos.
Deja una respuesta