[Festival de Lenguas Originarias 2023] «Solo el mar nos separa» (2021)

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En mi experiencia de amante del cine debo señalar que ver por primera vez “Solo el mar nos separa”, con ocasión de la cobertura del 4° Festival de Cine en Lenguas Originarias, ha sido una grata experiencia en términos de novedad, técnica y punto de vista, además de quedarse uno con la sensación, a contracorriente de lo que nos deja el cine comercial nacional estrenado en los últimos años, de que hay en el país un cine en movimiento constante, en búsqueda de nuevas y creativas formas de expresión. 

Esta obra coral posee varias particularidades extrañas en el cine nacional: es dirigido y producido, en su totalidad, por mujeres (ubicadas en contextos individuales y colectivos muy distintos); usa como medio comunicacional lo que puede considerarse como correspondencia audiovisual (complementada por mensajes de texto, emojis, canciones) o cine epistolar; sirve para que mujeres en estado de vulnerabilidad se autobiografíen y autorepresenten desde vivencias íntimas, nutridas por la complementariedad y el contraste con las vivencias de sus contrapartes en un diálogo lúcido y cercano; prioriza, por encima de la victimización y sobredramatización, una mirada desde la empatía y la capacidad de resistencia y adaptación femenina. 

En efecto, dos mujeres musulmanas sirias desplazadas por la guerra (Khaldiya Amer Aii y Marah Mohammad Alkhateeb), desde el campo de refugiados de Za’atari (Jordania), y dos mujeres peruanas shipibo-konibo (Christy Cauper Silvano y Karoli Bautista Pizarro), a su vez desplazadas por la pobreza y el centralismo, primero desde la selva a Cantagallo, Lima, y después, a causa de un incendio y la desidia de las autoridades, desde ese lugar propio a uno cercano, pero ajeno, comparten —durante un lapso de cerca de tres años— sus vivencias, sueños, alegrías, dudas y decepciones. Además, son cuatro mujeres entrenadas por otras cuatro, también de un contexto cultural diferente, a través de un proyecto de formación cinematográfica a cargo de la organización Another Kind of Girl Collective (AKFC), que promueve el cine como medio de empoderamiento, autodescubrimiento y abordaje de problemas que afectan de modo mucho más agresivo a las mujeres. 

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La obra, en sí misma, es una metáfora de la universalidad del lenguaje cinematográfico para transmitir sentimientos y establecer vínculos más allá del idioma (cuatro convergen en el filme, el árabe, el español y el shipibo-konibo de las directoras-personajes, pero también el inglés de las productoras). Asimismo, de la capacidad de este arte para conectar realidades y cosmovisiones que parecen muy lejanas a primera vista, pero que el lente de la cámara, como si de un microscopio se tratase, permite ver mucho más de cerca, como partes de un mismo cuerpo o sistema, la humanidad. 

De igual forma, la obra funciona como otra metáfora, la de un experimento cuyos resultados van generándose, a la vez que transcurren los años de grabaciones y el metraje de la película, ante nuestros ojos, tanto respecto de cómo esa forma de hacer cine impacta en  la vida individual de las directoras, como en la relación íntima que genera entre ellas, puesto que también terminamos siendo espectadores de la construcción de una amistad que, lo sabemos por sus propias declaraciones, no existía antes del filme, pero persiste y se profundiza, después de terminada su producción.

Hábilmente, la edición a ocho manos, entrelaza la voz de las directoras shipibo-konibo con imágenes de la vida de las directoras musulmanas, y viceversa. La secuencia más lograda, en ese sentido, es la de la canción de la abuela indígena, en la que todo confluye, y que, tal vez, hubiese podido servir mejor como conclusión, síntesis y cierre de la obra. Se enfatiza, de ese modo, en la común humanidad con la que mujeres que luchan en escenarios similares enfrentan sus problemas, expresan sus alegrías y procesan sus ilusiones. Desde ambos lados del mundo, por ejemplo, ellas sueñan con vivir en la Luna, ese objeto-deidad, tal vez el principal generador de metáforas de la historia humana y que —las directoras se preocupan por decirlo expresamente—, es el mismo que con sus propios ojos, sin la intermediación de la cámara, miran en sus respectivas noches. 

Detrás de esa idea se yergue, quizá, esta otra: que nos conocemos mejor y logramos ser nosotros y nosotras mismas cuando nos reflejamos en los otros y en las otras y dialogamos desde esa comunidad esforzándonos por entender y sentir esas otras circunstancias. Y que, de ese modo, podremos ser cada vez más capaces de comprender que, al final, a los hombres y a las mujeres, incluso si están al otro lado del mundo, en sus experiencias vitales no los separa tanta distancia como la que nos puede hacer creer la distancia geográfica, el mar, esa otra metáfora que, desde el título y con muy buen criterio, las autoras utilizan para comunicarse en esta obra imprescindible.  


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