Festival de Lima: «Annette» (2021) de Leos Carax, la condena del espectáculo a todo color

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Al acabar la función de Annette en la Sala Roja del Centro Cultural PUCP, Leos Carax, sonriente, aunque algo ido, se acerca al improvisado escenario junto a la pantalla, y admite que ya no se acuerda de algunas partes de su film, y que, si le preguntamos por su significado, no sabría que decirnos. A pesar de que no se quita las gafas oscuras y que su voz está mediada por la traducción, parece que está siendo honesto. Su Annette es una película difícil de clasificar. Es un musical, por supuesto, pero la mayoría de canciones están hechas para que la historia avance y no al revés, lo que las hace poco memorables. Es una comedia, o eso queremos creer, pero narra sucesos horribles e insospechados. Es una afilada crítica social, pero no sabe bien qué es lo que critica. Como la mayoría de filmes de Carax, es una película rebelde con las pretensiones comunes de la narrativa, que prioriza el caos y el sinsentido; jazz, es lo que dice un avispado miembro de la audiencia, y Carax parece estar de acuerdo. Más que jazz, su film parece una suerte de dream pop muy ruidoso, mecánico y manipulador, una ópera pop sobre la ambición, la culpa y, ante todo, la necesidad de trascendencia. “Todos los musicales son, en el fondo, sobre musicales”, dice Carax ante otra pregunta, y tiene razón. Pero este musical se lo toma muy en serio. 

La protagonista de la historia, que lleva el nombre de la película, no aparece sino hasta cuarenta minutos desde su inicio. La historia prioriza el extrañísimo romance entre sus padres: Henry McHenry, una suerte de comediante posmoderno que hace muy pocos chistes en vivo; Ann Desfranoux, una cantante de ópera que se pierde en los inmensos decorados que se han construido para ella. Su amor, inusual y muy público, los lleva a casarse y a formar una familia con Annette. Annette, según como lo ve la audiencia (y, al parecer, sus padres) es una muñeca de madera. El propio Leos Carax nos confiesa que, simbolismos aparte, tener una Annette de madera era la única forma de llevar a cabo el proyecto, dado que ninguna actriz podría hacer todo lo que la niña hace en la pantalla. Quizás sea una excusa para negarse a discutir el trasfondo de su elección. Sea como sea, la Annette muñeca despierta la ternura y compasión de Ann, pero el horror y debacle de Henry. Una serie de inquietantes giros hace que Henry descubra el particular don de Annette (puede cantar naturalmente una vez que la alumbra la luna), don que, para su padre, debe ser expuesto a las audiencias del mundo. Todos merecen, pues, ver a Annette. 

Annette tiene una relación particularmente paradójica, sino contradictoria, con el espectáculo. A primera vista, parece que el film de Carax satiriza mordazmente la cultura pop hollywoodense, las redes de chisme y exposición, la explotación de las estrellas y su vida privada. Pero Annette, desde sus pretensiones de estilo, parece hacer exactamente lo mismo. Los personajes parecen estar en una suerte de éxtasis permanente, casi siempre solemnes o dramáticos, como si supieran que hay una cámara al frente. Carax y los Sparks (banda que originó el proyecto) confían -quizás demasiado- en la conjunción entre música e imagen, despriorizando los diálogos, simplificando las letras de las canciones, dejando que los personajes se atoren en el arquetipo con el que se identifican. Por más de dos horas, el film nunca abandona sus pretensiones de grandeza: la cámara danza  por los decorados, juega con nuestra sensación de tiempo y espacio, siempre parece tener segundas intenciones, siempre alegóricas. 

A su modo, los personajes se llevan su figura pública a casa. Annette, como musical posmoderno y comedia surrealista, parece estar consciente de la sociedad del espectáculo, de la pérdida de intimidad en la sobremodernidad, de la constante exposición a los medios y la fragmentación de identidad que esta produce. Pero el film de Carax está más interesado en un aspecto preciso, la sobresaturación y el exceso, eso que parece definir a las relaciones modernas. Nunca se está solo: las cámaras, la tecnología, las redes, la movilidad y la luz, siempre luz; la sociedad se construye a partir de un “yo” irremediablemente público, sometido a las pretensiones del resto, armado a partir de tendencias que cambian cada segundo. Annette se interesa por ese pase frenético de lo privado a lo público, por las consecuencias de la sobreexposición y la búsqueda de un legado entre el caos y la velocidad. Será por eso que el filme comienza con su director y los Sparks junto a los actores, rogándole a la audiencia que puedan comenzar: “So May We Start”, dice la canción. Pero ellos ya han comenzado hace mucho antes.

Este no es un estilo que parece funcionar todo el tiempo. Le exige demasiado a la audiencia. Por momentos, parece que Annette se confunde entre sus numerosas alegorías y juegos narrativos. Quizás valdría más la pena comprender la propuesta de Carax como una suerte de cuento de hadas para adultos, una historia pop gótica, de mucha luz y color, con una evidente moraleja en su núcleo y personajes que, algo rígidos, sirven para representar alguna lección en el camino. Pensar Annette como un cuento ayuda, al menos, para entender su curiosa puesta en escena. Se eligen colores que solo funcionan en contraste con los otros, que irrumpen la sensación de realismo en la pantalla, que resaltan la humanidad de los personajes ante la artificiosidad del decorado. El montaje es particularmente sutil: la cámara parece flotar de una escena a otra, como lo haríamos en un sueño muy lúcido, pero sobre el que no tenemos suficiente control. La fantasía se entremezcla con la realidad sin ninguna dificultad.

Esta suerte de saturación pública (y explotación mediática) parece tener aún más sentido en la figura del Conductor de Orquesta (un muy infravalorado Simon Helberg, el Howard de The Big Bang Theory), quizás el único personaje honesto en Annette. El Conductor, antes condenado a una vida entre las sombras, apenas como soporte de las estrellas, ahora lidia con el tormento de la fama y la ambición: vive turbado ante la muerte de Ann, quizás reconociendo que su pérdida fue la pieza clave para que su propio éxito despegara; quizás aturdido ante la presión de la fama y la intensidad de la labor artística, en especial en su orquesta. En su rostro contraído, que Carax filma con un inusual primer plano, queda, aunque oculto, el poco rastro de humanidad entre los personajes, eso que, sí seguimos con la teoría del cuento de hadas, sería una suerte de voz de la razón para los protagonistas. 

Quise preguntarle a Leos Carax por sus personajes y la forma en que cada uno se dirige al otro. Me dio la impresión de que, tanto Henry como Ann, constantemente están hablando en alegorías, casi nunca de forma directa; se quedan con el significante, pero abandonan el significado. En el fondo, esconden sus preocupaciones y anhelos en palabras vacías, en la letra de una canción, que repite la misma idea una y otra vez. We love each other so much (“nos amamos muchísimo”) se repiten Ann y Henry, pero nunca sabemos los motivos de su amor. Y así con otras tantas sensaciones y conflictos en el film. No sé si esta es una suerte de diagnóstico sobre la condición de la sobremodernidad, y cómo las personas se esconden en conceptos abstractos y términos que no entienden. Todo el tiempo hablamos sobre cómo nos sentimos, y hablamos sobre la importancia de hablar sobre ellos. Somos egoístas. Vivimos, pues, casi siempre en el meta. Quizás eso explique lo bizarro del show de Henry, casi sin ningún chiste de verdad, pero que constantemente habla sobre su capacidad de hacer a la gente reír, que les promete risas desde un copioso espectáculo con coristas y humo en vivo. No parece coincidencia, tampoco, que Henry entre a cada función atorándose por el exceso de humo. Al menos esa parte sí es honesta. 

Quizás en el fondo, la mejor alegoría en Annette tiene que ver con el horror de la paternidad, el hilo conductor de la historia de Henry y su obsesión con su hija. Ambas temáticas parecen evidentemente entrelazadas. Al ser padre, uno asume un rol muchísimo más público, un rol que ahora es enteramente vigilado por otros. Y ser padre, además, implica construir una imagen pública para tu hija, formar su propio personaje. Es una acción creativa, un espectáculo en toda la regla. Con razón da tanto miedo. Eso no lo dicen los personajes en el film, pero parece evidente una vez que cierra Annette, cuando la niña de madera se hace una niña de verdad. No por nada el film inicia con Carax y su hija, pidiendo comenzar. Pero, si le preguntamos, probablemente él nos lo niegue. 

Where to watch Annette
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