Dir. Walter Salles | 128 min. | EE.UU. – Argentina – Chile – Perú
Guión: José Rivera, basado en el libro «Notas de viaje» de Ernesto ‘Che’ Guevara y en el libro «Con el Che por Sudamérica» de Alberto Granado.
Música: Gustavo Santaolalla
Dirección de fotografía: Eric Gautier
Intérpretes:
Gael García Bernal (Ernesto Guevara de la Serna), Rodrigo de la Serna (Alberto Granado), Mía Maestro (Chichina Ferreira), Gustavo Bueno (Dr. Hugo Pesce), Jorge Chiarella (Dr. Bresciani), Cristián Chaparro (Luna), Cristian Arancibia (Tulio), Gabriela Aguilera (Piedad)
Estreno en Perú: 18 de noviembre del 2004
El gran mérito del director Walter Salles es haber traducido toda una cosmovisión viajera a una escala humana y dentro del formato de un filme de carretera. Sus héroes son dos jóvenes argentinos que inician un periplo en una destartalada motocicleta desde Buenos Aires hasta Caracas con el único fin de festejar los 30 años de uno de ellos. Incluso sabiendo que rememoramos el diario de viaje del joven Che, terminamos disfrutando un entretenido y edificante filme de mochileros ambientado en 1952.
Viajar es mucho más que ir de un lugar a otro. Para quienes no pueden quedarse quietos, viajar es siempre un descubrimiento, el descubrimiento de uno mismo, el vencer obstáculos mayores y menores, físicos y emocionales, siempre al borde del fracaso pero también de perspectivas muchas veces imposibles. Así, viajando, proyectamos nuestra vida, fijamos metas a las que queremos llegar, observamos lo que podemos y lo que no podemos hacer o conocer.
En este sentido, es también una metáfora vital. Tiene un inicio y un final, como la vida misma; y se desenvuelve en el tiempo, que es el camino. Los que aman el movimiento ciertamente escogen las rutas más extensas, la distancia es la medida de su ambición. Son pretenciosos sin saberlo y les guía el placer de la aventura. Quienes huyen del lugar común y el encasillamiento buscarán el camino más largo, sospechando que allí encontrarán vivencias más intensas en un plazo más corto.
Además hay un ritmo, el que opone los grandes espacios en que el tiempo parece detenerse con el de las agitadas vicisitudes en las ciudades o en ocasionales encuentros en el camino. Y hay también el ritmo de la mente, la oportunidad a cada momento de hacer un alto en el trayecto, de pensar libremente, de formarse opiniones y tomar decisiones. Todo esto –lo ya vivido y lo recogido en el camino– será el equipaje que llevaremos en el alma.
Porque un viaje, cualquier viaje, nos puede ubicar inmediatamente en medio del universo. No es necesario ser Ulises para descubrir y descubrirnos, ya sea en un viaje de horas como de meses de duración. Basta con el ansia de movimiento, la inquietud por conocer poniendo en juego cuerpo y espíritu, de comunicarnos con quienes casualmente nos topamos en el camino, para compartir situaciones o experiencias y, de ser posible, dejar allí nuestra huella. El asombro nunca nos abandonará. Los que duermen plácida o aburridamente en el bus cama o en naves supersónicas muchas veces se pierden este aprendizaje vital.
Y con esto, hemos dicho todo lo que subyace en esta película. El gran mérito de su director Walter Salles es haber traducido esta cosmovisión viajera a una escala humana y dentro del formato de un filme de carretera (road movie). Porque sus héroes son dos jóvenes argentinos que inician un periplo en una destartalada motocicleta desde Buenos Aires hasta Caracas con el único fin de festejar los 30 años de uno de ellos. Si no fuera porque sabemos que el otro –de 24 años de edad– es Ernesto ‘Che’ Guevara, hubiéramos disfrutado esta película sólo como un entretenido y edificante filme de mochileros ambientado en 1952. Pero incluso sabiendo que rememoramos el diario de viaje del joven Che… terminamos disfrutando un entretenido y edificante filme de mochileros ambientado en 1952.
Y es que en Diarios de motocicleta se ha eliminado casi todo atisbo épico al personaje. El mecanismo dramático que conduce la acción es la relación entre dos amigos íntimos con personalidades contrapuestas. De un lado, un Che introspectivo, incapaz de mentir, impulsivo e idealista; del otro, su amigo Alberto Granado, extrovertido, locuaz, manipulador y enamorador. Este contraste y unos diálogos chispeantes hacen de este viaje en común una comedia ligera. Inclusive, el actor que interpreta a Granado (Rodrigo de la Serna) casi se roba la película por su notable e hiperactiva actuación. Como personajes, los une un espíritu emprendedor, la inquietud por conocer(se) y descubrir(se) en busca de algo que ellos mismos construirán en su camino.
Se ha sugerido que la fuente dramática de esta combinación está inspirada en los personajes de Don Quijote y Sancho Panza, lo que es posible pero no muy exacto ya que entre el Che y Alberto no hay fantasías alucinatorias ni sueños descabellados. Ni siquiera se llega al nivel de «Monseñor Quijote», la novela de Graham Greene, donde el Quijote es el cura de un pueblo de La Mancha, en España y Sancho su alcalde comunista. No hay en esta película grandes debates ideológicos, ni siquiera un amigable conflicto político abierto entre ambos protagonistas (como en la obra de Greene); sino una mutua conversión emocional y de crecimiento humano, dentro de un enfoque más bien light.
En ese sentido, Diarios de Motocicleta elude las situaciones maniqueas que normalmente se utilizan en el cine industrial norteamericano. Y debe agradecerse, entonces, que el filme no caiga en la sensiblería acompañada de rollo ideológico que caracteriza muchas veces a la producción hollywoodense. En cambio, tenemos anécdotas típicas de estudiantes (algunas más bien convencionales) que le dan verosimilitud a la trama y que se apoyan en un segundo nivel de significación: la narración del diario del Che. A través de él vamos pasando de la ficción a la realidad, al punto que se respeta textualmente lo escrito por el futuro guerrillero y donde comprobamos que la redacción no era su fuerte. De esta forma, la película se va convirtiendo sutilmente en un filme testimonial con un tratamiento documental; en el que presenciamos la humanización de uno de los más importantes mitos políticos y mediáticos del siglo pasado.
En efecto, incluso los elementos del relato que podrían haberse explotado (habitualmente) en términos dramáticos –el tránsito del desengaño amoroso al embrionario compromiso social y político, por ejemplo– aparecen dispersos entre escenas ya sea de contactos con sectores marginados (económica, política y culturalmente), como de relación con un apabullante paisaje sudamericano.
¡Y qué paisaje! Es un viaje que nos conduce por los grandes espacios planos de la Argentina, pasando a los nevados andinos y el paisaje boscoso del sur chileno, siguiendo por las callecitas de Valparaíso, el desolado desierto de Atacama, los Andes, Cusco, Macchu Picchu, Lima y el leprosorio de la selva amazónica. Una geografía infinita como infinitas (y divertidas) aparecen las perspectivas de estos jóvenes estudiantes de medicina. Mientras que los tremendos obstáculos climáticos y físicos ilustran también los retos futuros que la realidad social del continente les impondría en la década siguiente (pero eso ya sería otra película). La relación con los pobladores va pasando también de las situaciones anecdóticas a las actitudes políticas (por ejemplo, con los mineros de Atacama), para combinar ambos niveles de compromiso médico en el leprosorio amazónico. Así llegan a transformarse ambos protagonistas: Alberto, harto de vagabundear, confiesa querer “sentar cabeza”, mientras que el Che, por su parte, reconoce que debe ordenar el remolino que tiene en la suya.
Salvo por el encuentro con los mineros comunistas y alguno que otro diálogo radical, este filme podría ser recomendado por algún papá conservador (y hasta miembro del Opus Dei) a sus hijos adolescentes. Claro, en el supuesto de que uno de los mochileros no fuera el Che Guevara, sino un anónimo estudiante de medicina, un personaje 100% ficticio y de cuyo futuro no volviéramos a saber más. Caso contrario, también significaría que las vivencias, cualidades y virtudes de estos personajes, con las que nos podemos identificar, deberían conducirnos a una mayor participación y compromiso político, al menos equivalentes al del Che –lo que podría interpretarse como la intención del director brasileño–.
Vivimos una época en que un tratamiento superficial, en lo ideológico, no necesariamente sugiere falta de compromiso sino una ambigüedad más bien provocadora (donde la provocación está justamente en lo que se deja de decir, pero que se intuye mediante un final abierto y polisémico). Aunque posiblemente este sea también un debate abierto.
Hay, pues, un logrado equilibrio de todos los componentes significativos que convierten a Diarios de motocicleta en un encantador, tierno, divertido y aleccionador relato de ese periplo humano y vital realizado por el joven Ernesto ‘Che’ Guevara y Albero Granado. El viaje seguirá, aunque por otras rutas, hacia un nuevo encuentro. En ese sentido, la secuencia final es particularmente sugerente y corona el tono documental del filme con el rostro actual del verdadero Alberto Granado esperando el retorno de su amigo. Y este es el universo –sutil y sugerente– que nos propone Salles.
Juan José Beteta
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